Lo que está ocurriendo en Brasil es uno de los acontecimientos más removedores de las últimas décadas. El ascenso de Bolsonaro y los militares, inimaginable hasta hace unos pocos meses, es un fenómeno que divide a la sociedad pero no es la causa de la misma sino una consecuencia. Detrás está, como ya se ha dicho de manera reiterada, el cansancio, el descreimiento y hasta el rechazo a los políticos profesionales que se eternizan en el poder, se aprovechan de los cargos públicos, usan la información privilegiada, y en el extremo, son abiertamente corruptos. El principal destinatario de este odio ha sido desde 2015 (quizá desde antes) el PT. También la percepción de que la inseguridad se extiende ante la incapacidad de los cuerpos tradicionales encargados de prevención y represión del delito y, por lo tanto, se requiere “mano dura”.
Las encuestas dicen que el público de Bolsonaro no se encuentra sólo entre los adultos temerosos. El 60% de sus simpatizantes, según consultas realizadas cuando marcaba algo más del 20% de las preferencias, son hombres que se ubican en la franja de 16-34 años. Esto es congruente con el desprecio de Bolsonaro hacia las mujeres pero también con las carencias de empleo o el abierto desinterés por los empleos tradicionales y mal pagos. Pero las razones expuestas no alcanzan para explicar la intensidad del fenómeno Se trata de un personaje que sacude con sus declaraciones racistas, xenófobas, antidemocráticas y que rechaza las formas de convivencia y respeto. Curiosamente, en su caso no hay castigo sino premio porque el discurso se vacía de contenido. No importa lo que dice sino “como lo dice”. No importa si el contenido es abominable sino que este personaje “es el único sincero, el que dice lo que `piensa”. Dice “lo que nadie dice”. Se percibe como un fenómeno totalmente nuevo, la postverdad. ¿Pero es totalmente nuevo? En algunos totalitarismos europeos del siglo XX (y, en el siglo XXI, en Trump o Duterte) se vislumbra algo semejante.
El militar brasileño que se encamina a la presidencia aporta algo más que, en verdad, es original. Reivindica la dictadura militar del pasado y sus métodos represivos (no necesariamente su política económica, industrialista) y se propone, tres décadas después, reeditarla desde el voto popular. Lo alienta un dato que ya se percibía desde años atrás. En las encuesta sobre simpatías las fuerzas armadas marcan entre 70 y 80% de preferencia, muy encima de los partidos políticos, el parlamento o el poder judicial. Claro que no todo es simpatía: desde al menos 2015 flota en el aire la insana sensación de que los militares están prontos para “hacer lo que es necesario”. Bolsonaro es un militar que paso a retiro (luego de acaudillar un movimiento que reclamaba mejoras salariales) con el grado de capitán. Y sus dichos, ampliamente divulgados, y francamente abominables, no hay necesidad de repetirlos aquí. Una mirada a su candidato a vice, Hamilton Mourao, muestra también un desborde de verborragia impresionante.
En 2015 Dilma Rousseff cesó a Mourao como comandante de la región sur y ordenó su traslado a un cargo burocrático en el Ministerio de Defensa, tras sus declaraciones antidemocráticas en una conferencia pública. Al dejar el cargo, en febrero, Mourao aprovechó para elogiar al coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, fallecido en el 2015, fue jefe de inteligencia del ejército en São Paulo bajo la dictadura y responsable del mayor centro de tortura de la época. (A Ustra dedicó Bolsonaro su voto como diputado). En septiembre del 2017, dijo “O las instituciones solucionan el problema político por la acción de la justicia, retirando de la vida pública a esos elementos envueltos en delitos, o entonces nosotros tendremos que imponerlo” .En diciembre pasó a retiro luego de pronunciar, otra vez, opiniones políticas y, algo después, sus camaradas lo encumbraron a presidente del Club Militar desde donde continuó declarando para promocionar a Bolsonaro.
Durante la primera vuelta cientos de militares en retiro encabezaron candidaturas regionales y muchos lograron el favor popular; otros están a la espera de la segunda vuelta para alcanzar el cargo. Entre estos el ex infante de marina Wlson Witzel que aspira a gobernador de Rio de Janeiro. Witzel es conocido por su insistencia en la militarización de las favelas para luchar contra la droga y la delincuencia. Obtuvo 41% en primera vuelta (y su contrincante más cercano el 19%). Y también son ex militares los que están por alcanzar las gobernaciones de Santa Catalina y Rondonia.
¿Se trata en verdad de una revuelta contra el sistema? El movimiento Mujeres Unidas Contra Bolsonaro (entre tres y cuatro millones de brasileñas en Facebook) sostiene que el voto a favor de Bolsonaro es un voto por el sistema. “Votarlo – dicen – es votar a favor de lo que nunca ha sido de buena ley en Brasil, pero siempre ha existido. O a favor del regreso de los que nunca se fueron”. Pero, en verdad, también es de rigor explorar la visión contraria. Si el sistema son los partidos, el parlamento, el poder judicial, los grandes empresarios (representados por las constructoras como Odebrecht) Bolsonaro y los militares que están ascendiendo con él son, sin duda, una reacción contra el sistema. ¿Tendrá esto repercusiones económicas y políticas?
En el ámbito económico es temprano para vaticinios firmes, pero puede sugerirse que Bolsonaro profundizará lo que había iniciado Temer. Privatizará, pero adelantó que no lo haría con Petrobras (al menos de momento) Y reformará la seguridad social (que es una impostergable necesidad) aunque no comparte en su totalidad el proyecto de Temer. Evoca la dictadura militar como modelo de represión pero es improbable que se remita a ella en el terreno económico, porque la dictadura fue marcadamente industrializadora. De ahí el avance de Brasil sobre la industria de los bienes de capital, paso decisivo hacia una industria integrada, que luego se fue debilitando en las décadas siguientes. El escenario más preocupante y menos prometedor es que Bolsonaro y Guedes (el asesor económico) confirmen, con desaciertos que se divulgan y repiten como de sentido común, que ese país de per cápita intermedio, no escapa, a pesar de su tamaño, a las barreras a la entrada al desarrollo que levanta el mundo más avanzado. Ese es un tema de enorme trascendencia para la región.
Esta revuelta antisistema ha ido encumbrando a una figura central, que aglutina y moviliza. La democracia no se vació de contenido, pero está jaqueada. El nuevos protagonista y sus cercanos colaboradores pregonan una inclinación existencial profundamente antidemocrática, uno de cuyos ejes es el rechazo a las grandes causas por la igualdad, la no discriminación y el respeto al diferente, procurando revertir uno de los formidables avances, en el mundo occidental, desde los años sesenta. El desprecio por el parlamento, el rechazo a los reclamos de las mujeres y de los homosexuales, el racismo abierto o velado, la vía libre a los órganos de represión para el gatillo fácil y la oposición a la regulación de la tenencia de armas harán de Brasil un país más intolerante y a la larga mucho más conflictivo. Y un país en conflicto acentuado suele ser un problema para los vecinos.
En suma: ¿cómo es posible que 50 millones de brasileños no sientan un profundo rechazo por los dichos y los hechos de estos virulentos emergentes? Quizá porque ha salido a flote, en la gran mayoría de sus seguidores, además de una legítima repulsa hacia lo que no anda bien, los peores sentimientos y los más atávicos miedos, inseguridades y odios. Un retroceso que tanto mal le ha hecho a la humanidad en el pasado y que ha sido ampliamente estudiado con referencia a los totalitarismos europeos del siglo XX.
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