La decisión del Reino Unido de divorciarse de la Unión Europea (UE) produce dos cuestiones inmediatas: dio término al dilatado brexit surgido a mediados de 2016 en que mediante un referéndum se decidió la separación de la comunidad europea, habiendo armado previamente una especie de telenovela con innúmeros capítulos. Por otra parte, abrió un tiempo en que -más allá del impacto que su paso signifique -deberá esperarse qué ruta o caminos adoptará en el mundo financiero, migratorio, cultural, de investigación y aún (aunque no aparezca enumerado por los medios de comunicación y los analistas) en el de la defensa común de la que participa, entendiendo que se trata de una potencia nuclear miembro del Consejo Permanente de la ONU.
El primer ministro Boris Johnson -nacido en Nueva York pero educado en la adolescencia en Oxford- puede declarar su victoria no sólo electoral sino la de haber cumplido con un dilatado mandato mayoritario de las urnas, presentándose hoy como quien devolvió -renovado- cierto nacionalismo a la antigua potencia imperial. A partir de enero pasado transcurrirá todo el año sin tutelas de algún tipo, lo que le permitirá -si así conviene a él, a su partido y al reino- operar libremente, sin tutelas ni compromisos con potencias extranjeras: no pertenecerá a la UE -aunque tenga acuerdos con ella-, por lo que no será presionado y menos dirigido por Alemania -fundamentalmente- ni Francia; podrá firmar un TLC con Estados Unidos, pero no estará obligado por un Donald Trump acotado por las aspiraciones de reelegirse y sin posibilidades de lanzar sus comunes bravatas y fanfarronadas ya que estas pudieran torcer las reglas que imponen los ciudadanos de otorgar un segundo mandato al presidente.
Corre en este momento el tiempo -hasta 1º de enero de 2021- en que Reino Unido se considerará como de la UE en tanto se negocian las futuras relaciones comerciales.
La incógnita presente obliga a los actores del momento a estar pendientes del derrotero a seguir de acuerdo con el destino que tome Gran Bretaña: ¿qué posición tendrá acerca de las cuestiones en Medio Oriente?; ¿cómo será su relación en el contencioso occidental con China, y frente a Rusia? ¿Será una aliada sin objeciones de Washington?; ¿qué posición tendrá frente a África y América Latina, olvidadas por hoy de su consideración?; ¿en qué medida influirá políticamente sobre la UE y la OTAN?; ¿será un socio externo confiable o -como apuntó el general De Gaulle- se convertirá en “el caballo de Troya” de Europa?; ¿se refugiará en la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC -junto a Islandia, Noruega, Suiza y Liechtenstein-), intentando liderizarla?; ¿tendrá una sola lengua, procurará ser bífido o como dice Fernando Gómez Herrero en La Vanguardia, jugará como La donna è mobile– o únicamente sopesará las bondades de una relación ventajosa con Estados Unidos? Por este año, ante el silencio que se impone su gran animador -embarcado en la campaña electoral-, lo que haga se adjudicará en la práctica a que cuenta con el visto bueno de él.
Sin embargo, no podemos afirmar a pie juntillas que todos los extremos de nuestras afirmaciones y opiniones acerca de estos enigmas se van a cumplir: debemos -creo- analizar cada cosa y ubicarla en el conjunto. Si nos atenemos a eso, veamos entonces qué sucedió con el proyecto de presupuesto de la UE discutido recientemente en Bruselas. Cuatro pequeños países de la comunidad -Austria, Dinamarca, Holanda y Suecia -cercanos a las visiones euroescépticas, antiunión, pro londinenses- integraron un bloque que desea un presupuesto que, en general, no supere el uno por ciento del PIB de cada nación (el anterior, con Reino Unido, equivalía al 1,16%), oponiéndose al de otras 17 naciones que presentaron uno que equivalía al 1,11%, estando dispuestos -varios de ellos- a bajarlo al 1,07%: este fracaso inicial de la reunión debe inscribirse entre las consecuencias iniciales de la salida británica, del brexit.
Lo que intuyo que no ocurrirá es que Gran Bretaña asuma el papel de intermediario entre la UE y Estados Unidos: ese rol del pasado, cualquiera sea la evaluación que de él se haga -que en principio entiendo que se ve como negativo- debe quedar atrás desde el momento en que se presume que el reino intenta una posición de vanguardia futura en el relacionamiento político, financiero y comercial internacional. La mediación se ve desde Downing Street como un tema nada destacado, que de forma permanente los hace sentir subordinados y dependientes de las pretensiones de la potencia principal.
Por último: qué hacer en una situación internacional donde muchos países de la UE carecen de poder de decisión sobre cuestiones de defensa propia pero integran el conjunto denominado OTAN donde las opiniones están divididas. Hay gobiernos que siguen teniendo a Rusia como enemigo principal y a Estados Unidos como el mayor aliado -que sufraga el 70% del presupuesto de la defensa- mientras otros reciben, con cierto alivio, la propuesta francesa de acercar el grupo a una mejor relación con Moscú. En tanto, desde el punto de vista energético la UE se hace cada vez más dependiente de Rusia. El cuadro se completa con la exigencia estadunidense de que cada país aporte a la defensa conjunta el equivalente al 2%, o más, de su PIB, en tanto ellos atienden frentes que se convierten en militarmente principales, como son China, Norcorea e Irán, que los europeos ven lejanos -geográfica y políticamente- como eventuales agresores.
Es evidente que hoy hay una correlación distinta de fuerzas a las del año de la fundación de la OTAN (1949), más diversa, de raíz fundamentalmente nuclear, donde la salida del Reino Unido afectará un 35% -aproximadamente- el aporte europeo a la defensa común de la Europa comunitaria.
Esta separación, como otras, tiene sus costos para las partes: la diferencia del caso radica que en el presente las consecuencias no son sólo para quienes se divorcian y sus socios-familiares, sino que abarca a muchos allegados a la relación.
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