El problema más grave al que se enfrentan las democracias actuales cautivadas y sumergidas en el tsunami informativo y el manejo de datos, es algo más profundo y complejo que el impacto de las nuevas tecnologías y del indigerible caudal de información que se produce continuamente. El problema es la desintegración de una cultura común, de una conciencia común de lo real y de mínimos éticos compartidos, todo ello sostenido en un individualismo feroz cada vez menos capaz de comprender la vida junto a otros.
Se ha perdido la fe en los hechos, en la facticidad, porque la información circula desconectada de la realidad y la verdad se puede construir y deconstruir sin un mundo común que compartir. El problema no es que se mienta, porque es algo que siempre existió en la política, sino que no haya distinción entre verdad y mentira. Asistimos a una nueva ceguera ante los hechos, porque la verdad se reduce a la impresión subjetiva de cada uno y se constituye en verdad suprema para cada uno, sin necesidad de confrontarla con la facticidad. El verdadero problema de fondo es que se deja de creer en la verdad, y la realidad queda desconectada de toda la información que circula. El verdadero problema son individuos que no pueden ver a los otros, sino solo a sí mismos encerrados en un subjetivismo ensordecedor que los incapacita para escuchar a los otros. “¿Por qué va a preferir un ciudadano interesarse por el bien común y no por el egoísta, si no valora la dignidad propia ni la ajena?” (Adela Cortina, Etica cosmopolita, 2021).
En uno de sus ensayos el filósofo Byung Chul Han (Infocracia, 2022) analiza el impacto de la digitalización sobre la esfera política y los trastornos que se generan en los procesos democráticos, pero tal vez una de las cuestiones más significativas de su análisis, o que no aparecen tan claras en analistas contemporáneos es el cambio estructural de la esfera pública y el final de la acción comunicativa, debido al encierro narcisista de nuestro tiempo.
Cuando el smartphone se convierte en un “Parlamento móvil con el que se debate en todas partes y a todas horas”, se crean enjambres digitales que publican permanentemente información privada, acelerando la desintegración de la esfera pública: “Produce zombies del consumo y la comunicación, en lugar de ciudadanos capacitados”.
“El factor decisivo para obtener poder no es ahora la posesión de os medios de producción, sino el acceso a la información, que se utiliza para la vigilancia psicopolítica y el control y pronóstico del comportamiento”, en una sociedad que degrada a las personas a la condición de datos y “ganado consumidor” (p. 9).
La crisis de los medios y la cultura del entretenimiento.
Según Han el tsunami de información, la dispersión y la obsesión con entretener, determina la transmisión de los contenidos políticos socavando la racionalidad y la esfera pública. La cultura del libro enfatizaba el discurso con coherencia lógica, por una ordenación coherente y regulada de hechos e ideas. Pero los medios de comunicación electrónicos destruyen el discurso racional reduciendo el contenido a intercambios de gustos de consumidores: “El entretenimiento es el mandamiento supremo al que también se somete la política… en los debates políticos lo que cuenta ahora no son los argumentos, sino la performance… Quien ofrezca le mejor espectáculo ganará las elecciones… Los contenidos políticos tienen cada vez menos importancia”, perdiendo así la política toda su sustancia.
“La esfera pública se desintegra en espacios privados. Como resultado, nuestra tención no se centra en cuestiones relevantes para la sociedad en su conjunto… La información tiene un intervalo de actualidad muy reducido. Carece de estabilidad temporal, porque vive del atractivo de la sorpresa” (p. 33).
La distorsión de la realidad y la polarización.
La distorsión de la realidad que busca deliberadamente influir en la opinión pública manipulando emociones y creencias, es una forma de diseñar un marco de interpretación de lo real muy simple, donde todo se interprete entre dos bandos: nosotros y ellos. No se ve a los otros como adversarios políticos a quienes derrotar, sino como enemigos a quienes destruir, confundiendo ideas con personas, y negando a los que piensan distinto la posibilidad de atender sus argumentos con respeto e interés. No es novedad que la creciente polarización social y política hace que la competencia se exprese en emociones binarias de simpatía – antipatía.
Se apela cada vez más a frases que suenan bien, pero sin contenido, a narrativas emocionalmente atractivas pero que no tienen nada que ver con los hechos.
La crisis de la democracia es una crisis del escuchar.
En un trabajo anterior el filósofo describe la cultura narcisista en la que vivimos (La expulsión de lo distinto, 2019), enferma de igualitarismo y de un hiperindividualismo subjetivista que es incapaz de escuchar la voz de los otros. Asistimos al fin del discurso, porque el discurso es un movimiento de ida y vuelta. Cuando solo importa “mi realidad”, “mi experiencia”, “mi visión” y nada más, el otro desaparece y con él lo fundamental del discurso público.
“La expulsión del otro refuerza la compulsión autopropagandística de adoctrinarse con las propias ideas. Este autoadoctrinamiento produce infoburbujas autistas que dificultan la acción comunicativa”. Y a medida que aumenta la autopropaganda, solo crece la escucha de uno mismo y nada más.
Un problema creciente en nuestros días es la incapacidad para separar mis opiniones de mi identidad y al no poder distinguir a las personas de sus ideas, las personas “se aferran desesperadamente a sus opiniones, porque de lo contrario, su identidad se ve amenazada”. En esta situación Han entiende que cualquier intento de hacer cambiar de opinión a alguien está condenado al fracaso: “No oyen al otro o no lo escuchan… La crisis de la democracia es ante todo una crisis del escuchar”.
