El próximo noviembre se escogerá presidente en Estados Unidos (EE.UU.) mediante su sistema electoral indirecto que ubica en segundo lugar el voto popular y encarga esa responsabilidad a una mayoría -270 o más- de un Colegio Electoral de 538 integrantes. Estos son designados por los 50 estados -agregándose los representantes de Distrito de Columbia (la capital)- los que mayoritariamente (48) adoptaron el sistema de que el ganador se lleva todos los votos. Las excepciones son Maine y Nebraska, que en conjunto suman 9 electores (menos del 1.7% del Colegio). En 5 casos el voto popular no coincidió con la elección del Colegio, incluyendo 2016.
Trump, sin ser el candidato con más votos de la ciudadanía (fue electo por la mayoría del Colegio Electoral), inició su mandato en 2017 y según encuesta de Gallup tiene un índice de aprobación de su gestión de 45%: será, casi seguro, el candidato republicano. Pese a los escándalos de su vida pasada -sexual y comercial-, con seis ex asesores condenados por diversos cargos, enfrentó un impeachment promovido por demócratas y cierta prensa, del que salió librado en el Senado gracias al control republicano de la misma (53 sobre 100). Así fue el tercer presidente de EE.UU. sometido a un juicio político y el primero en ser candidato tras la absolución.
Con los datos que aportamos y a pesar de ellos se predicen “comicios parejos”, por lo que se supone que Trump puede ser reelecto. Quizá esta introducción no la tienen en cuenta quienes lo apoyan y sólo sea para los lectores que no están ni participan de la elección: corresponde entonces explorar qué ponderan los que votan por él. En un país inclinado a reelegir presidentes (con las excepciones de Ford, Carter y Bush padre), da la impresión que esa tendencia no se alterará ahora, considerando la elección de 2016 que mostró amplias grietas y divisiones en un sistema con dos preeminentes partidos de derecha. El Centro de Investigación Pew en octubre de 2019 sostuvo: «Aunque el estilo de gobierno de Trump ha jugado (un rol) en estas divisiones, ha tenido la ventaja de fortalecer su apoyo dentro de su propio partido», (89% de aprobación entre votantes republicanos, según Gallup). En el pasado, las opiniones son coincidentes al afirmar que “(…) Trump es muy bueno derribando a la gente, denigrando a sus oponentes, encontrando sus debilidades y jugando sin descanso con ellas”.
Entonces, convergen en que los apoyos a la gestión presidencial forman parte principal de quienes ven a conservadores religiosos administrando justicia; magnates que desean un Estado pequeño no interventor acompañados por dueños del capital que observan con gran gozo el recorte fiscal y extremistas conservadores (autodenominados nacionalistas) que festejan las acciones antimigratorias tanto como las políticas exteriores y las comerciales, donde sienten que el mandatario cumple su promesa de “América (léase EE.UU) primero”. Si algo le falta a este cuadro, el voto del Colegio Electoral da posibilidades a la reelección.
Más allá de las especulaciones acerca de una crisis mundial que haría caer los PIB y desataría una gran ola de desempleo, por ahora en EE.UU el paro es de 3,5%, se generaron más de un cuarto millón de puestos de trabajo: la
eventual y circunstancial bonanza se atribuye totalmente (aunque sólo le corresponda una parte) a la actual administración y dos tercios de los estadunidenses ven como buenas el proceso económico futuro (encuesta de diciembre pasado).
Para contrarrestar este clima con aires de triunfalismo, hay que recordar que en los comicios intermedios de 2018 (donde se recurre al voto popular) los republicanos y el presidente perdieron la mayoría de la Cámara de Representantes -que pasó a los demócratas- y aquello contuvo todo el mal sabor de una estrepitosa derrota que se pretendió esconder, minimizar y olvidar.
En el campo del Partido Demócrata las postulaciones aparecen como más competidas y con divisiones internas que -de no tratarse de EE.UU.- serían insalvables. Si nos atenemos a las encuestas que maneja la dirección conservadora demócrata (que en el pasado escogió quedarse con la representante de Wall Street, Hillary Clinton) de entre más de una decena de pretendientes el senador Bernie Sanders, de 78 años, encabeza las preferencias nacionales, apoyado por generaciones de menos de 40: algo así como los postVietnam. Esto resulta avalado por sus dos comportamientos comiciales recientes que vaticinan un triunfo posible en Nevada. Su “socialismo”, bastante más tibio que el de alguna socialdemocracia europea y sumamente diferente al latinoamericano, puede definirse a partir de una propia contestación en el curso de una entrevista: «En términos de socialismo democrático, equiparar lo que sucede en Venezuela con lo que yo creo es extremadamente injusto». «Cualquiera que haga lo que hace Maduro es un tirano despiadado».
En favor del senador hay que decir que eludió hablar sobre Juan Guaidó, autoproclamado presidente legítimo, y tuvo claros conceptos sobre el golpe de Estado así como palabras laudatorias acerca de Evo: «Morales hizo un muy buen trabajo aliviando la pobreza y dando al pueblo indígena de Bolivia una voz que nunca antes había tenido».
Lo de Sanders no pasa de ser una propuesta de redistribuir mejor la riqueza para abatir desigualdades en el país, mayor fiscalidad a las grandes empresas para financiar al Estado en salud y educación. O sea, nada que no aplicaran los gobiernos progresistas pasados de Brasil, con el PT (Lula y Dilma) y de Uruguay, con el FA (Vázquez y Mujica). No queda clara la acción del gobierno para normar el mercado o sobre superar con el laicismo las creencias religiosas conservadoras.
El crecimiento de Sanders genera temores en la dirección partidaria que lo combate abiertamente a través de los medios y busca alguna alternativa para construir una candidatura electoral tradicional y conservadora. En tanto, de socialismo, sólo el decir. Con Sanders las apuestas son a un hipotético “estado de bienestar”.usa
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