En América Latina se vive una dramática situación con la irrupción de la llamada extrema derecha. En varios países se volvieron una fuerza política poderosa; lograron la presidencia en Brasil con Jair Bolsonaro, y aunque no logró ser reelegido, el “bolsonarismo” fue respaldado por aproximadamente la mitad del electorado. Más recientemente, en Argentina Javier Milei conquistó la presidencia, y está llevando a cabo un durísimo ajuste económico y social. Aunque sus medidas ultraconservadoras castigan sobre todo a los sectores populares y medios, de todos modos, sigue contando con un apoyo ciudadano sustantivo.
Es trágico que la extrema derecha gobierno en unos países, que tenga actores de peso en otros, y que en unos y otros casos sea votada por muchos. Pero es todavía más alarmante que en varios sitios eso ocurrió después de gobiernos que se definieron como progresistas o de la nueva izquierda. El caso argentino lo ilustra: el progresismo no logró retener el gobierno, pero tampoco cristalizó exigencias y demandas por más derechos y más democracia que los inmunizará ante esa extrema derecha. Ante esto surge inmediatamente la pregunta sobre cómo se interpreta ese viraje, y en especial, cómo se lo piensa desde el propio progresismo.
Derrota cultural y deseo economicista
Es frecuente que el giro hacia las derechas sea descrito como resultado de una arremetida de los actores conservadores que el progresismo no logró bloquear; o bien como una derrota política o cultural debida a limitaciones propias. En esas explicaciones se esgrimen factores tales como el poder económico de algunos agentes, el papel de los medios de comunicación, las influencias internacionales, las condicionantes económicas, etc.
Considerando el caso de la debacle kirchnerista y el triunfo de Milei, el politólogo y periodista argentino, José Natanson, aborda lo que muchos calificaron como una “derrota cultural” (1). Sus análisis, muy difundidos, merece ser examinado porque deja en claro los modos por los cuales el progresismo convencional (argentino) se interpreta a sí mismo, y a los cambios políticos.
Concibe al progresismo desde una enfática defensa del crecimiento económico como el medio esencial para superar la pobreza, Para asegurar ese propósito es indispensable incrementar las exportaciones, y que en el caso argentino deben ser las de hidrocarburos y minerales. Al analizar la “derrota” del peronismo entiende que los anteriores gobiernos kirchneristas no lograron crecer lo suficiente, no pudieron exportar todo lo que era necesario, y en cambio Milei, aunque de una manera brutal, lo estaría consiguiendo.
Ese encadenamiento de ideas alrededor del crecimiento y las exportaciones, es muy repetido en América Latina. Se asumen las recetas de un capitalismo convencional que hace que nuestros países sean proveedores subordinados de materias primas, lo que obliga a un cierto tipo de gestión política, como ajustarse a los mercados globales o proteger al capital transnacional en sectores como minería o hidrocarburos. En Uruguay, esa posición fue defendida por los anteriores gobiernos del Frente Amplio, con su caso más extremo en la propuesta de megaminería de hierro representada por el proyecto Aratirí, que defendía la administración Mujica (y que contó con el respaldo de los demás partidos, incluidos los que ahora gobiernan).
La explotación intensiva de recursos naturales tiene severos impactos sociales y ambientales, generan resistencias ciudadanas, que los gobiernos combaten ya que ponen en riesgo sus exportaciones, y eso hace que terminen entreverados en debilitar o incumplir los derechos de las personas.
La cuestión a subrayar es que ese modelo, basado en la asociación entre crecimiento económico, exportaciones de materias primas, y extractivismos, en sus rasgos básicos es el mismo que defiende la política conservadora y neoconservadora que ahora asola a nuestros países. Estos lo hacen por otros medios, como ocurre en Argentina con la aprobación del Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI). Esa norma, considera como una gran victoria por Milei, asegura incentivos fiscales, aduaneros y cambiarios para grandes emprendimientos en sectores como agroindustria, minería o hidrocarburos. Algunas de esas medidas son el sueño del CEO de una transnacional, tales como la estabilidad normativa por 30 años, exonerarlos de cumplir exigencias sociales, laborales o ambientales de gobiernos subnacionales o liberalizar los flujos de capital. Es tan extremo que ha sido calificado como una entrega incondicional de los recursos nacionales (2).
Se pueden indicar varias diferencias con la situación uruguaya, pero en su esencia, muchos de esos beneficios, renuncias y subsidios no son muy distintos a los que reciben o se ofrecen a algunos megaproyectos en Uruguay.
La economía política
La defensa del progresismo desde esa economía política, tal como hace Natanson, repite ideas muy comunes que implican un desconocimiento, e incluso una renuncia, de al menos dos intentos de renovación de las izquierdas latinoamericanas. En primer lugar, se olvidan los esfuerzos de hace ya varias décadas atrás, por abandonar esa subordinación como proveedores de bienes primarios, proponiendo, por ejemplo, un desarrollo endógeno o la industrialización propia.
En segundo lugar, se pierden los intentos más recientes por refrescar la izquierda buscando la “radicalización de la democracia”, que incluía desde presupuestos participativos (en serio, y no votaciones para repartir un poco de dinero a nivel municipal) a metas más ambiciosas, como respetar y sumar a los pueblos originarios, proteger la Naturaleza y luchar contra el cambio climático, o asumir los reclamos del feminismo en desmontar el patriarcado.
En cambio, esa mirada progresista es a-histórica; es como si el desarrollo hubiese comenzado en la globalización del comercio de commodities, creyéndose que bastan esas exportaciones para dar un salto en el desarrollo. Se autolimitan al rehuir discutir o explorar reformas sustanciales al capitalismo; abandonaron imaginar alternativas que no fuesen capitalistas; y dieron por perdidos los acuerdos con distintos movimientos sociales.
