En estos días se sacudió al mundo con la noticia de un nuevo sistema de espionaje a gran escala. El hecho no es desconocido por la gente y acompaña buena parte de la historia humana -con sus variantes- entre las que se recuerdan (entre otros) seguimientos, empleo de informantes de diversos círculos, “infección” de ciertas herramientas comunicacionales, archivos (personales, laborales, jurídicos) y desde hace más tiempo infiltraciones, sobornos (recordar la leyenda bíblica de la acción de uno de los apóstoles), penetraciones (para insertar -sobre todo- denunciantes y soplones), las embajadas. En la actualidad no existe una normativa internacional que discrimine acerca del espionaje admisible (entendido como defensa de los Estados) y lo que proponen las técnicas policiaco-militares que vulneran espacios privados de las personas.
Al igual que en otros aspectos, estos instrumentos se van modificando, sustituyendo sus usos, abarcando espacios -muchas veces- inimaginables. Por aire, mar o tierra, no es inusual toparse con maquinarias respaldadas por un Estado, que argumentan el elástico concepto -de difícil definición- de la defensa. Se ha llegado a considerar al espionaje como algo “natural”, practicado por quienes pueblan el espacio circundante a la Tierra con satélites de alta o baja altura.
Con la distribución de novedosos insumos de comunicación y el fácil acceso a redes sociales y drones -junto al anonimato- se extiende la aplicación de sus tecnologías para vulnerar, gravemente, derechos humanos ligados a la privacidad. Hace décadas que internacionalmente -relacionado con políticos, autoridades y periodistas- se ha hecho costumbre solicitar una línea de comunicación “segura” y la frase eufemística entre escritores (escuchada, especialmente, en México) de “hay pájaros en el alambre”, como forma de advertir que se está siendo espiado -sea esto cierto o no, pero, en algún caso, de la mano de sentimientos de autodestaque y/o complejo paranoico.
El hallazgo del sistema militar Pegasus, negociado a través de NSO con anuencia de autoridades de Israel, según las fuentes públicas “prima facie” fue vendido a algunas decenas de países, afectando distintos estamentos sociales que incluyen 50 mil usuarios de instrumentos de comunicación comunes, que permiten interceptar mensajes de 12 jefes de Estado y de sus allegados.
La herramienta NSO-israelí sólo ha sido analizada 1% (que sería algo así como 500 interferencias) y si no fuera de extrema gravedad resultaría cómico que la inteligencia de Marruecos espíe a mandatarios de Francia y de España, que apoyan política y militarmente hace 46 años al reino que ocupa, tras su “Línea Maginot”, territorios de la República Saharaui.
Jerarcas de la Unión Europea se sorprenden por algo ya sabido: sus políticos eran -y son- espiados por el sistema estadunidense-británico- australiano-neozelandés Echelon, el cual los eurodiputados investigaron y condenaron hace 20 años, ¡en 2001! Ni en aquel momento ni en este hicieron mella, aunque ahora abundaron las condenas de Angela Merkel y Emmanuel Macron. ¿Qué pasó con este escándalo?: que las inteligencias de los afectados detectaron el involucramiento principal del Estado de Israel detrás del espionaje y más nada.
Estos ataques contra los periodistas -agravados si son investigadores- renuevan los recuerdos del caso de espionaje a Jamal Khashoggi, asesinado por orden del heredero al trono saudita, Mohammad bin Salmán-exculpado por EEUU, recibido en el G-20-. Pienso que con ciertos mandatarios debe pasar algo similar: algún “apretujoncito por ahí”, para que no desentonen y “sigan haciendo buena letra”. Desde otro ángulo, para potencias que aplican apropiadas estrategias –de dominio- con sus socios, las circunstancias inducen a pensar que de escuchas y confidencias surgen parte de los tratamientos futuros con sus autoridades y que estos implican cursos que les resultan favorables.
Pensando desde Sudamérica, los regímenes de la derecha siempre obedientes a los “diktat” de Washington, como collar de fidelidad a partir de la incorporación a la represión de los 60-70 del siglo pasado -de Estados de supuestas democracias o con dictaduras -todos enarbolando el lema de la “seguridad nacional”- al continuar en los 80-90 sus sistemas electorales y reinstitucionalizador de naciones, antes que nada (de manera más o menos secreta) actualizaron sus herramientas de espionaje; algunos lo lograron, los “estiraron” unos años o adquirieron otros este siglo.
“El Proyecto Pegasus pone al descubierto que el software espía de NSO es el arma preferida de los gobiernos represivos que intentan silenciar a periodistas, atacar activistas y aplastar la disidencia, poniendo en peligro innumerables vidas”: La afirmación -que entiendo dirigida a las derechas y a la que en el caso adhiero- fue hecha por Agnès Callamard, secretaria general de Amnistía Internacional.
Ricardo Carnevali afirma que el sistema apadrinado por los sionistas: “(…) en este caso no se trata de piratas informáticos ni de gobierno de potencias globales, sino de una empresa privada que vende un producto a los gobiernos, cuyos servicios secretos se dotan así de una capacidad de espionaje que, de otro modo, solo estaría al alcance de los estados más ricos y poderosos.”
Utilícese el nombre Pegasus, Echelon, Da Vinci o el de los perseguidos como Vanunu, Assange o Snowden, ninguno ha frenado las prácticas intrusivas y resultan inútiles al pretender que las inteligencias se apliquen sólo en elaborar insumos que desentrañen modelos de eventuales desarrollos de conflictos.
Estas letras no eximen un ápice la responsabilidad del gobierno de la ultraderecha israelí ni sobre ningún futuro engendro similar; tampoco exoneran al público ni exceptúa a periodistas de denunciar. Entonces, pregunto: antes de vendérselo a terceros, ¿Tel Aviv -portavión de EEUU- ensayó espiando a Palestina? Cuando se dedicaron a venderlo, ¿existió una aprobación de Washington o estaba implícita en el visto bueno dado al sistema?
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