No faltan voces en los últimos años que insisten en la necesidad de que haya más debates públicos porque son un signo de salud democrática y de madurez social. Y quienes lo afirman tienen la razón: sin debate de ideas, pierde toda la sociedad. El grave problema que tenemos nace cuando se llama debate a lo que no lo es, cuando se confunde argumentar con agredir a las personas, cuando se confunde exponer argumentos con hacer un monólogo donde las ideas del otro no me interesan, o cuando se confunde un debate con un campeonato deportivo o con un programa de entretenimiento.
En un auténtico debate de ideas no ganan o pierden personas, sino que todos ganamos, porque ganan los mejores argumentos y las ideas más convincentes. En un auténtico debate de ideas, todos aprendemos, incluso a matizar nuestras posiciones, a reconocer errores, a comprender la complejidad de los temas y nos alejamos de la simplificación que polariza la sociedad. En un auténtico debate de ideas los temas de discusión nunca son la vida personal de quienes debaten. Pero cuando las personas no saben argumentar o no tienen más argumentos por falta de profundidad o de claridad, comienzan a señalar problemas o debilidades personales de sus interlocutores y en lugar de responder al argumento contrario, pierden el debate y perdemos todos.
Lamentablemente los fanáticos de su personaje favorito celebran la agresión como si hubiera anotado un punto a su favor, como si se tratara de un videojuego. Es recurrente escuchar: “¡mirá como lo dejó callado! ¡Lo liquidó!”. Y en realidad el otro no hizo silencio porque perdiera el debate, sino porque alguien más primitivo e irracional le agredió. Con tristeza y decepción uno puede encontrar cada vez más personas públicas en las redes sociales o en debates televisivos, que cuando no les gusta un argumento, agreden a quien solo presentaba discrepancias o ideas propias con todo su derecho a hacerlo. La salida más fácil y más pobre es insultar o incomodar al otro refiriéndose a su vida personal o juzgando su conciencia como si conociéramos su intimidad y sus intenciones.
Aunque no es algo tan nuevo, viene creciendo la normalización de la agresión personal ante la discrepancia. Lo preocupante es que se vuelva tendencia el mal ejemplo político de encasillar a las personas, agredirlas si entendemos que no están de nuestro lado, aunque solo sea por prejuicio. Y tristemente no se escapa de esta práctica ningún partido político. La polarización social sigue ganando mientras se siga confundiendo a las personas con sus ideas, y mientras no podamos mostrar aprecio y respeto por todas las personas, y que con libertad podamos criticar sus ideas, sin que por ello se entienda como ataques a las personas o que tengamos que estar “de un lado o del otro”.
La simplificación de las etiquetas.
Cuando todo se tiene que encasillar en política partidaria no queda mucho espacio para pensar libremente. Generalmente se cuestionará cualquier sospecha de no estar “alineado” con el propio grupo como traición. O se etiqueta o se pretende obligar al otro a definirse en cuestiones donde no se aceptan matices ni análisis críticos. Como si no se pudiera pensar fuera de los casilleros de estar “a favor o en contra”. Cuando nos preguntan: “¿vos estás a favor o en contra?, podríamos responder con otra pregunta: ¿Se puede no estar ni a favor ni en contra, sino discrepar con todos en algo y a su vez estar de acuerdo en otras cosas con ambas partes? A veces ni siquiera se le pregunta, se presume que por pertenecer a determinado grupo o estar vinculado a determinada institución ya sabemos lo que pensará.
Es frecuente ver como se encuadra a las personas en una identidad a la que se le atribuyen ideas que esa persona tal vez no tenga. En lugar de preguntarle al otro que piensa, es más cómodo creer que si sabemos cuál es su partido político, su religión o su filósofo favorito, ya sabemos todo lo que piensa. La realidad de cada ser humano es mucho más misteriosa, sorprendente, diversa y compleja que nuestros esquemas simplificadores y nuestras cómodas etiquetas cargadas de prejuicios. Todos hemos visto entrevistas donde la persona queda encerrada en preguntas cargadas de prejuicio donde ya se presupone lo que va a contestar. Dejarse sorprender sería una sana actitud para acercarse al otro.
Falacias más recurrentes.
Dos falacias muy utilizadas en debates superficiales son la falacia ad hominem y la falacia del hombre de paja, y hasta se recomiendan como estrategias retóricas. ¿En qué consisten? La falacia ad hominem consiste en atacar al interlocutor en lugar de responder al argumento. Generalmente cuando no se tiene argumentos o no se quiere escuchar a la otra parte, o se la quiere desautorizar, simplemente se alude a algo personal para desviar la conversación y debilitar al otro. No es falacia cuando se ataca o se insulta a otro, sino cuando se usa el ataque o insulto como forma de rechazar su argumento. Se ataca así no a los argumentos, sino a quien los expresa, ya sea por su origen, por su partido político, por su creencia religiosa, su situación económica, por su pasado, por su conducta moral, por problemas familiares, etc.
Un ejemplo de esta falacia sería:
- “El Estado debería proteger a los más vulnerables”.
- “Ud. nunca fue pobre, así que mejor no opine de este tema” (Falacia).
