El gobierno inaugurado por Joseph Biden abrió expectativas en sectores de antiguos socios obedientes al considerárselo totalmente opuesto a su antecesor. Los últimos actos de Trump -considerados un atropello contra la democracia concebida en EEUU- daban sustento a esta percepción. Se estimaba, incluso -por algunos augures poco precavidos o propensos a facilitar dominios- que ciertas motivaciones de prescindencia de las órdenes de Washington serían dejadas de lado. Las cosas y los temas tomarían internacionalmente otros carriles, es decir, “como eran antes” (y nunca fueron).
Biden representó bien el papel externo de retornos a los Acuerdos de París, a la OMS y derechos humanos de la ONU; a no hacer más críticas mordaces a la OTAN, “amigarse” con Bruselas y, en particular con los dos participantes mayores: Alemania y Francia. En lo concerniente a la política interna de su país adoptó una postura de conciliación de intereses entre las fracciones no distantes de las plutocracias republicanas y demócratas y -en general- reanimar un tanto el abandonado enfrentamiento a la pandemia. En este punto, el gobierno de EEUU -encaminándose a los 600 mil muertos- demuestra su nulo interés por los derechos humanos- sigue sosteniendo culpabilidades chinas.
En el pensamiento del anterior y del actual régimen estadunidense no hay espacio para ideas como las de Diego Fusaro o Giorgio Agamben, las que advierten sobre los más sanos mecanismos -aunque parezcan indeseables- de control antipandémico, con un determinado papel asignado a la salud federal, dentro de condicionantes racionales que faciliten a las autoridades mantener algo de control, necesario, de la crisis que eviten situaciones irreversibles y catastróficas.
En materia estratégica, Biden ha declarado -para intentar tranquilizar a algunos- que siempre recurrirá a los carriles diplomáticos para que sostengan lo que certifica como democrático: nada más que lo hará a partir de centenares de bases militares y de espionaje repartidas por el mundo. Es hora de recordar que en el poco tiempo que hace que está en la Casa Blanca autorizó (en todo caso debe decirse ordenó) bombardeos sobre territorio sirio el 25 de febrero para atacar a las fuerzas milicianas opuestas a la presencia ilegal de tropas que en su momento envió EEUU.
En el ámbito de las igualdades con su antecesor, debemos recordar que Trump, en diciembre de 2017, en algo que pretendió ser norma para su gobierno, aceptada por sus socios europeos, japoneses y periferia afín, lanzó un documento al que llamó Estrategia de Seguridad Nacional, donde dio por algo dejado atrás la Guerra contra el Terrorismo y se abocó a la Competencia Estratégica contra China y Rusia sometido todo a la égida de “America First”. Sebastián Tapia, de la Universidad de Lanús (Argentina) nos recuerda los pilares sobre los que se sustentaba: proteger al pueblo estadounidense; la patria y el estilo de vida estadounidense; promover la prosperidad estadounidense, mantener la paz por la fuerza y aumentar la influencia estadounidense: nada que Biden no haya sostenido como senador o aconsejando a Clinton mandar tropa a Afganistán.
En el poco tiempo de su ejercicio -señalado por algunas corrientes como el del “regreso”- lo ha hecho basándose en lo que caracteriza la política estadunidense confrontativa con quienes pretendan rivalizarlo (así lo creen o dicen que lo hacen) en terrenos comerciales y militares. Sin pretender defender en este último terreno a Vladimir Putin, recordemos que el presupuesto militar ruso ronda los 45 mil millones de dólares mientras el de EEUU los 770 mil millones. En todo caso China, Rusia e Irán son el objeto más visible de los ataques de la administración Biden y -en consecuencia- sus aliados en Latinoamérica (Cuba, Nicaragua, Venezuela) ahora o próximamente esperán parte de la confrontación.
No es nada casual que el veterano presidente haya escogido para dirigir la Secretaría de Estado con la nueva guerra fría –quien desde antes la había anunciado- el superhalcón Antony Blinken, quien en la ONU se refirió a “los malos del otro lado” (de EEUU), Cuba, Nicaragua, Venezuela, Corea del Norte, Siria, Irán, Rusia y China, con lo que, por supuesto, omitió cualquier referencia a países de Oriente Medio que son sus aliados, pero que de ninguna manera se destacan con un buen récord en el campo de los derechos humanos.
Hay quienes al calificar a Blinken afirman que “en algunos aspectos, el nuevo secretario de Estado fue incluso más provocador y belicoso que su antecesor Mike Pompeo, lo cual es mucho decir”. El presidente y su canciller públicamente hablan sobre la falta de respeto a los derechos humanos en Rusia y China, pero andan sobre un terreno fangoso, poco consistente y menos creíble cuando omiten de la consideración a sus aliados mesorientales.
Surge la pregunta ante la descripción anterior de hacia dónde se dirige la política exterior de la administración: por ahora, la única respuesta que se me ocurre es decir que la propuesta de “una nueva normalidad” es una ficción que sólo busca afianzar -cuando no extender- la influencia estadunidense y de la Europa atlántica -con algunos países del este sumados-; en una palabra, para fortalecer y apuntalar su dominio capitalista.
Este señor Biden, procedente del paraíso fiscal de Delaware, votó las rebajas fiscales de Reagan en los 80; fue vicepresidente con el grandilocuente Obama -que no cambió de paradigma hace una década, quedándose a medias por la oposición republicana y de Wall Street y acabó dejando como legado a Trump. Biden llegó a la Casa Blanca como político moderado, casi aburrido, que suele fichar a un alto cargo de Goldman Sachs para abrir boca. “¿Acaso parezco un socialista radical?”, decía mirando a cámara en plena campaña. Y Biden ha sorprendido a su partido, incluida la adormilada ala izquierda, y a todos con unos primeros tiempos tremendos, según lo interpreta Claudi Pérez desde Madrid. El centro neurálgico occidental no descansa en paz.
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