EL PENSADOR por Antonio Pippo
Esta cuarentena nos está volviendo un poco locos a todos.
Quizás por eso tuve un sueño raro, con algunos matices obscenos pero original al fin, donde la protagonista era una familia tipo –padre, madre, dos hijos adolescentes y los abuelos- tomando conciencia del virtual agotamiento de las ideas para no tirarse de a uno por la ventana.
Entonces, de pronto, al jefe del grupo, un patriarca con arrojo e imaginación, propuso ir al living, retirar los muebles, poner sillas y sentarse todos en un círculo. Bueno, muy imaginativo no fue, salvo por los fantasmas que saltaron desde el ciclópeo aburrimiento: al fin y el cabo, era una sesión del tipo de las que acostumbran a realizar en las terapias colectivas los alcohólicos u otros adictos, para descubrir algo no dicho todavía.
El padre tomó la posta y le preguntó a su esposa:
-Tú querida, ¿qué tienes para decirnos?
La mujer resopló y luego fue un ventarrón: -Mirá, la verdad, estoy podrida de hacer el amor a oscuras, como dos bultos…
-Bueno… si querés, prendemos la luz…
– ¡Luz, las películas! Anoche te quedaste dormido cuando estaba abriendo las piernas, te tanteé y, encima del ronquido que largaste, lo que toqué parecía un gusanito. ¡Le pegué dos palmadas y se encogió más todavía! Menos mal que soy previsora: ¡Me compré un consolador, pelotudo!
El tipo, pálido y abatido, quedó sin palabras. Y tomó la posta el abuelo:
-Yo quiero contarles que tengo un sueño recurrente. Me disfrazo y paseo orondo por la casa y hasta salgo al balcón y saludo…
-Pero, viejo, eso no tiene nada de raro…
-No sé… porque estoy siempre con una minifalda transparente, peluca rubia larga, labios pintados de negro y unos preciosos zapatos rojos de taco aguja…
Se hizo un silencio espeso, hasta que el patriarca pudo tirar la pelota al óbol:
– ¿Y vos, mamá?
-A mí Netflix me tiene podrida… quiero que arreglen la casetera y alquilar películas importantes…
– ¿Cómo cuáles?
-Y, yo qué sé… “Sexo profundo”, “Orgías para hembras calientes” o “En patota tenés más orgasmos” …
No hubo silencio. Saltó la hija adolescente como un resorte:
– ¡Ah, sí a la abuela la conforman con una casetera, yo quiero pasar la cuarentena con el Brian…
-Pero querida, si no vive acá… No puede venir.
La chiquilina miró a la madre y soltó la bomba:
-Bueno, entonces prestame ese consolador que dijiste… ¿Está bueno, che?
El padre abrió la boca, pero el hijo no lo dejó hablar:
-Yo he pensado en empezar a tomarme la temperatura todos los días…
-Bueno, tampoco el fanatismo. No es necesario, nene…
-Pasa que yo pensé en usar el termómetro ése de la abuela, el grueso, bien grueso…
– ¿Tenés miedo que los comunes se te resbalen de la axila? ¿O tenés idea de colocártelo en la boca?
-No, qué boca… ¡mi intención es metérmelo en el culo ¡
Ahora el silencio fue sepulcral. Hasta que la esposa del ingenioso lo miró fijo y le espetó, sin anestesia:
-¿Y vos, recontra boludo, después de todo este blonqui que armaste con esta idea idiota, qué vas a decir, si es que vas a decir algo?
El hombre estiró lentamente el torso –se había ido encogiendo de a poco-, suspiró como si pensara rajar para el cementerio del Norte, y dijo:
-A esta altura sólo quiero que o pase rápido la cuarentena o pueda venir un escribano con tapabocas…
Las miradas convergieron sobre él.
-Quiero rehacer el testamento.
No hay caso. Si algo va a dejar esta pandemia –en caso que nos salvemos- será una revolución sexual de imprevisibles consecuencias.
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