Un pueblo o una sociedad que no discute o bien es un pueblo ignorante o es un pueblo muy sometido. Según eso algún ingenuo podría pensar que los uruguayos estamos muy bien porque acá hay discusión por todos lados y en todo momento. Pero la situación no es tan brillante. Más bien es lo contrario porque discutimos mal: discutimos para ganar la discusión y no para entender (entendernos) o para llegar a un acuerdo. En otros casos discutimos lo accidental y no acertamos a encarar los asuntos de fondo. Voy a recurrir a dos casos tomados del debate en curso sobre la Rendición de Cuentas.
La Universidad ha elevado una queja y plantea objeciones sobre los recursos presupuestales que en la rendición se le asignan. Manifiestan que es un grave error la restricción de fondos asignados a los programas de investigación científica, algo sumamente importante siempre pero más que nunca en este mundo moderno. La investigación y el desarrollo de las ciencias podría distinguir a este país pequeño y soltarlo de la dependencia extranjera, diferencia que sería imposible configurar en lo económico (PBI insignificante en el contexto mundial) pero posible en lo académico y que, en estos tiempos de pandemia, podría haber significado ahorro en los desembolsos de vacunas, tests, etc.
La discusión parece bien planteada, todo lo que reclaman es razonable y compartible. Pero el tema de fondo, que es la plata que necesita la Universidad, tiene capítulos previos y más sustanciales que, en este caso, se ignoran o se saltean. Capítulo primero del tema y discusión salteada: la Universidad acoge cada año una enorme cantidad de estudiantes nuevos en cada una de las carreras, gran parte de los cuales no pasa de primer año. Eso quiere decir que una parte del presupuesto, considerable suma de dinero, se gasta mal, literalmente al cuete: no produce egresados, no genera acumulación de conocimiento. Hay un criterio tradicional y cuasi sagrado que está mal establecer un examen para el ingreso a la Universidad. No deben ponerse condiciones, se argumenta, sin reparar que ya hay y toda la vida hubo condiciones o limitantes: por ejemplo, no puede ingresar a estudios superiores quien no acredite haber culminado la secundaria.
Otro capítulo previo cuya discusión se saltea es la obstinación en no cobrar matrícula ni nada, tanto a los estudiantes que no pueden pagar como a los que sí pueden. La gratuidad de la Universidad es un dogma que no se discute. Con todo ese dinero que la Universidad malgasta o se niega a recibir por estas dos situaciones se podría mejorar la asignación para investigación científica que se está reclamando. Esta es una discusión básica, antigua y que abarca elementos sustantivos, pero que está prohibida por la corrección política universitaria.
El otro ejemplo al que me voy a referir también ha generado una discusión en la superficie y se ha salteado la de fondo. En la Rendición de Cuentas que está en trámite se han reasignado fondos de Colonización hacia un proyecto de erradicación de los cantegriles (término éste que me resisto a abandonar porque es más nuestro y más apropiado ya que señala un contraste vergonzoso de acá, no genérico: asentamientos irregulares hay en otros países, el cante es dolorosamente nuestro).
En este caso la discusión malograda ha alcanzado ribetes de comedia venezolana. Así como una médica histérica calificó la gestión del Ministerio de Salud Pública como genocidio, otro personaje pintoresco y muy inspirado habló de pobres financiando a pobres.
El Instituto y la correspondiente Ley de Colonización provienen del tiempo del Presidente Tomás Berreta. Podría caber, en consecuencia, por lo menos la sospecha que la situación del campo hubiese cambiado desde aquellos tiempos a la fecha y los problemas también. En tiempos de Berreta -chacarero él de Canelones y ejemplo emblemático de un país sin dinastías- el mayor problema era la estancia cimarrona. Al estanciero de aquella época le resultaba más barato (económicamente más racional) comprar un pedazo más de campo que mejorar el que ya tenía. Para combatir eso la ley de colonización apuntaba a impedir la concentración de la propiedad rural. Entre otras disposiciones la ley estipula que el beneficiario a quien se le otorga un pedazo de campo resultado de esa división debe residir en su parcela. Había que poblar la campaña compuesta de enormes potreros sin gente. Pero en la actualidad eso es un disparate. La gente del campo busca socializarse, huye de la soledad y ahora puede hacerlo: la motito ha transformado la campaña más que ningún programa social. El tipo puede volver a su casa, si no todas las noches por lo menos los fines de semana. El montevideano ni pasó nunca por allí ni quizás oyó hablar de Topador en Artigas, o de Pasano en Treinta y Tres, Arévalo en Cerro Largo o Paso de los Novillos en Tacuarembó. En esos pueblitos u otros más chicos desperdigados en la inmensidad prefiere vivir el peón de campo, el taipero, el alambrador o el que tiene un pedacito de campo, algunas ovejas y una chacrita de maíz. Y tiene razón: allí hay luz de UTE, hay escuela, hay un boliche para jugar a la conga los domingos y una canchita de fobal. Pero el legislador que discute no conoce la vida del campo, sobretodo del campo lejano, y no está dispuesto a revisión alguna de la ley; sigue convencido que su función es buscar argumentos para sostenerla incambiada y que el Instituto de Colonización siga como en los tiempos de Tomás Berreta, con miles de hectáreas en su cartera (60.000) que no ha podido distribuir aún y con cientos de colonos pobres como las ratas porque las condiciones para una explotación rural sustentable ya no son un pedazo de campo y una azada. Sobre esto escribió magistralmente Miguel Arregui la semana pasada en El Observador (Mitos sobre población rural y asentamientos). Los asentamientos de hoy no están formados con los expulsados de la campaña, se forman con los expulsados de las ciudades.
Ninguna de estas dos observaciones ha tomado en cuenta quienes enarbolan vigorosos argumentos contra las dos modificaciones propuestas en la rendición de cuentas. Discuten lo superficial. Ni siquiera eso: no discuten, se oponen. Mantiene la cabeza firmemente calzada en el balde. Casi todos son buenos tipos, pero intelectualmente están presos: hacen daño a los que quieren beneficiar.
Vuelvo a lo de arriba y termino: una cosa es discutir y otra cosa es profesar. Un pueblo que no discute o es muy burro o está muy sometido.
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