Ese término se oyó en la vecina orilla, en un exceso de optimismo, en los comienzos del gobierno de Macri. El kirschnerismo caía en picada al mismo tiempo que salían a la luz las pruebas de la corrupción.
Pero “brotes verdes” no es sólo ver señales de recuperación económica. También tiene que ver con la forma de percibir la ética del poder, o de aceptar el sacrificio social cuando el hartazgo no deja otra elección que la insubordinación o volver a creer en la fuerza ciudadana que cambia las cosas.
El pasado domingo, en El País de Madrid, el sociólogo Jorge Galindo, se preguntaba en su columna, por qué los latinoamericanos se desencantan con la democracia. Afirma Galindo que ese desencanto se instala más en la ambigüedad que en el rechazo visceral, y sobre todo en los jóvenes y las personas de escaso poder adquisitivo. Una de las respuestas que el columnista se da es que esos sectores sociales tienen pocos referentes con apego democrático. Este fenómeno es tendencia que se acentúa año tras año. Según las conclusiones de Latinobarómetro 2018, sólo en un tercio de los 14 países valorados está conforme con el sistema democrático de gobierno. Durante la crisis de 2002, el apoyo de los uruguayos se mantuvo en el entorno del 77% y 78%. En el informe del 2018, si tomamos en cuenta el largo período de crecimiento económico y estabilidad política, la confianza en la democracia cayó al 68%. A pesar del crecimiento económico, en Uruguay bajó la estima por el sistema político de gobierno en que se produjo dicho crecimiento.
Sin embargo, por más que Uruguay acompaña el crecimiento de la desesperanza respecto a la democracia, lo positivo es que Uruguay es el país que está en el primer lugar de la región en su convicción de que la democracia es el sistema preferible a cualquier otra forma de gobierno.
¿Es posible salir de ese círculo perverso de descreimiento, que empuja a los países latinoamericanos a manos de líderes populistas, que sólo ofrecen una falacia, apropiándose del discurso de la izquierda? Es posible. Comienzan a aparecer brotes verdes.
En primer lugar, se ha producido un recambio generacional en los sectores mayoritarios de los tres partidos con posibilidades de gobernar en el próximo período. Esto ha venido acompañado de algunos forcejeos, lo que remarca que no fue tanto un resultado orgánicamente buscado por los partidos políticos sino por el derrumbe del piso que sostenía a los liderazgos históricos. La excepción parece ser el Partido Nacional, que por segunda vez postula a Lacalle Pou.
En segundo lugar, la mujer integra la fórmula presidencial en dos de los partidos con posibilidades de gobernar. No es poca cosa. Da la impresión que la mujer uruguaya ha golpeado con poca fuerza las puertas de los partidos a los que pertenecen, pero este es un camino que se abre hoy, con esta elección. Lo que venga después ya se verá.
En tercer lugar, en tres de los partidos con posibilidades de integrar una coalición de gobierno, se ha puesto a la educación como prioridad uno, y en el caso del Partido Colorado el vicepresidente de la fórmula integró, hasta hace pocas semanas, el actual Codicén. Toda una declaración.
En cuarto lugar, el campo ha dado una señal que se deberá tomar en cuenta por la próxima administración. Si bien no tiene forma política, no es ni siquiera una fuerza organizada, sí se ha hecho sentir claramente, y ya no se trata de aquellos cabildos emotivos sino el reclamo del Interior, donde se produce prácticamente todo lo que el Uruguay exporta. Uno de los candidatos proclamó que el campo uruguayo es nuestro petróleo. Suena bien.
En quinto lugar, comienza a verse un lento reacomodo dentro del Frente Amplio. Aparte del episodio de Maduro sí, Maduro no, hay gente con experiencia de gobierno, que aparece por entre las grietas de la gerontocracia, y empieza a delinear su camino futuro, como la alianza Alvaro García / Cristina Lustemberg. El baño de realidad que implica el gobierno, tendrá, seguramente, mucha influencia en ese reacomodo que se vislumbra.
Pero son apenas débiles brotes de nuevas plantas que nadie tiene la certeza podrán crecer entre las amenazas que también se vislumbran en el país. En la década del sesenta el sistema político no acertó a diagnosticar la profundidad de la crisis. Hoy la amenaza es más tenebrosa. En pocos años pasamos de tener un índice de criminalidad bajo, de 5.4 por cada 100 mil habitantes, a ocupar el cuarto puesto en Latinoamérica, con 11.7 cada 100 mil, sólo superado por Venezuela, Brasil y Colombia. Es un dato escalofriante. Eso está creciendo a los ojos de todos nosotros, en pueblos chicos, donde todos se conocen, también se conoce a quienes pasan la droga. Este fenómeno nuevo no fue atendido con la suficiente inteligencia, y quedará como herencia para el que asuma el 1° de marzo del próximo año. No crecerá la convicción democrática si el Estado no es capaz de proteger a nuestros hijos y nietos de esta amenaza. La ciudadanía delega en el Estado esa función, no es el ciudadano el que tiene que armarse para defenderse.
El nuevo gobierno estará en manos de otra generación, a él le irá la vida políticamente, pero, también, como integrante de esta comunidad histórica tendrá el desafío de reconstruir un país hermoso, el nuestro, el más importante para los uruguayos. Además, ojalá, se autoimponga otra tarea: la de ayudar a revertir la apatía democrática en los países hermanos de América Latina. Uruguay puede volver a ser la tierra de promisión, que supo ser, un ejemplo que ayudará, sin dudas, a que los desencantados encuentren en nuestra tierra un nuevo hogar.
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