Aunque la palabra “empatía” se ha puesto de moda, se la echa en falta, porque el culto al yo nos hace cada vez más sordos a la voz de los demás.
La hegemonía de los datos por encima de la reflexión.
Quienes rinden culto a los datos, el discurso no les parece más que una forma lenta e ineficiente de procesar la información: “Los dataístas creen que el big data y la inteligencia artificial nos permiten tener una visión divina y global que capta con precisión todos los procesos sociales y los optimiza para el bien de todos… La visión dataísta del mundo no incluye al individuo que actúa racionalmente, que pretende hacer una afirmación válida y la defiende con argumentos” (p. 61). Reducen todo a información cuantificable y confunden racionalidad con capacidad de procesar grandes cantidades de información.
“La información es aditiva y comunicativa, la verdad, en cambio, es narrativa y exclusiva. Existen cúmulos de información o basura informativa. La verdad, en cambio, no forma ningún cúmulo, no es frecuente. En muchos sentidos se opone a la información. Elimina la contingencia y la ambivalencia. Elevada a categoría de relato proporciona sentido y orientación. La sociedad de la información, en cambio, está vacía de sentido. Sólo el vacío es transparente. Hoy estamos bien informados, pero desorientados. La información no tiene capacidad orientativa”. (p. 83).
Para Han la crisis de la verdad es una crisis de la sociedad y de la cultura, las cuales se están mercantilizando: “La información o los datos por sí solos no iluminan el mundo” (p. 84).
En todas las culturas las narraciones crean lazos, fundan comunidades y dan sentido para vivir con otros. Sin embargo, hoy, “cuando todo se vuelve azaroso y arbitrario el storytelling se ha convertido en un arma comercial” que transforma la narración en mercancía y propaga la falta de sentido y la desorientación.
Para Han narración e información son fuerzas opuestas (La crisis de la narración, 2023): “El espíritu de la narración se pierde entre las informaciones que convierten a los individuos en consumidores, solitarios y aislado, consagrados a instantes, con el objetivo de incrementar su rendimiento y su productividad. Solo la narración es la que nos eleva y nos une a través de una historia común de experiencias transmisibles que hacen significativo el transcurso del tiempo, aportando un poder transformador a la sociedad; es la única que puede congregarnos alrededor del fuego para darnos sentido”.
La crisis de la memoria individual y colectiva.
Una crisis en la que poco se repara es la ruptura de las tradiciones y la fractura de la memoria individual y colectiva a la que asistimos. Una sociedad que corta y olvida sus raíces pierde sus relatos de sentido, su orientación y significado. La socialización de las nuevas generaciones no las conecta con sus raíces, sino con un caudal de información fugaz y atomizada. No solo hay un desprestigio de la historia, de la tradición y de las raíces culturales, sino que se vive de la novedad y de lo efímero, perdiendo la conexión con una cultura común y por lo tanto con mínimos valores compartidos.
Todos los que han hecho meritorias deconstrucciones, transformaciones y renovaciones de la herencia recibida, conocían muy bien el pasado y sabían sacar de él lo mejor para impulsarse hacia el futuro. Pero cuando se confunde “deconstrucción” con demolición y renuncia al propio suelo, se queda uno flotando en la nada, a merced de cualquier viento y sin orientación. No es casual que el gran drama de nuestro tiempo sea la falta de sentido de la vida y el resurgir de manifestaciones fundamentalistas e identitarias que buscan compensar esa pérdida, que buscan atender esa nostalgia de un tiempo perdido y tal vez desconocido.
Se necesita reflexión, profundidad de análisis del pasado y del presente, y recuperar la memoria para no quedar a la deriva. A su vez, la vida humana solo es posible con otros y para ello es necesario volver a verlos, reencontrarse, escuchar y salir del encierro narcisista para que la política sea de verdad búsqueda del bien común y no un espectáculo frívolo de las miserias humanas. La crisis de la política actual es simplemente un reflejo de la crisis de la cultura occidental que viene hace tiempo olvidando sus raíces y sus valores fundamentales.
Tres respuestas para fortalecer la democracia
La filósofa española Adela Cortina propone trabajar a tres niveles para fortalecer la vida política desde una ética democrática:
1- El compromiso de quienes ingresan en los partidos políticos de proteger las instituciones básicas del Estado de Derecho a toda costa.
2- Una ciudadanía madura y lúcida, con capacidad de discernimiento, con sentido de justicia y de la compasión. La educación es siempre la apuesta más segura a medio y largo plazo, que es el tiempo humano. Pero no sólo la educación formal, sino qla que se practica desde todas las instancias con capacidad de influencia. Y en esto los personajes políticos, tan visibles, tienen una enorme responsabilidad.
3- Amistad cívica y proyecto común. Dado que la legitimidad objetiva no basta para la democracia funcione, es necesario construir credibilidad, generar confianza. La amistad cívica es la de los ciudadanos de un Estado que se saben miembros de una comunidad que comparte un destino común y, por ello, deben cultivar aquellas virtudes cívicas que hacen al bien querido por todos, respetando las legítimas diferencias y los derechos fundamentales.
La comunidad política es auténtica cuando existen vínculos reales y solidarios, que, en medio de las diferencias, van más allá de una superficial tolerancia o de respetar las leyes, porque se realiza como construcción colectiva de un nosotros que solo es posible desde la confianza en las personas y en las instituciones.
*Este artículo es una ampliación de su primera versión publicada anteriormente en Diálogo Político (2022).
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