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El arte contra la cultura de la alienación

El arte contra la cultura de la alienación
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“Otra vez las voces se callaron/ todo vuelve a la normalidad/ varias manchas de sangre han quedado/ el alto precio de la seguridad” (Los Estómagos)

Desde el 1 de junio se puede ver en el Teatro Stella Perro muerto en tintorería, un ensayo escénico de María Dodera sobre texto de Angélica Lidell.

María Dodera ha comentado en algunas notas previas al estreno de Perro muerto en tintorería que el espectáculo transita por un cruce entre lo ficcional y lo performático, entre lo representativo y el grito directo, el manifiesto. Y es difícil no interpretar las palabras de Combeferre, luego del prólogo inicial, como un manifiesto. Combeferre escupe a la platea: “ ¡Ustedes firmaron al pie de la letra, sí señor (…) Ustedes dejaron que violen sus derechos civiles. Ustedes dejaron que violen los derechos humanos (…) ustedes vendieron su libertad, su dignidad, vendieron todo a cambio de la Seguridad! ¡La S- E- G- U- R- I- D- A- D!”

Combeferre era el nombre de un personaje de Los miserables, de Víctor Hugo, un personaje que representaba a un filósofo que de alguna manera reproducía el discurso iluminista. El Combeferre de Angélica Lidell también propone un discurso que interpreta los hechos en que está inmerso sin dejar de referirse a filósofos europeos del siglo XVIII. Pero a la vez se nos aparece como una suerte de coreuta que media entre el coro de personajes y la platea. En esa mediación surge el problema de quiénes son en realidad esos “personajes” que venden su libertad “a cambio de seguridad”.

Cuando el espectador entra en la sala principal del Teatro Stella la encuentra “intervenida” por una serie de elementos que dan continuidad a espacio escénico y platea. Por un lado el óvalo del segundo nivel es continuado en la escenografía que representa la “tintorería” unificando los espacios. Por otro lado el escenario invade la platea y se introduce entre las butacas que ocupan los espectadores. De esta forma los diversos elementos de la “tintorería” aparecen desperdigados en el espacio. Entre esos elementos destacan algunos ¿maniquíes? ¿cuerpos?, que cuelgan en varias zonas de la sala. Teniendo en cuenta esta disposición espacial parece claro que Combeferre no habla a los “personajes” de la obra, o al menos no solo a ellos. Nos habla a todas las personas que habitamos ese espacio, más allá del rol que ocupemos.

El arte contra la cultura
Se adjudica al mítico Tespis (que se supone vivió en Atenas hacia el siglo VI AC) introducir a un “actor” que, al dialogar con el coro, pone a andar el mecanismo que permite la acción dramática. Este intérprete particular recibió el nombre de “hipócrita” (el que responde), y así comienza a dar los primeros pasos la tradición teatral occidental. En el prólogo de Perro muerto en tintorería la “actriz” que representa al perro y la propia directora manifiestan: “El teatro es una batalla entre dos mentirosos: el hipócrita y el puto actor. El puto actor puede desprenderse de su máscara. El hipócrita, es decir, el público, no. El público es hipócrita, el público es la cultura. La cultura es hipócrita. Y yo soy el encargado de luchar contra la cultura. El arte debe luchar contra la cultura. Mi rabia, mi rencor, mi malestar deben luchar contra la cultura”.

El propio devenir del término “hipócrita” permite un doble juego de significados en el que por un lado describe un rol específico en el escenario y por otro tiene contenido moral fuera del mismo. Lo más interesante del prólogo (más allá de que nos permite ver a la propia María Dodera desplegando su energía punk) es que plantea una tensión entre “cultura” y “arte”. La cultura aquí aparece como ese sentido común de significados al que estamos sometidos, esa “falsa conciencia” que no nos permite ver el automatismo irracional en el que vivimos. Y el arte es la forma de “desautomatizar” esa experiencia en búsqueda de relámpagos de lucidez que nos permitan dar cuenta de ese sinsentido en el que estamos inmersos.

