Tal vez nunca sepamos el costo real de esta pandemia; lo que ya sabemos es que el Covid 19 no ha respetado fronteras, clases sociales, géneros ni edades. La gente de los países desarrollados, o la de los países hundidos en una eterna crisis, se mueren por igual. La solución que se encontró, mientras no descubrían una vacuna era sencilla y barata: tapabocas, distancia social, no aglomerarse. Mientras en Uruguay se le tuvo respeto a la pandemia, lo que dependía de los individuos funcionó y se le ganó a la muerte un tiempo que otros no tuvieron. No sólo funcionó el “quedate en casa” sino, también el concepto de “libertad responsable”, esencia de la libertad en democracia.
En democracia no hay institución más representativa de los intereses sociales que el Parlamento. Allí se reflejan no sólo los equilibrios políticos sino, sobre todo, la voluntad de diálogo para no hacer de la sociedad un campo de batalla permanente. Las instituciones representativas, tanto locales como nacionales, no tienen otra misión más importante que dialogar y pactar, y volver a dialogar y a pactar, todas las veces como sea necesario. Los representantes por el voto popular comparten la misma cafetería del Parlamento, conversan amablemente en el ascensor, hasta generan vínculos de afecto. No se andan ladrando a cada rato. La sociedad habló en las urnas, y así como eligió qué partido y qué persona cuenta con el apoyo de la ciudadanía para ejecutar un programa de gobierno y las contingencias entre una y otra elección, también eligió la representación directa de su voluntad de diálogo, lo mismo que hace con su vecino, con quien prefiere construir una relación civilizada.
El pasado mes de abril, Gonzalo Pérez del Castillo, que durante 25 años trabajó como funcionario de la ONU en distintos países, publicó la novela “Las cartas guardadas” (Fin de Siglo 2021), ambientada en un país ficticio (San Martín). La historia refleja el trabajo de los funcionarios de la ONU en la ejecución de proyectos de promoción social. Pérez del Castillo, en un pasaje de su novela pone en boca de uno de sus personajes una metáfora que ilustra con claridad de de las cuestiones más angustiantes, tanto para los ciudadanos ubicados en esas zonas en conflicto, huérfanas del apoyo del Estado, como para los funcionarios que tienen como misión ayudar, en medio de la corrupción o el narcotráfico.
Frente a un trabajo tan denodado como peligroso, los propios funcionarios también sienten la orfandad, y saben, como lo sabe el ciudadano, que su capacidad de resiliencia depende de la convicción y conexión con la fuente moral que promueve su trabajo. Muchas veces son pequeños apoyos, muy focalizados, pero decisivos para grupos sociales en situación crítica, que no llaman la atención de la gran prensa ni pesan en los grandes proyectos nacionales. Su personaje acepta, con realismo: “El contexto externo es el que es y está fuera de nuestro alcance. Pero lo que tenemos que hacer, debemos hacerlo.” Esto implica un desgaste, un esfuerzo anímico a veces muy grande, porque en esos proyectos, en países en crisis, en contacto con lo peor de la política y la debilidad de las instituciones, las posibilidades de fracaso son altas. Para contrarrestar este constante desafío, su personaje dice algo que provoca una profunda reflexión: “En algún lugar tiene que haber un manantial que brota siempre, que no se agota, porque tenemos muchos fracasos y la gente se desilusiona. La voluntad se marchita, se reseca. Es fundamental que esa persona pueda volver a la fuente y constatar que allí, a pesar de todos los fracasos, las dificultades, las caídas, el miedo y las desilusiones, el agua sigue brotando igual de limpia y pura.”
Este manantial tiene que ver con las convicciones compartidas por la comunidad y la civilización humanas. Con creencias religiosas e ideologías políticas, con liderazgos y circunstanciales utopías que mueven a una generación determinada. La fuente de agua limpia que alimenta nuestras pasiones son, en general, la corriente que mueve a los humanos en una u otra dirección. Es el amor, el terruño, la patria lejana. Los amigos de la infancia y la juventud. Brota limpio y claro de la seguridad jurídica y la estabilidad económica. Civilización es pactar, acordar normas, proponerse metas sociales y llegar a ellas. La democracia es fundamentalmente eso. Cuando no fluye con claridad y se ensucia con las tensiones que generan las discrepancias, la democracia puede volverse una formalidad y tarde o temprano dejar de sostener la compleja estructura humana para buscar caminos más cortos, que suelen enmascarar mayores fracasos, con frecuencia más dolorosos.
La metáfora de este libro nos lleva a mirar con tristeza la impudicia con que se emiten opiniones a puro oficio sin medir los riesgos de que al pretender debilitar al adversario político se debilita, al mismo tiempo, la confianza en las instituciones democráticas. El desmentido nunca a llega a tiempo para reconstruir la fe en la democracia cuestionada. La sociedad uruguaya está cansada y no puede absorber tantas señales cruzadas. El Parlamento tiene mayorías y minorías, pero, fundamentalmente, tiene un espacio de privilegio, donde se construyen los liderazgos democráticos que no necesitan de la confrontación directa sino del diálogo. Los diálogos deben tener lugar lejos de los micrófonos, en la sala, las opiniones se emiten dirigiéndose a la Presidencia que cuida el respeto entre los parlamentarios, y garantiza que no sean los votos recibidos quienes regulen la calidad de la opinión de los representantes populares. Cuando se abandona el respeto por el representante de quien piensa distinto, el agua del manantial se enturbia y la convivencia se enferma, a veces de gravedad.
Por suerte en Uruguay, la pandemia no nos ha llevado a eso. Todavía tenemos un manantial caudaloso, todavía.
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