Esos autoanálisis no logran discernir que esos modos de entender el desarrollo tienen consecuencias políticas y económicas que no pueden evitarse. Desembocan en despreciar las resistencias locales, y como no tienen otra opción que seguir con los extractivismos, terminan enfrentados con comunidades locales, activistas y académicos. Lo hacen de un modo que recortan derechos ciudadanos y debilitan la democracia, y no pueden impedir que se sumen los impactos sociales y ambientales. Su estrategia económica refuerza su dependencia al capital y la globalización, a la vez que inhibe la industrialización propia.
Entre bobos e inteligentes
Distintos intelectuales brindan argumentos y racionalidades para defender esas posturas progresistas. Entre ellos Natanson, quien se destacó en explicar y justificar que los líderes políticos podían prometer algo, pero incumplirlo una vez lograda la victoria electoral (como ocurrió en un caso argentino frente a la minería). No se advierte que esos razonamientos erosionan la legitimidad de la política en sí misma y debilitan los mecanismos democráticos. El reclamo de la renovación de izquierda por una radicalización de la democracia queda por el camino.
Insistiendo en esa postura, en su examen de la derrota ante Milei, Natanson arremete contra la socióloga Maristella Svampa y el abogado Enrique Viale, celebrando que nadie hiciera caso a sus alertas ante aquellos acuerdos petroleros y los impactos del fracking que, entre otros, profundizó la presidencia de Alberto Fernández. Sin embargo, los dos son respetados intelectuales y militantes, que conocen las circunstancias locales de los extractivismos en Argentina, y los denuncian con información seria y verificable. El que nadie les hiciera caso no es algo para celebrar, sino que es parte del problema. Es que, sobre esa erosión de la democracia, y sobre esa sordera ante las advertencias, es que ahora se apoya la gestión de Milei.
Estamos, por lo tanto, ante una economía política que carece de argumentos suficientes para responder los cuestionamientos que desde las comunidades locales y la academia desnudan sus contradicciones y flaquezas. Entonces, solo les queda el llamado al “realismo político”, el rechazo o la burla. Un ejemplo de ello es el uso de la etiqueta de “ambientalismo bobo” para referirse a quienes advertían, pongamos por caso, sobre los impactos de la explotación petrolera (un término fue acuñado por Natanson). Esto no es muy distinto de los señalamientos que en Uruguay se hacen contra las demandas ambientales, como las actuales del intendente Antía quejándose por la protección de los lobos marinos en Maldonado, o las que en gobiernos pasados se lanzaron contra las advertencias sobre la calidad del agua.
Si se aplicara ese razonamiento a escala sudamericana, también serían “bobas” las organizaciones indígenas que resisten el ingreso de las petroleras a sus territorios porque les contaminan sus aguas con crudo, o los discursos del presidente Colombia, Gustavo Petro, contra los combustibles fósiles por alimentar el cambio climático.
En cambio, sería “inteligente” Bolsonaro al intentar liberalizar la explotación en la Amazonia, y Milei no sería ningún “bobo” sino el más realista y efectivo porque impone los extractivismos hasta las últimas consecuencias, como ahora le permite el RIGI. De esos modos, se podría realmente cumplir ese sueño de aumentar todas las exportaciones para así crecer económicamente – o sea, aplicar en serio la receta que Natanson pretende para el progresismo.
En este punto se debe retomar a Svampa y Viale, ya que ellos señalan que “no todo es nuevo en el discurso negacionista de Milei”, debido a que hay ideas que estaban presentes en sectores conservadores, pero también progresistas (3).
Sin duda que intelectuales como Natanson son muy distintos que los animadores de la extrema derecha al estilo Milei (el primero quiere un “ambientalismo inteligente”, el segundo es un negacionista). Pero lo que aquí se pone en evidencia es que en la radicalidad de la extrema derecha hay factores que se prefiguraban en los progresismos, y que fueron blindados con argumentos que ellos brindaron. Milei hoy puede desmontar muchos derechos o burlarse de los ambientalismos, de las feministas, de los derechos, porque había voces y prácticas progresistas que ya lo venían haciendo desde hace mucho tiempo.
Lo dramático en todo esto, y sobre lo cual debe insistirse, es que hay reflexiones dentro de esos progresismos que no se dan cuenta de estas problemáticas. El hecho de referirse a una derrota cultural o política, o lamentar no haber reforzado una economía capitalista de exportación de materias primas, dejando de lado las cuestiones de derechos, democracia, globalización y dependencia, muestra que muchos siguen atrapados en análisis superficiales. Esos modos de pensar, como los de Natanson, impiden que los progresismos se reformulen hacia la izquierda.
Entretanto, Milei y la derecha dogmática, ofrecen una retórica vestida como alternativa, pero que al mismo tiempo vacían de contenido las opciones de cambio. La salida a esta situación es el reconocimiento de aquel entramado, asumir las contradicciones del progresismo, incluyendo las encerradas en sus miradas convencionales sobre la política y el desarrollo. Es reconocer que no hay alternativas en una economía capitalista primarizada y subordinada, que siga descansando en vender carne o lana, soja o celulosa. Por ello, una renovación hacia la izquierda necesariamente debe poner en cuestión las ideas del desarrollo
Notas
1. ¿De qué hablamos cuando hablamos de derrota cultural?, J. Natanson, Le Monde Diplomatique, Buenos Aires, Nro 300, junio 2024.
2. RIGI: La entrega incondicional de los recursos naturales, C. de la Vega, Agencia TSS, Universidad San Martín, 4 junio 2024.
3. Confesiones de invierno, pacto del saqueo y cacería de ambientalistas, M. Svampa y E. Viale, DiarioAr, Buenos Aires, 11 julio 2024.
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