El miedo es el mensaje
“Perro”, aquí, aparece como sinónimo de un “otro” que es un “nadie” al que tememos. Y por eso lo matamos. Octavio, en la tintorería, mata porque tiene miedo. Lázaro abandona su trabajo como vigilante en un museo porque tiene miedo. Hadejwich, la maestra, abandona su aula porque es acosada (en parte por su pasado) y tiene miedo. Es ese miedo colectivo el que ha generado “la seguridad”. Pero el nuevo orden social ya no castiga “hechos”, sino indicios, posibilidades, deseos. Ese orden “preventivo” en el que viven los personajes, y en el que vivimos nosotros, es un orden que niega al otro, que lo estigmatiza, que lo criminaliza. Y es un miedo que opera todos los días en las sociedades en que vivimos. Se ganan elecciones prometiendo represión y cárceles.

Jesús Eguía Armenteros, en un prólogo a una edición de Perro muerto en tintorería, cuenta que si bien la obra tiene algunos antecedentes, la formulación base que propone Dodera responde a un sector de la obra de Lidell afectado por las consecuencias del atentado del 11 de setiembre de 2001. Escribe Eguía Armenteros: “El 7 de octubre del 2001, George W Bush (…) inaugura una política de «ataque preventivo» con el bombardeo de Afganistán (…). A este le seguirán la invasión de Irak en el 2003, las incursiones de exterminio selectivo en Gaza y Líbano por parte del gobierno israelí y el ultimátum de la ONU, por iniciativa norteamericana, a los gobiernos de Irán y Corea del Norte bajo represalia de ataque preventivo. A su vez, esto ha llevado a que, en los países occidentales, las políticas de seguridad lleguen a extremos insólitos amparadas en un posible ataque terrorista. El individuo es aleccionado a vivir en alerta máxima, como se le recuerda una y otra vez con las medidas de seguridad adoptadas en aeropuertos, estaciones de trenes, metros, eventos de todo tipo … y que a su vez son fomentadas por medios de comunicación ávidos de titulares alarmantes”.
La sociedad generada luego del llamado 11S en realidad exacerba una situación que tiene antecedentes. Una sensación de amenaza generada por la presencia de un “otro”, que en realidad es quien muere y sufre la “inseguridad”. Como dice Combeferre: “Éramos las víctimas. Vivíamos amenazados. Pero eran ellos los que morían”.

Cuerpos sin magia
Parece claro, repetimos, que Perro muerto en tintorería, más allá del aspecto “representacional” es una denuncia bastante directa a la sociedad del miedo y del control en que vivimos. En ese sentido la obra puede conectarse con otros trabajos de Dodera, como Slaughter (escrita por Sergio Blanco) o Shanghai (de Gabriel Peveroni). Pero hay otro elemento de este espectáculo que nos interesa destacar y que puede vincularse con El gimnasio, aquella obra con la que Dodera, también junto a Peveroni, homenajeó a su maestro Alberto Restuccia. En El gimnasio veíamos la escisión entre la producción mágica y la producción automática del hombre. La producción mágica al decir de Antonin Artaud, los 50 poemas representados por Teatro Uno, eran aplastados por la producción automática, por esa materialidad corporal bruta simbolizada por el gimnasio que se construyó sobre las ruinas de la Casa del Teatro. Esa escisión entre el cuerpo animal, que come, caga, coge y ronca, y la humanidad que produce un orden simbólico sobre esa animalidad, también se explicita en Perro muerto en tintorería. “Un cuerpo no es estrictamente lo mismo que un hombre -aclara Combeferre- Ser cuerpo y ser hombre son dos cosas distintas”.
Esos cuerpos incapaces de sufrir por amor además, nos dice Soledad: “Te pegarán un tiro por ver películas de Pasolini, de Godard, de Fassbinder, de Bresson, de Antonioni, de Bergman, de Guédiguian, de Cassavetes, de Kieslowsky, de Won Karwai. Te pegarán un tiro y bostezarán mientras les hablas de un sueño”. La salvedad, quizá, es que en Perro muerto en tintorería el dolor del cuerpo puede llegar a redimir a los personajes. Es desde ese dolor en el cuerpo que se intuye algo más allá, pero ese momento también será el fin del filósofo-coreuta.

