EL PENSADOR Por Antonio Pippo
Uno de los grandes líos en que, invariablemente, se meten los políticos en tiempos de cambio de gobierno, es que, cual picazón del séptimo año, les entra una suerte de incontinencia verbal.
¡Claro que deben hablar! Quienes salen y quienes entran.
Pero el cangrejo aparece debajo de la piedra cuando lo que se dice hoy, y todos sonríen o lo aceptan con el silencio, mañana, por la razón que sea, no se pueda sostener.
No va a haber aumento de impuestos.
Se reducirá el gasto del Estado en novecientos millones de dólares.
Hay que revisar el contrato con los finlandeses por UPM 2.
La ley de urgencia es una realidad sin fisuras.
Habrá auditorías en empresas, ministerios y reparticiones públicas.
Y, del otro lado, el sonsonete de la autocrítica y la buena voluntad, junto a la sorpresita de que por este año no habrá aumento de tarifas –“¡caramba, si lo dijimos en julio!”-, el forcejeo por las candidaturas municipales y las amenazas, tirando a un lado la piel de cordero, de presiones del sindicalismo fanático.
El nuevo escenario que se alza frente al contribuyente, haya votado a quien haya votado, pero sobre todo si es honesto intelectualmente, ejerce la libertad de pensamiento crítico y cree en acuerdos y consensos, podría resumirse en un prólogo descorazonador que el escritor Juan Cuento hizo para un colega suyo:
-“…es una gran manera de contar el caos al modo de las grandes mitologías del Origen, como si todos los días se inaugurara el mundo y los atardeceres fueran vísperas del Apocalipsis (…) Cuando la geometría y la poesía eran términos tan indistinguibles como los de cultura y naturaleza, no había fronteras en dioses y hombres, el arte no se diferenciaba de la vida y las grandes mitologías olímpicas siempre eran meras figuras narrativas de lo cotidiano”.
La cosa es, tomando distancia de conceptos que para algunos lectores puedan sonar crípticos, que podemos amontonar alegremente palabras aquí y allá y no tener certeza de que nos lleven a los hechos concretos consiguientes.
Y una aclaración. No me interesa hacer de esta situación un asunto de política partidaria: estos siempre fueron sinceros y quizás también ingenuos o demasiado interesados en no levantar oleaje; aquellos ocultaron la verdad, la contaron a medias o mintieron.
Aunque algo de eso pueda haber pasado o estar ocurriendo frente a nosotros.
Nadie más que el ciudadano responsable, racional –ni el ignorante, ni el fanático- tiene derecho a desmalezar la aluvional verbalización de un lado y otro.
Ese ciudadano sabe, porque ya lo está sufriendo, que el país ha quedado haciendo un penoso equilibrio sobre el abismo y, pese a que la mayoría de los aspectos técnicos, sobre todo económicos, puedan escapársele, conoce qué es la inseguridad, la pobreza, el desempleo, una previsión social prácticamente arruinada, un estado sobredimensionado semejante a un ogro insaciable, las hilachas de la educación y, quizás con una mirada sólo simplificadora, hasta la significación del déficit fiscal, las cuentas a pagar a los organismos internacionales, la reducción de los mercados por nuestras desventajas en la competencia y que, para atraer inversiones de cierto porte, casi –y estoy a punto de borrar el “casi”- hay que pisotear la Constitución y entregar gran parte de la soberanía nacional.
Si no me he equivocado en el análisis, la preocupación y un gran signo de interrogación empiezan a dibujarse a trazo grueso en el horizonte.
Como uno advierte que nadie dice toda la verdad –tal vez porque en el juego de ajedrez político unos y otros escamotean piezas del tablero imaginado- ese ciudadano al que he hecho mención -yo mismo, usted, lector-, tiembla.
Insisto: el palabrerío y las contradicciones ya son un escándalo.
Y quienes asumirán la responsabilidad de gobernar, así como los opositores, deberían saber, al decir de Diderot, que “es más útil para un hombre saber la diferencia entre el perejil y la cicuta, que tener una opinión sobre la existencia de Dios”.
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