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Carniceros

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Le suele ocurrir. Va por la calle y descubre, junto al contenedor, unas fotografías abandonadas. A ocasiones son antiguas; en otras oportunidades, relativamente recientes. Siempre le inspiran cierto dolor: ¿por qué alguien –quienquiera que fuese– decidió desprenderse de esas ventanitas al vasto universo del pasado? Sin poder evitarlo, se acerca, se agacha, las recoge y empieza a mirarlas, una por una. Nunca se sabe, con frecuencia, bajo un manto de suciedad, se puede hallar la belleza. Y, como de costumbre, la mente, al influjo de las tomas que registraron manos desconocidas, combinándose con la memoria y el significado de las palabras, empieza a jugar a la rayuela: un saltito aquí, otro más allá… hasta llegar a ese cielo imperfecto que aguarda en la culminación del entretenimiento.

Están en una caja de cartón. La abre y comienza a observarlas. La mayoría son las típicas imágenes familiares. Sin embargo, una despierta su interés. Se trata de la foto del interior de una carnicería. A todas luces, ha sido tomada en un pasado remoto. El centro de la escena está dominado por el carnicero quien, al tiempo que con la mano izquierda sostiene una chaira en la que afila la faca que empuña en la derecha, un cigarrillo colgándole indolentemente de los labios, clava su mirada altiva en el objetivo de la cámara. A su lado, más joven, su ayudante, ambas manos apoyadas en el cabo de otra cuchilla. En cada uno de los extremos, una mujer y un niño. Todos ellos quedan como dentro de un segundo marco, encastrado en el recuadro, que forman el mostrador  –sobre el que descansan diferentes cortes de uno o más animales muertos– y una especie de arco de metal del que cuelgan un cuarto, un costillar y unas ristras de chorizos.

“¡Un retrato del Uruguay!”, reflexiona el hombre. Y profundiza en esa línea: “¿Acaso no somos los orientales, en la inmensa mayoría de los casos, carniceros” (recuerda bien las acepciones del DRAE*: “Persona que vende carne”; pero también, “Dicho de un animal: Que da muerte a otros para comérselos”)?

De inmediato, percibe que en el que negocio al que se asoma a través del rectángulo de papel que sostiene en la mano no hay ni rastros de algún aparato de refrigeración, por lo que la carne allí expuesta debería “orearse” hasta que los clientes se la llevaran. Entonces le vienen a la memoria las carnicerías de su barrio de la niñez. Una de ellas en especial, la de Miranda, tenía un parecido grande con la que está viendo ahora, pero las que caracterizaban a aquella y en esta no se aprecian, aunque con seguridad revolotearían por allí, eran las moscas. A tanto llegaban las cosas que a un botija del barrio El Ombú, un pelirrojo con la cara llena de pecas, le llamaban Lamparilla, que en realidad era la abreviatura del sobrenombre completo: Lamparilla de carnicería (porque aquellos infames insectos dejaban “pecosas” con sus deposiciones a las luminarias de los establecimientos dedicados al expendio de carne). “¡Lo que va de ayer a hoy!”, se admira para sus adentros, al pensar en los asépticos locales de la actualidad, limpios, con mostradores refrigerados, sin moscas y no aptos para fumadores.

De vuelta en el mundo real, se dispone a retomar su camino, luego del pequeño extravío lúdico que le acaba de regalar la casualidad.

NOTA * DRAE: Diccionario de la Real Academia Española.

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