La sociedad de la alienación extrema
Es imposible no pensar en Perro muerto en tintorería como un espectáculo que habla de la alienación extrema de las sociedades occidentales contemporáneas. Nuevamente será el coreuta Combeferre el que nos aporta una clave en este sentido: “La existencia humana tiene un valor industrial. Buscan su fuerza, utilidad, docilidad… Buscan eso en un cuerpo que no es más que asiento de necesidades y deseos. Ustedes son seres económicos. Juguetes políticos. Cuerpos dóciles (…) Eres sobre todo tiempo útil”. Es claro que ese orden simbólico que antes apareció con el nombre de “cultura” y que es producto de la actividad humana, termina volviéndose en contra de la humanidad que lo genera. Ese ser humano que logró trascender su animalidad generando una “producción mágica” termina produciendo un orden social que en vez de estar al servicio del desarrollo de sus posibilidades lo somete en función de determinadas necesidades productivas. Una sociedad que convierte al individuo en un mecanismo sometido a un orden social que limita sus posibilidades “humanas” y lo vuelve solo un cuerpo que se reproduce y se remite a sus funciones “automáticas”..

Pero el arte relampaguea y nos permite ver las ataduras, al menos ese es el sentido que podemos dar a esta obra de Angélica Lidell, quien por primera vez es representada en Montevideo. El espectáculo rompe la dinámica escenario-platea, como decíamos antes, y nos vuelve partícipes del discurso. Si bien hay momentos de “representación”, estos parecen ser un anclaje para que desde el escenario se nos señale directamente a los espectadores y se nos interpele. Quien pivotea entre la “representación” y la platea justamente es Combeferre, quien aporta algunas claves para entender ese “marco cultural” que mantiene alienados a los personajes. Anthony Alan es quien interpreta a ese personaje ambiguo que propone una actuación que escapa al tono más expresionista con que trabaja el resto del elenco. Porque lo que predomina es un tono exasperado, que transpira una angustia con la que conviven los personajes, aunque no logran calibrarla. Aquí no hay psicología, solo cuerpos que intuyen la cárcel que los oprime sin que puedan dejar de trabajar para fortalecerla.

Como ya es costumbre, Dodera ofrece una reflexión escénica sobre las sociedades contemporáneas. La reflexión puede parecer pesimista, pero en realidad ahí está el “arte” que resiste y se niega a dejarse controlar por la “cultura”. El propio espectáculo es un ejemplo de esa lucha que no deberían dejar de experimentar. Perro muerto en tintorería va solo por junio, no se la pierdan.

Perro muerto en tintorería, de Angélica Lidell. Dirección: María Dodera. Elenco: Leonor Chavarría, Sebastián Silvera, Daniel Plada, Anthony Alan, Daiana Torena, Patricia Fry. Música: Federico Deutsch y Sylvia Meyer. Diseño de escenografía: Sebastián Silvera. Diseño de luces: Nicolás Amorín. Diseño de vestuario: Florencia Rivas. Coreografía: Daniella Pássaro. Fotografía: Alejandro Persichetti.

Funciones: viernes y sábados a las 21:00, domingos a las 19:00. Teatro Stella.

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Leonardo Flamia Periodista, ejerce la crítica teatral en el semanario Voces y la docencia en educación media. Cursa Economía y Filosofía en la UDELAR y Matemáticas en el IPA. Ha realizado cursos y talleres de crítica cinematográfica y teatral con Manuel Martínez Carril, Miguel Lagorio, Guillermo Zapiola, Javier Porta Fouz y Jorge Dubatti. También ha participado en seminarios y conferencias sobre teatro, música y artes visuales coordinados por gente como Hans-Thies Lehmann, Coriún Aharonián, Gabriel Peluffo, Luis Ferreira y Lucía Pittaluga. Entre 1998 y 2005 forma parte del colectivo que gestiona la radio comunitaria Alternativa FM y es colaborador del suplemento Puro Rock del diario La República y de la revista Bonus Track. Entre 2006 y 2010 se desempeña como editor de la revista Guía del Ocio. Desde el 2010 hasta la actualidad es colaborador del semanario Voces. En 2016 y 2017 ha dado participado dando charlas sobre crítica teatral y dramaturgia uruguaya contemporánea en la Especialización en Historia del Arte y Patrimonio realizado en el Instituto Universitario CLAEH.