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El Leviatán del siglo XXI Por Hoenir Sarthou

El Leviatán del siglo XXI Por Hoenir Sarthou
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Las polémicas sobre la reciente ley de medios de comunicación radioeléctrica han derivado inevitablemente hacia el veto presidencial del artículo 72 y hacia los avatares político-parlamentario-electorales a los que dará lugar.
Sin embargo, el debate sobre la comunicación pública –ya no sólo sobre los medios de comunicación- no está bien planteado en los términos en que lo coloca la ley.
Por un lado, que se mantenga el criterio tradicional para la asignación de frecuencias es problemático. La adjudicación por el Poder Ejecutivo a personas o empresas privadas, por plazos de quince años, renovables por sucesivos períodos de quince años, no ofrece garantías de ningún tipo. Se asemeja más a un regalo prebendario otorgado a grupos económicos o familiares que a una política de comunicación socialmente concebida.
Garantizar un uso equitativo, democrático y socialmente útil de las limitadas frecuencias radioeléctricas del país no es asunto fácil. Pero el mecanismo existente, que la ley reproduce y profundiza, habilitando incluso mayor concentración de las frecuencias, no hace otra cosa que consolidar el poder, las ganancias y la influencia política de grupos familiares y empresariales que todos conocemos.
Por hay otro problema aun más profundo. Y es que la ley aprobada renuncia expresamente a considerar y a regular la comunicación por Internet.
El volumen de información que circula por Internet es cada vez mayor. Hasta los noticieros de TV –que continúan siendo muy influyentes- llegan a mucha gente a través de las redes sociales y de los motores de búsqueda. Google, Youtube, Whatsapp, Instagram, Tik Tok, Facebook, “X”, etc., son una presencia ineludible para gran parte de la población, las vías por las que las personas se comunican entre sí y toman contacto con el mundo que las rodea.
Por añadidura, como son interactivas, el usuario se convierte también en emisor, creando otra dimensión comunicativa que la nueva ley uruguaya ignora.
En todos los países del mundo se regulan y controlan, a través de leyes, de autoridades, de inspectores y de jueces, las actividades socialmente importantes. Por eso, al menos en teoría, se regulan y se controlan la calidad del agua y de los productos alimentarios, el tránsito, el ruido, la emisión de gases y de contaminantes. Por la misma razón se regulan y controlan los medios radioeléctricos de comunicación. Porque usan frecuencias públicas y a través de ellos es posible engañar, dañar y manipular a la población.
¿Acaso Internet no se ha convertido en un factor determinante de la vida social? ¿A través de ella no se puede mentir, calumniar, captar y vender información privada, censurar, manipular y dañar gravemente la vida, la salud, la economía, la reputación y el conocimiento de la realidad de millones de personas? Sin embargo, ¿quién la regula?
La respuesta usual es “Nadie”. Algunos agregarán algo así: “Es una red de redes que llega a todas partes y que nadie puede controlar”. En suma, para el saber común, Internet es casi como Dios. Está en todas partes, nadie puede verla, y nadie puede controlarla ni saber lo que hará.
Sin embargo, todo eso es mentira.
Internet no es un fluido intangible que llega por el éter y desemboca en tu celular, tu computadora o tu televisor. No. Llega a través de un montón de cables submarinos que cruzan los océanos, atraviesan los mares territoriales, trepan por las costas de los distintos países y se conectan con los tendidos de cables locales (en Uruguay, los de Antel). Esos cables submarinos son tendidos por empresas que necesitan instalar muy sólidos y tangibles centros de datos (muchas hectáreas de aparatos y sistemas de refrigeración) en territorios de Estados en los que operan, como es el caso de Google en Uruguay.
Las empresas que administran y venden servicios de internet no son etéreas e inalcanzables. Necesitan operar y colocar instalaciones en los mares y territorios de los Estados. Eso significa que son mucho más vulnerables, regulables y controlables de lo que ellas quieren hacernos creer. La prueba es que hay Estados en los que a ciertas empresas no se les permite operar. Y no operan.
Internet nos ha dado cosas asombrosas. La posibilidad de comunicarnos, de enterarnos de hechos que pasan a miles de kilómetros, el acceso a conocimientos e información casi ilimitados, el goce gratuito e inmediato de libros, películas, deportes, ideas, obras de arte, etc. Y, sobre todo, la posibilidad de sumar mensajes y contenidos propios a ese mar de información que baña al mundo. Es decir que toda la Humanidad tiene la chance de ser emisora de noticias y no sólo receptora.
El problema es que dependemos de las empresas que administran las redes sociales y los motores de búsqueda. Y que, cada día más, no sólo nos imponen desde sus portales ciertos contenidos (publicidad, chismes, meteoritos, epidemias y desastres climáticos) sino que censuran, filtran y eliminan todo aquello que contradiga sus “normas comunitarias”, normas que pueden entenderse como las noticias y contenidos ideológicos que los capitales que controlan a la empresa quieren difundir.
Tenemos entonces una inmensa red de comunicación manejada por intereses privados que pueden mentir, manipular, y censurar cualquier contenido que contradiga su versión de la realidad. Una censura que no nos imponen los gobiernos sino empresas privadas a las que nadie controla.
No falta quien diga que esas empresas “Están en su derecho”, porque “Vos firmaste un contrato y aceptaste sus pautas, así que nada se puede hacer”.
Eso también es erróneo. Por la importancia y los efectos sociales de su actividad –no olvidemos que, entre otras cosas, captan y pueden vender información privada de sus usuarios- no deben regirse sólo por contratos unilateralmente redactados. Por otro lado, el hecho de que necesiten operar en territorios nacionales y con recursos públicos (como las redes de ANTEL) no sólo posibilita, sino que justifica que se las someta a controles legales.
Durante siglos, nuestras libertades de información y de expresión estuvieron amenazadas por el poder político. Pero ahora ha surgido un nuevo Leviatán, que administra, controla, censura y almacena la información que recibimos, la que transmitimos, e incluso los datos e intercambios íntimos que no sabemos que compartimos.
Ninguna regulación de la comunicación pública será eficaz si no se atreve con ese Leviatán privado del Siglo XXI.

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