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El balcón triste de la calle Agraciada

El balcón triste de la calle Agraciada
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Viéndolo hogaño, difícil es creer que conoció una luminosa temporada de alegría, amor y esperanza.

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La muchachita tenía una personalidad que, en su época, le impedía llevar una vida social igual a la del resto de sus coetáneas. Empero, sus amantísimos padres, en vez de recluirla, tal cual era costumbre hacer con las niñas como ella, le acondicionaron el balcón de su casa para que, al menos, pudiera asomarse al ancho y ajeno mundo exterior.

Desde entonces, permanecía gran parte del día en su mirador, imaginándose historias cuyos personajes eran los desprevenidos viandantes que pasaban por la amplia vía que transcurría unos metros más abajo.

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No podría afirmar cuándo fue que se dio cuenta. Lo que sí sabía muy bien era que, en algún momento, empezó a esperarlo. Desde entonces, todas las tardes, a la misma hora, parada en su acristalada miranda, fija la vista en el sitio por el que aparecería él, aguardaba. Al rato, lo veía subir la cuesta desde el lado de Arroyo Seco, acercarse y pasar por la vereda, tan próximo y tan lejano.

Hasta que, en un mágico momento, sus miradas se cruzaron. Fue como si le hubiera lanzado una escala por la que su Romeo subió hasta ella (en su extraviada mente, claro está).

Por un lapso inconmensurable (el tiempo de los enamorados no se puede medir con relojes ni calendarios), junto a su príncipe azul, se sintió una de las princesas de los cuentos que solía leerle su mamá. Durante ese período, su pequeño espacio se transformó en una cápsula de felicidad que parecía levitar a la vera de la calle Agraciada.

Empero, un día aciago, él dejó de pasar por allí. Sostienen los memoriosos que, a partir de entonces, lo esperó en vano. Y que, al igual que la luz interior que su amor le había encendido en el corazón haciendo que toda ella brillara, el balcón empezó a languidecer hasta marchitarse por completo.

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De todo aquello, ya no quedan más que las cenicientas huellas del recuerdo que se desvanece.

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