Durante no pocas generaciones los orientales nos creímos una excepción feliz en un continente pobre y atormentado. De ese pedestal nos tuvimos que bajar –no sin protestas y autoengaños- cuando empezó la ola continental de movimientos guerrilleros y la elaboración conceptual de justificativos para la lucha armada. No había en este suelo condiciones para que germinara esa semilla pero… allá fuimos con nuestros tupamaros: a falta de Sierra Maestra mistificamos Bella Unión (después de todo los cañeros eran parecidos).
Contra la ola guerrillera vino la ola de los gobiernos militares y a la par de nuestros vecinos de la región tuvimos también nosotros nuestros gobernantes de uniforme. Cesaron los regímenes castrenses, unos tras otros, retornando elecciones y democracias, y acá también. Ya más cerca en el tiempo, sobrevino la ola de los gobiernos autodenominados progresistas: Kirchner en Argentina, Correa en Ecuador, Lugo en Paraguay, Lula y el P.T. en Brasil y acá el Frente Amplio con Vázquez y Mujica. Actualmente está en curso la ola de la retirada de ese tipo de gobiernos y figuras.
Me parece de provecho desplegar una reflexión sobre esta ola, la última, la del cuarto menguante de los progresismos. En particular me interesa analizar cómo bajan los que pierden, cómo es el talante de las respectivas retiradas.
Cada uno de los países comprendidos tiene sus tiempos: unos están más adelantados, otros más atrasados, pero hay características comunes. Una de ellas es atribuir el propio declinar a factores externos. Esos factores causantes son: una conjura del imperialismo, impulsada por el gran capital, orquestada por los grandes medios de comunicación, con la colaboración de jueces venales. En ninguno de los relatos existe mención, siquiera fugaz, a la posibilidad de error propio. Es decir, los que vienen cuesta abajo o ya en proceso final de despeñamiento sienten la furia y la perplejidad de quien siempre estuvo absolutamente convencido de la superioridad política y ética de su causa y no encuentran explicación para lo que le pasa.
Se agrega, como consecuencia lógica a este sentimiento pensar que lo que impulsa a quienes critican o se oponen sea la mala fe, el odio de clases, la procura de recuperar privilegios o cualquier otro motivo subalterno; nunca la idea de que una parte de la población pueda legítimamente tener otros ideales y proyectos políticos.
Es otro rasgo común del ocaso de los procesos regionales el mal olor que los envuelve. En todos los casos ha habido y hay denuncias de corrupción por montos escandalosos, involucrando a figuras destacadas y apellidos importantes. Este aspecto ha sido objeto de abundantes y exhaustivos análisis, razón por la cual no me ocuparé directamente de él.
Me interesa sí referirme a un tercer rasgo común de todos estos procesos. Existe en ellos una idea de que el verdadero progreso de las sociedades humanas es unívoco, tiene un solo camino, que es el que conduce al socialismo, meta obligada. Esa idea de un solo camino de desarrollo humano y social -que históricamente derivó, por pura lógica, en sistemas políticos de un solo partido, un solo diario, una sola verdad, un solo lider- es la que alimenta la sensación de descarrilamiento fatal de la sociedad que aqueja a los dirigentes y militantes frentistas, lulistas y cristinistas.
En nuestro país actúan tres grandes partidos políticos; el único de ellos que no ha conocido derrota, que no ha bajado del gobierno, es el Frente Amplio. Un partido político que vive y funciona en el seno de un sistema democrático sintiéndose parte de él, sabe por definición, que alterna allí con otros partidos igualmente legítimos y que las reglas de juego son que, a veces se gana y, a veces, se pierde. El partido político uruguayo que perdió ante la primera victoria electoral del Frente Amplio fue el Partido Colorado y su último Presidente fue Jorge Batlle. Se puede suponer toda la frustración y bronca que se quiera de parte de la dirigencia del Partido Colorado ante la derrota, pero ninguno de ellos consideró una tragedia irremediable para el Uruguay que ganara las elecciones el Frente Amplio y llegara al gobierno. Su modo de reacción está históricamente incorporado en un Partido que ganó y perdió sendas elecciones y gobiernos a partir de su lejano origen.
Es bastante más difícil que dirigentes (o corrientes partidarias), en cuya cabeza flota un residual de determinismo, consideren que la rotación de los partidos en el gobierno (o sea, que ellos bajen y otros suban y los sustituyan) sea algo normal; mucho menos que sea condición indispensable para la existencia de democracia. Recordemos, de paso, la mejor definición práctica de democracia: es un régimen político en el cual el gobierno puede perder las elecciones. El influjo, quizás subconsciente, de ese componente hizo abrigar (al Frente Amplio, al P.T. y a todos) una sensación de “ya llegamos”, de que, una vez encarrilado el país en la trocha correcta y única después de tanto trabajo y espera, ya no habría desvíos y que, sin desvíos, no habría fracasos ni derrotas.
Vale la pena recordar lo de Sendic en Méjico –“si es de izquierda no es corrupto, si es corrupto no es de izquierda”- recibido con aplausos por una selecta audiencia internacional. Las palabras de Sendic pueden ser fácilmente desestimadas a la luz de tantas afirmaciones estrambóticas del ex Vicepresidente, pero circulan otros análisis de personas con prestigio que sostienen versiones desesperadamente sesgadas acerca del menguante regional de los gobiernos populistas. [1]
Los procesos más cercanos –y, por lo mismo, más relacionados con Uruguay- son los de Argentina y Brasil. Lo que allí ocurre siempre tuvo repercusión acá. En ambos países el menguante está vinculado a escándalos de corrupción que provocaron rechazo popular. En Argentina la corrupción es inapelable, al extremo de tener versión televisada del ingreso de bolsas de dólares a un convento de monjas en el silencio de la madrugada. La corrupción en Brasil es igualmente inapelable, con un rosario de dirigentes políticos y jerarcas de gobierno encarcelados junto a los principales empresarios, socios con ellos en las coimas de la obra pública.
En nuestro país hay corruptelas pero no hay dirigentes del Frente Amplio ni jerarcas del gobierno encarcelados por enriquecimiento ilícito. Sin embargo la falla ética está en el despliegue de solidaridades con los corruptos brasileros y argentinos, con sus conductas y, sobretodo, con sus justificaciones. El ocaso del Frente Amplio se da, no solo a través del visible menguante de su vitalidad política y en su actuar a la defensiva, sino en la insistencia en considerar un punto de honor negar las acusaciones comprobadas de los corruptos del vecindario y ponerse incondicionalmente de su lado.
De la misma manera que las tres cuartas partes del Frente Amplio se avienen (con vergüenza y disgusto pero tragando los sapos) a mantener una solidaridad con Venezuela basada en falsedades, sucede lo mismo respecto a Kirchner y a Lula. En un partido político en el que no hay presos por corrupción se extiende, sin embargo, un envilecimiento institucional y personal asentado en la resignada obstinación de la mentira protectora. Protectora de sus aliados y protectora de sus propios sueños de otrora (quizás también póliza para su propio futuro). Pero protección frágil, (indigna) como es siempre la protección de la mentira.
La forma como bajan los que bajan –sobretodo en nuestro caso cuando los que bajan son muchos y muy influyentes- tiene (está teniendo) consecuencias para todo el país.
[1] Dos de las versiones más parecidas a las palabras de Sendic son “Contra un golpe patriarcal y neoliberal” de Lucía Gulisano (MPP) publicada en La Diaria (17-4-18) y la intervención de G. Caetano en el programa de Midraji, demolido en las redes sociales por Rodriguez Larreta (un egresado de Orletti, por si alguien no lo ubica).
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