1984 había llegado y parecían correr tiempos promisorios. La larga lucha popular prometía una buena cosecha. Los hechos políticos se sucedían a diario. Y para un aspirante a periodista, esta especie de vorágine in crescendo, era un maná sublime, el descubrimiento del movimiento continuo, capaz de llenar su vida.
La dictadura había hecho botín con muchas de las experiencias que sustrajo a quienes atravesamos nuestra adolescencia en ese período. Pero aquel espejismo de creer tener todo nuevamente al alcance de las manos, nos devolvía la sensación de omnipotencia y casi infalibilidad, propia a los veinticinco abriles, de quienes creen poder llevarse el mundo por delante y transformarlo.
Aquella ilusión había sufrido algún mordisco y hasta pareció a punto de desflecarse, al comenzar a atisbar, casi de golpe y sin preámbulos, que no todos aquellos, con quienes contábamos para nuestra segura marcha, estarían finalmente con nosotros.
Y entre todos aquellos que nos decepcionaban, destacaba sobremanera una figura, cuyo nombre habíamos escuchado por primera vez, en voz baja y con un sigilo siempre precedido de miradas en circulo, preventivas de oídos sospechosos. De quien sabíamos ya era el emblema de la dignidad y la resistencia. Esa figura que el imaginario popular se había encargado de agigantar durante los años negros, y por quien mantuviésemos más de una vigilia en los días previos a su liberación.
La fortuna determinó que el semanario donde volcábamos nuestro empeño, nos pactase una entrevista con aquel monstruo, por aquellos días venido a menos ante mi ojos, en donde confrontar nuestro incipiente oficio periodístico, con aquella mole de sensatez, sabiduría, paciencia y exultante ternura. Con nuestras espadas afilada nos disponíamos, los designados, mi compañero y yo, a enfrentar a aquel hábil esgrimista.
La cosa no parecía difícil. Después de todo, el Pacto del Club Naval, que ni las mejores sales digestivas permitían a mis tripas, su correcta asimilación, sería una piedra en su bota militar que lo haría cojear durante nuestra lid. De modo que la preparación del reportaje no resultó extenuante. Lo peor parecía ser el madrugón, dado que la entrevista estaba fijada a tempranas horas de la mañana. EI General tenía eso, era tempranero.
Quiso nuestra inveterada costumbre de preferir las noches para llevar a cabo nuestra tarea, que la mañana aquella, uno de nosotros se durmiese, y llegásemos cuarenta y cinco minutos tarde al encuentro, lo que hoy puedo intuir, en la marcial mentalidad del general, resultaba una afrenta ominosa.
De todos modos, su natural bonhomía y su afecto por la juventud, lograron que obviase los rezongos pertinentes. Sólo algún comentario socarrón se escapó de sus labios en los diálogos previos a la entrevista. Pero rápidamete, en su aguda mente pasó, revista a su arsenal, e incluyó aquel parque. Y apenas constató el tenor de nuestro ataque, nos desarticuló con una estocada que mi memoria reproduce así:
Se habla mucho de la Revolución. Ahora, en el caso de ustedes, creo que deberían afiliarse a una que se hiciera de tarde. No sea cosa que cuando lleguen ya se haya terminado.
Dicho lo cual, siguió una paternal lección sobre las ventajas de la puntualidad.
No pudimos más que admitir el “touche” que nos había infligido. Pero como todo un caballero, no volvió a arremeter con aquella arma tan letal, y el reportaje terminó siendo una valiosa pieza para conocer todos los razonamientos que lo habían guiado en aquella dirección.
Confieso que no me convenció. Sus argumentos no me resultaron suficientes. Creí en cambio en su convencimiento de lo que afirmaba. También pensé, como me sucedería otras veces en el futuro: en el fondo, primero es un milico-profesión desprestigiada por aquel entonces, si las había, merced a los servicios de muchos de sus antiguos camaradas.
Creo, aunque esto sea muy subjetivo, que estuvo sobrevolando o subyacente -parafraseándole- de nuestra parte en aquella charla, aquel sentimiento antimilitarista.
Recibí allí, quizás no la primera, pero sí una de las más profundas lecciones de mi vida sobre el significado de la tolerancia. Un uppercut sin estridencias a los prejuicios. El General, pausada y consecuentemente, fiel a su estilo, se encargó de demostrar que detrás de un uniforme también pueden albergarse los más nobles sentimientos.
Me llevó años descubrir que más allá de las discrepancias ocasionales de los puntos de vista encontrados, compartíamos un horizonte, Él en su grandeza, y yo, como el perro cimarrón que había ocupado aquel espacio, ante la obligada ausencia de muchos de los mejores.
Y sé hoy, que el valor agregado que hacía tan especial al General, su piedra filosofal, su perenne legado, era su inmensa honestidad intelectual.
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