Si aceptamos la definición de Alain Touraine “una sociedad democrática combina la libertad de los individuos y el respeto a las diferencias con la organización racional de la vida colectiva por las técnicas y las leyes de la administración pública y privada”, escuchamos una voz que amplía principios roussonianos al acrecentarlos con trabajos sobre división de poderes, al tiempo que aporta una ponderación sociológica. La consideración sobre ciertas circunstancias se asemeja a la mirada de quien observa con un microscopio y describe los fenómenos que observa con la pretensión de desentrañar alcances.
Al tomar la definición y aplicarla regionalmente, sin tratar de hacer un ejercicio exhaustivo, consideramos que la derecha, sus partidos y la clase que la dirige hacen a un lado los valores que le adjudicaron a las elecciones y las voluntades expresadas mediante votos, aunque los hayan definido y sostenido como el alfa y el omega del sistema construido que implantaron (junto con la alternancia partidaria en los Ejecutivos) como el cimiento inamovible de la democracia. Es así que cuando no alcanzan a impedirlo y sospechan o existen atisbos de cambios en las reglas de juego que impusieron y estas no les resultan favorables, conspiran contra los elegidos, hacen “ruidos de sable”, recurren a los cuarteles o compran conciencias de oficiales dispuestos a aparecer como cómplices de sus mandantes “para salvar la democracia”.
Pasa en diversos sitios, pero a vía de ejemplo tenemos a Chile y Pinochet o más cercanamente a Manuel (Mel) Zelaya que, en Honduras, en 2009, fue destituido y expulsado del país (en pijama) por los militares, conniventes con los poderes Judicial y Legislativo. Mientras en el primer caso existía una declaración expresa de intentar el acceso hacia un futuro socialista (vía electoral), en el segundo sólo se trataba de una intención primaria de reforma; en común, sin embargo, tenían de previo la autorización y el apoyo del imperio. En el caso de Chile, la combinación Nixon-Kissinger -y el gran agente promotor interno del diario El Mercurio– y en el de Honduras, que se dio con la aquiescencia de Obama-Hillary Clinton -el poder que produjo el golpe- sumando la jerarquía de la iglesia católica y los periódicos El Heraldo y La Tribuna. En este caso fueron infructuosos los intentos de “normalización” emprendidos, primero, por el chileno José Miguel Insulza -secretario general de la OEA- y luego por el engreído y narcisista premio Nobel de la Paz (1987) y ex presidente tico Óscar Arias.
Otro caso: tras despojar a Dilma Rousseff y al PT, se preparó a un ex oficial militar -de baja graduación- y oscuro legislador (Jair Bolsonaro) para que fuera presidente de Brasil, encabezando un sector de la oligarquía, diera órdenes a los generales e hiciera apresar -con falsedades- al “enemigo principal” descarrilado políticamente: Lula. Con seguridad la situación brasileña futura se puede ver como algo aún un poco distante, con tiempo para buscar a quien una y reúna para los comicios a las corrientes conservadoras y derrote a los que proponen cambios desde el PT: Lula, que competirá por la presidencia, si antes no lo matan, como me acota un amigo.
Asimismo, el ex presidente de Bolivia, Evo Morales, su vicepresidente, Álvaro García Linera, depuestos por la acción de dirigentes fascistas, el apoyo de Luis Almagro -secretario general de la OEA- y el visto bueno de la administración estadunidense (Donald Trump) han de conocer profundamente las resultantes de las fake news y las formas que tuvo el golpe de Estado que entronizó al régimen de facto.
Hoy, es el caso de Perú, donde parece que hubiese un callejón sin salida entre los votos escrutados -admitidos como válidos por las autoridades electorales y los veedores extranjeros- y la proclamación definitiva de ganador que debiera recaer en Pedro Castillo.
Mientras por una parte la derecha peruana atronó los espacios con dicterios contra Castillo, alineándose -aunque para algunos fuese a disgusto- detrás de Fuerza Popular, aunado a la estrechísima ventaja del ganador, se admitió la posibilidad del lado de la candidata Keiko Fujimori (ex presa y aún procesada; hija del último dictador del país que está cumpliendo una condena de 25 años de privación de libertad) de los cuestionamientos, aduciendo posibilidades de fraude. Keiko fue por tercera vez candidata presidencial y es la segunda oportunidad que pierde un balotaje, entendiéndose que la presente derrota, unida a la baja votación inicial -aunque superior a la de otros candidatos de la derecha- está determinando su “muerte política” y la del “fujimorismo continuista”, sin obtener la posibilidad de sacar de prisión -indulto mediante- al padre, pudiendo acabar con su reingreso a la cárcel.
Los “ruidos de sable” ya se provocaron entre los oficiales que están en retiro y las visitas por los cuarteles de Perú. Ante esto, se destaca la declaración del actual presidente del país, Francisco Sagasti -tercer mandatario del período- pidiendo reprobar los asedios ocurridos contra los domicilios de las autoridades comiciales, pero admitiendo que deben resolver impugnaciones, solicitudes de anular votos y actas de la última vuelta, pese a saberse que dichas denuncias no tienen ninguna validez y sólo sirven para demorar la resolución -de declarar presidente electo a Castillo- conquistar la adhesión de altos oficiales castrenses con mando de tropas y “masajear” al pueblo asegurándole que todo seguirá como está con Keiko.
La autoridad electoral está en el momento único en un país que depende de una declaración. En el caso, la poca diferencia entre candidatos y las sombras de fraude que esgrime la Fujimori, magnifican el hecho, obligando a la ciudadanía y al mundo a estar pendientes. Se sostiene que ahora no “ayudarán” EEUU ni la OEA con Almagro, por lo que al emitir la proclama casi desaparece la autoridad electoral hasta los comicios siguientes: según parece, la presión interna no alcanza para quitar la mayoría de Pedro Castillo.
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