Cuando la derecha es cuestionada por un repentino movimiento, no recurre a la razón sino al autoritarismo. En Francia -por ejemplo- el nombre del gobernante da igual si es Charles de Gaulle o Emmanuel Macron: la reacción será represiva. Lo singular de estas expresiones -hoy francesas- es que hace 50 años o ahora no están conducidas por sindicatos o partidos; son espontáneas y refractarias: poseen un desorden ordenado. Si aquellos deciden acompañarla, lo harán, y si así ocurre se espera que no caigan en las trampas de hace medio siglo cuando acabaron derrotados y enterrados por una elección.
Ante la manifestación del pasado sábado de los chalecos amarillos, la autoridad de París afirmó que “vienen a destruir y a matar”: sembraron el terror sustituyendo discernimiento y sensatez con la caja de resonancia de sus medios. Como toda prensa burguesa, intoxican a los lectores escribiendo cosas tales como “Los franceses, rehenes de la huelga decretada por los sindicatos”.
Desde el balcón de gobierno existe temor de que se sumen a las manifestaciones los estudiantes: decenas de colegios secundarios y otras escuelas, así como centros universitarios, están en conflicto, protestando por una reforma estudiantil que les pretenden imponer y a la que incorporaron su lucha contra el aumento de las cuotas que cobran en nivel terciario. Es este escenario hay quienes advierten que la unión de los chalecos amarillos (gilets jaunes) con los jóvenes (gilets jeunes) representa un peligro mayor para el gobierno y elestablishment.
Las respuestas equivocadas desde el poder y los medios hicieron que creciera una extendida sensación de atropello fiscal e incomodidad que pasó a ser un elemento irritante, donde ya no se tomó en cuenta que el presidente había derogado el aumento de la gasolina y el diésel. Cuando se está planteando desde el poder un diálogo, debieran pensar que -como para bailar un tango- se precisan dos y que en este caso no se ve quién puede ser el interlocutor válido. ¿Se conformarán sólo con su discurso de oferta? En el gobierno debieran mejor reflexionar que en cualquier gran mudanza política, de las que hacen cambiar los rumbos de un país, se comienza con algo pequeño, a veces intrascendente para el poder y hasta para quien lo ejecuta.
Las movilizaciones de los chalecos amarillos iniciaron por un simple rechazo al aumento del precio de los hidrocarburos, la supresión parcial del impuesto a las grandes fortunas de los ricachones y los recortes e incrementos -en general- de los servicios públicos y las privatizaciones (o intenciones de hacerlo). Hay quienes recuerdan a Tomas Piketty -el economista francés especialista en desigualdad y distribución de la renta- cuando afirmaba que de reponer el ex empleado de Rothschild la fiscalidad a las grandes fortunas (calculada en más de 5 mil millones de euros) podrían financiarse algunos de sus planes sobre energías renovables y otros de carácter ecológico.
La actual administración estatal no hace cosas muy distintas a las que le precedieron. De Macron sí podemos apuntar que persiste y pone mayores acentos en el mantenimiento de políticas conceptualmente neoliberales, a la usanza del capitalismo de este tiempo, con modalidades de la Unión Europea y acondicionada a sus transnacionales. Se trata, en lo fundamental, de recursos que producen enorme malestar social y altos costos debido a la desarticulación y desmembramiento de servicios que brinda el Estado y que costaron decenas de años de luchas y conquistas obreras. La apertura al sector privado se prevé que esté consolidada alrededor del 2020: aquellos que utilizaban, se suscribían o consumían como usuarios los servicios públicos serán transformados -mediante las privatizaciones- en clientes de empresas cuyas metas fundamentales pasan por lograr rentas positivas y progresivas ganancias. Los trenes van en camino a su privatización -expropiados en 1937- pero ya se aumentó el boleto a los usuarios, para acostumbrarlos a las subas. Con hechos de este tipo Macron se ganó el apodo de “presidente de los ricos”.
Por suerte, el movimiento que nació y ha crecido en Francia se ha extendido a naciones fronterizas. Hay expresiones de los chalecos amarillos que eluden las aduanas extendiéndose por Bélgica y Holanda, mientras fracasa el intento de los fachas ibéricos al querer apropiarse de ellos y de ponerles su cencerro.
Sin embargo, el tema que aglutina al conjunto de las demandas acerca del actual estado de cosas en Francia es que cada vez más hay quienes están hastiados de la V República, del vigente “reinado presidencial” y aspiran a una democracia directa, con plebiscitos y revocaciones de mandatos para todos los puestos de elección popular. Hay quienes dejaron atrás las cuestiones tributarias que ahogan la vida cotidiana de las grandes mayorías y luchan con base en un trato diferente, con cambios radicales en lo político y lo económico, equivalentes a sepultar el presente de la V República.
Los “dolores de parto” de un ayer -de medio siglo que parece lejano- se renovaron ahora y es temprano para saber si desembocarán dentro de un tiempo en otro alumbramiento, qué dirección tomarán o si sencillamente se extinguirán, pero lo innegable hoy es que existen. Quizá el mensaje presidencial de esta semana logre contener por un tiempo las ansias de cambio que el desprecio hacia su configuración política se ha generado y hasta consiga alcanzar cierta “normalidad”. Lo mismo ocurrirá en ciudades como Burdeos, Marsella o Lyon.
Hasta este momento, las manifestaciones de los chalecos amarillos son insurreccionales, ya que quienes las integran se niegan a obedecer a los poderes establecidos, lo cual no es poco. Su consigna es volver a la Resistencia, lo que me hace pensar y alienta que vale la pena -no como ejercicio de consolación sino de paciencia- pensar que en el futuro alguien preguntará desde el poder “¿Es una revuelta?” y le contestará otro -que no será François La Rochefoucauld-Liancourt- “No `sire´, es una Revolución”.
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