Treinta y cinco años de vuelta a la democracia son muchos años para un país, sin embargo, varios problemas que nacieron o se profundizaron durante la dictadura siguen sin solución, escarbando en el alma de los uruguayos.
Pero mejor empezar por casa. ¿Somos todos inocentes respecto a la violación de los Derechos Humanos desde que se disparó el primer tiro, dando comienzo a la violencia política en nuestro país? Hemos denostado, sin profundizar, en el concepto de la “teoría de los dos demonios”. ¿Cuántos han leído y recuerdan las palabras del Che dirigidas a la Tricontinental, en 1966?: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”. Gran dilema para separar moralmente a quienes se enfrentaron, armas en mano, durante la década del sesenta y los primeros años del setenta: El MLN (Tupamaros), con la Policía, y, a partir de 1971, también con las Fuerzas Armadas. ¿Peleó la guerrilla tupamara con un clavel en el caño de sus armas, o asumió las palabras del Che? ¿Desapareció el odio de aquel momento dramático, protagonizado, fundamentalmente, por jóvenes de la clase media uruguaya, o, por el contrario, es un factor que está presente y que ha impedido que el país se reencuentre para zurcir las heridas? ¿Ha asumido, el MLN, o sus dirigentes más reconocidos, su parte de responsabilidad al haberse levantado en armas frente a una democracia que implicaba, por ejemplo, libertad de prensa, libertad de asociación para formar partidos políticos, tener representación parlamentaria, y, eventualmente, gobernar el país?
Un acto de ese tipo requiere ciertas formalidades, expresarlo claramente en forma pública, por ejemplo; incluso, eventualmente, disculparse ante la ciudadanía por los perjuicios que la lucha armada pudo haber provocado.
En el otro extremo de la misma sociedad, un joven, por hache o por be decide seguir la carrera militar. Sin juzgar la vocación de cualquier joven, este tema pendiente va a afectar su futuro, se sentirá presionado por una deuda que no contrajo, y lejos de sentirse cómodo en la sociedad a la que se propuso proteger, se frustrará, porque una parte importante de esa sociedad le mostrará los dientes.
¿Hay forma de relevar y cuantificar la cantidad de personas involucradas en la violación de los derechos de los prisioneros? Imposible. La protección de los derechos de los prisioneros está señalada en la Constitución de la República, y, sin embargo, la violación fue generalizada, no se limitó al grupo de militares denunciados. Las Fuerzas Armadas sabían lo que la fuerza a la que pertenecían estaba haciendo. Todos los integrantes tienen una parte de la verdad. Y este pacto de silencio no sólo perjudica la tranquilidad del país sino, también, el prestigio de las Fuerzas Armadas. Afecta, directamente, a quienes consideran que su profesión es respetable, es necesaria para el país, y no tienen como evitar ese estigma que los hechos le han cargado sobre los hombros.
Según el informe final, emitido en 2003, por la Comisión para la Paz, la cantidad de detenidos desaparecidos en la Argentina fue de 182, en Chile figuran 8 desaparecidos, 2 en Paraguay, 1 en Brasil, 1 en Colombia y 1 en Brasil. Hay un total de 195 desaparecidos en el exterior frente a 32 denunciados como desaparecidos en Uruguay. En esta relación de denuncias se puede deducir, fácilmente, que la verdad y la justicia, que los familiares y las organizaciones que han apoyado la tarea de los familiares, reclaman no será posible más que como memoria de un doloroso drama, en primerísimo lugar de los familiares y de los propios desaparecidos.
La toma de posición partidaria ante este tema se ha visto reforzada con la aparición de Cabildo Abierto, y las manifestaciones del ahora senador Manini Ríos. No es un juicio de valor, es la triste constatación de que este drama irresuelto se perpetuará como parte del posicionamiento político, ensanchando la grieta entre los uruguayos.
Ya no se trata de un tema entre tupas y milicos, es la sociedad uruguaya que está siendo obligada a comprender a unos y a otros, y, lo peor, ha pasado a formar parte del perfil de los partidos políticos. Cada vez se ven más jóvenes los 20 de mayo. Esta generación no tuvo una vivencia directa con aquellos hechos, y, sin embargo, se ponen del lado del débil, y no de quienes tienen en sus manos la posibilidad de averiguar, y de entregar a los familiares los restos de sus seres queridos.
Si las Fuerzas Armadas quieren, pueden. Los restos que aparecieron, hasta este momento, estaban en dependencias militares, por lo tanto, los hace pasibles, a todos, a los de antes y a los de ahora, de no ponerse del lado de la responsabilidad que deben sentir como propia. No se trata de abrir el portón para que entren a los cuarteles los equipos de antropólogos a hacer su trabajo, eso lo tienen que hacer sí o sí. Se trata de saber cuál es la voluntad de las Fuerzas Armadas, si es la de compartir con sus compatriotas todas las vicisitudes, o sólo las profesionales; con una parte de la población o con toda.
Esto hay que resolverlo, o llegar hasta el límite de todos los esfuerzos creíbles. Las Fuerzas Armadas tienen una deuda importante con el país. No se trata de dejar bien parado al Uruguay en las misiones de paz, ni de dar un servicio a la población ante una catástrofe natural, porque para eso las FFAA están preparadas y cuentan con los medios para hacerlo. Se trata de algo más profundo, inmaterial pero valioso. Se trata de aquello que Jorge Batlle llamó “el estado de alma”. De eso depende el respeto y hasta el aprecio que estas Fuerzas Armadas de hoy puedan ganarse ante sus compatriotas.
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