EL PENSADOR por Antonio Pippo
Parece inteligente, viendo lo que está ocurriendo con los inevitables debates sobre la pandemia que está afectando al planeta, insistir en al menos tres líneas de pensamiento que hoy se dispersan, categóricas tanto como desordenadas, a lo largo de todos los medios donde se desarrolla información.
La idea –mi idea, al menos- es aportar sensatez al debate consiguiente, partiendo de la base de no creerme dueño de la razón pero sí un sereno observador de los excesos que saltan a la vista.
A la cabeza siguen las teorías conspirativas.
La base es una sola: el virus fue creado artificialmente por uno o más de los grandes poderes corporativos acerca de los que estamos hartos, supongo, de discutir. Eso no es disparatado: no sería la primera ocasión en que se crean las llamadas “armas biológicas”. Está claro: no discuto la posibilidad, la hipótesis. Sólo me sorprende y preocupa que, quienes propagan esta mirada sobre lo ocurrido no se refieran en absoluto no ya a acusar con precisión a los responsables, sino ni siquiera a teorizar acerca del objetivo. No es un aspecto menor, ya que nunca supe antes, y hablo de casos donde las pruebas dieron carácter de hecho objetivo a la hipótesis, de un objetivo planetario, cuya manipulación por una “mente maestra” parece una fantasía y donde los perjudicados, porque no ha quedado pradera para incendiar, sea el planeta entero. ¿O acaso estamos de broma y sugerimos una intervención extraterrestre?
Enseguida ha entrado en escena una angustia por “normalizar” contra reloj.
Es decir, se está expandiendo esa compulsión creciente, y a mi juicio muy peligrosa, por acusar a ciertas medidas sanitarias –caso sobre todo del confinamiento de las personas en su domicilio, más allá de edades, y de forma exhortativa u obligatoria- como “recreos”, “maniobras que siguen un método no descrito pero supuestamente generalizado entre los poderes malignos para mantenernos encerrados” y, en paralelo, causar otros daños que, lo admito, no son meras hipótesis sino parte del problema que cada nación está tratando de resolver. A ver. Las consecuencias de tales precauciones son visibles: se alejan las inversiones, disminuyen importaciones y exportaciones, hay problemas con el precio del dólar y la inflación, las empresas, grandes y chicas, sufren consecuencias directas y suben los índices de desempleo y de ayudas especiales de los gobiernos a los afectados, extremo que angosta rápidamente su viabilidad por causa del endeudamiento que implica.
Finalmente, están los otros hechos objetivos.
Uruguay, en la región, es un ejemplo. Está mejor parado frente al problema que Brasil, donde reina la locura, que Argentina, donde reina la confusión, que Chile donde el gobierno tropezó y al apresurar el levantamiento o, cuanto menos aflojamiento de esas medidas, prácticamente volvió a fojas cero y está peor ahora que hace dos meses. Y no olvidemos, sólo como ejemplo, el caso de Ecuador, donde no se tomó en serio a tiempo la pandemia y hoy reina el pánico. Ni hablemos de los Estados Unidos –el mayor poder económico del planeta y el habitáculo, asimismo, de la mayoría de aquellos grupos de poder perversos a los que he aludido-, la propia China, que para muchos “entendidos de cabaré” creó a propósito el virus, o los países europeos donde los vaivenes van cambiando quiénes quedan mejor parados y quiénes se ven obligados a empezar de nuevo, con lo que eso implica.
No deseo extenderme sin necesidad, lector.
Hoy, si tengo que prestar atención a lo que dice con énfasis alguien, aquí nomás, en Uruguay, escucho a los científicos y pienso en sus consejos aplicando mi libertad de pensamiento crítico y el análisis lógico. No escucho a los propagadores de la más grande conspiración –jamás explicada- de los demonios del capitalismo desaforado, ni a los presurosos porque todo el mundo salga a trabajar como lo hacía antes, porque, total, ellos manejan como argumento estadísticas que dicen que la gripe, los ataques cardíacos, la diabetes, el dengue y otras cuantas patologías matan en igual tiempo a más gente que el coronavirus.
La cosa que, siendo verdad analizada por separado y por fuera de los hechos objetivos que estamos enfrentando es, en sí misma, un estúpido sofisma o la idiotez más grande que pueda caber en la cabeza de alguien.
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