La otra falacia más usada es la del hombre de paja, que consiste en atribuir al oponente argumentos que no tiene, con el entusiasmo de que al refutarlos se demuestra la debilidad del argumento contrario. Permanentemente se atribuyen argumentos inexistentes a quienes no piensan de ese modo, solo para refutarles sin dejarles hablar. Lo cierto es que en general argumentan contra ideas inexistentes. La pereza para pensar lleva a discusiones simplistas y superficiales. Un ejemplo sería cuando alguien afirma: “Estoy en contra de la eutanasia porque contradice la ética médica y atenta contra la dignidad humana” y se le contesta con una falacia de hombre de paja: “Es egoísta obligar a la gente a vivir, alargándole la agonía”. Que alguien esté en contra de la eutanasia no significa que obligue a alguien a vivir si no quiere, ni que le alargue la vida. Se presuponen contenidos que no están dichos en el argumento. Se le atribuyen al otro ideas que no tiene, desviando la atención de lo que afirma y llevando la discusión a un argumento ficticio fácil de rebatir.
La incapacidad para el diálogo.
La tendencia cultural al subjetivismo extremo, a vivir encerrado en uno mismo anulando todo lo que confronta mis deseos y preferencias, crea una creciente incapacidad para el encuentro y la valoración de la diferencia, del pluralismo y la diversidad de perspectivas. De la inseguridad y el miedo a la diferencia nacen los fundamentalismos de todos los colores y formas, legitimando así formas de intolerancia y violencia con quienes piensan distinto.
También hay pereza para pensar y se buscan atajos para evadir el esfuerzo que implica un debate que enriquezca a todas las partes. Me ha pasado más de una vez que alguien tiene la necesidad de responderme en redes sociales sin aportar argumentos. Gente muy buena y sincera que me dice: “muy buenos argumentos Miguel, pero discrepo”. Y me quedo sin saber si tiene argumentos que me ayuden a corregirme, a repensar o a argumentar con mayor profundidad lo que pienso. ¿No hay argumentos? ¿Falta de ganas? No lo se. Simplemente te avisan que no están de acuerdo, nada más, que es como no haber dicho nada. En cambio, cuando alguien ha escrito columnas criticando lo que escribo, he aprendido, he revisado, corregido y profundizado en el tema. Siempre aprendemos cuando compartimos nuestras ideas con apertura y profundidad, mejor aún cuando no pensamos igual.
La búsqueda sincera de la verdad.
La capacidad para el diálogo requiere otras habilidades previas, como el respeto y el reconocimiento de los otros, la valoración de la diversidad de ideas, la disposición a aprender y a corregirse a uno mismo, la búsqueda sincera de la verdad y la honestidad intelectual. El verdadero diálogo rompe el círculo de los propios prejuicios y deja entrar la voz de los otros. Dialogar no es solamente oír lo que los otros dicen, sino comprender, repensar, aprender, escuchar con atención y profundidad las razones del otro. Solo a través de un diálogo crítico y honesto, que busca la verdad y el encuentro con los otros, podemos crecer como personas y alcanzar madurez política y democrática. Solo en la valoración y comprensión de lo distinto, en la apertura al dinamismo de las ideas, es que podemos pensar libremente y escuchar realmente a los otros.
El filósofo Eusebi Colomer describe con gran claridad lo que significa el verdadero debate de ideas, el verdadero diálogo fecundo del pensamiento: partir del sincero convencimiento de mi verdad, pero colocándome en el punto de vista del otro para integrar lo que desconozco y fecundar mi verdad con la parte de verdad que hay o puede haber en mi interlocutor.
Para muchos puede ser un signo de debilidad cambiar de ideas, cuando en realidad es lo que sucede cuando crecemos y aprendemos. Escribía un autor antiguo que si lo que has leído no te ha cambiado, es porque no lo has leído. El diálogo con las ideas de quienes leemos no nos deja iguales, nos obliga a pasar por una purificación interna de nuestros prejuicios y supuestos.
El filósofo español Xavier Zubiri escribió en 1952 que lo que falta hoy es voluntad de verdad, de buscar la verdad de las cosas. Parecería que la verdad no importa y cada uno puede inventarse la suya. Pero desde los pensadores de la antigua Grecia experimentamos que el ser humano busca saber, quiere encontrar la verdad de las cosas que le rodean. Es como si la misma realidad nos lanzara a preguntarnos por lo que sean las cosas. Aun sin saber a dónde nos llevará la búsqueda, o si encontraremos algo, la necesidad de saber es inexorable.
La importancia de los acuerdos.
La construcción de una sociedad que trabaje por el bien común requiere de acuerdos y de proyectos a largo plazo. El diálogo es la herramienta fundamental que nos permite avanzar, poniendo los argumentos por encima de los intereses personales.
El diálogo nos hace capaces de descubrir que no coincidimos en todo ni estamos en todo en desacuerdo, nos permite fortalecer lo que nos une y aceptar lo que nos divide, buscando también consensos en decisiones difíciles.
La comunidad política es auténtica cuando existen vínculos reales y solidarios, que, en medio de las diferencias, van más lejos de una superficial tolerancia o de respeto por normas, sino que se realiza en la construcción colectiva de un nosotros que solo se hace posible desde el respeto por la dignidad de todo ser humano y la confianza en las instituciones.
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