Un día sí y otro también, aparecen en titulares de prensa y discursos públicos, señalamientos a posibles y presuntas “violaciones” a la laicidad.
Es llamativo, que luego de más de 100 años de haber separado la iglesia del Estado y de construir una de las sociedades más tolerantes y plurales del mundo en cuanto al respeto a los credos religiosos, las posturas políticas, las orientaciones sexuales y las libertades civiles en general, los debates de qué es lo laico sigan tan vivos y tan campantes.
En algunos sentidos, los uruguayos ya zanjamos temas fundamentales: apostamos a lo público y estatal como el espacio de todos los ciudadanos y donde las visiones privadas son absolutamente respetadas. Es así que aparte de seguir abanderando un Estado que se abstiene de intervenir en temas privados como es la elección religiosa de cada uno (que no significa un Estado ateo), hemos avanzado en derechos sociales y hoy gozamos de una sociedad donde públicamente se reconoce igualitariamente el casamiento entre personas más allá de su sexo, se respeta la adopción de familias de cualquier constitución y se reconoce a todo ciudadano el derecho de optar por el género con el que se identifique.
La mirada laica, lejos de haber perdido su base y proyecto histórico, se sostuvo cuando recientemente fue capaz de habilitar a cualquier ciudadana a interrumpir voluntariamente su embarazo y, además, dejó en ínfima minoría a corrientes que intentaron levantar un plebiscito contra ese derecho consagrado.
Sin embargo, el debate toma otros ribetes.
Por un lado, fundamentalmente desde algunas representaciones religiosas se insiste en la idea que desde el Estado se reconozca la acción pública confesional, pero además (como en el reciente proyecto de la Senadora nacionalista Carmen Asiaín), se extienda una especie de aval estatal para que, desde el espacio público, se contemplen festividades confesionales en caso de actividades laborales o estudiantiles.
Este punto es algo sumamente interesante y debatible. En el país, donde la “libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable” forma parte de las raíces más profundas de su identidad, se vuelve a insistir en el modelo de políticas públicas que lleguen a medir la vara de qué religiones son aptas y cuáles no. Por supuesto que los hegemónicos credos monoteístas de nuestro país fácilmente podrían identificar fiestas y ritos para que, desde los lugares de trabajo y centros de estudio, se les contemple en horarios, días y hasta costumbres culinarias. ¿Pero el resto?
Supóngase el lector que se junta con otros ciudadanos y deciden desarrollar un credo que establece que todos los 29 de cada mes, en honor al dios X deben estar en sus hogares y comer ñoquis. En la lógica de este proyecto, el Estado debería habilitarlo más allá del cargo que ocupe o el calendario de estudios que lleve adelante.
De esta manera, nuestra arraigada laicidad abstencionista, se vería obligada a opinar sobre temas religiosos en función de la libertad de conciencia de cada uno.
Atrás de esta defensa de un calendario que habilite a que cada ciudadano elija el día de clases, la fecha del examen o el tabú culinario que pueda tener, en el fondo hay una defensa de las religiones mayoritarias y por lo tanto de mayor peso político y económico.
Pero, además, en otros frentes de presión, se intensifica el discurso sobre la conveniencia de contemplar la posibilidad a que se mantengan imágenes religiosas en instituciones sociales y/o educativas financiadas por el Estado (CAIF, Clubes de Niños, Centros Juveniles, etc.) retrocediéndose 100 años en torno a una decisión que marcaba que, dentro de los centros públicos, la única simbología válida es la de los símbolos patrios.
Un día se instaló una cruz en medio uno de los espacios más transitados del Uruguay. Otro día, frente al Río de la Plata, en el Parque Rodó, se instaló la imagen de una diosa marina. Más acá en el tiempo, a la cruz antes desplegada le agregaron la imagen de un ex jefe de la Iglesia Católica. No olvidemos las discusiones y presiones para poner otra imagen religiosa frente al Puerto del Buceo, en pleno espacio público, para uso privado de la Iglesia.
Todo esto es complejo y tensa la vida laica de nuestra república.
Pero lo más complicado, está por venir.
El ataque a la laicidad como excusa para expandir proyectos políticos y religiosos particulares
El debate está abierto. En un contexto donde la ciencia, las libertades públicas, el sistema de partidos y la propia democracia, se ven cuestionadas por movimientos dogmáticos de la más variada gama, el cuidado de la laicidad debe ser cada día más atento.
El mundo vuelve a vivir una ofensiva particularista y dogmática que atraviesa todos los continentes. Desde la violación sistemática de los derechos humanos y la intimidad en la China comunista, hasta el desarrollo de las teorías supremacistas blancas con fuerte apoyo de iglesias evangélicas en los Estados Unidos. Desde el negacionismo anticientífico y teocrático en el Brasil de Bolsonaro, hasta el desarrollo opresor del fanatismo musulmán que oprime a las poblaciones de los países árabes.
En nuestro medio, las facciones religiosas de parte de las iglesias pentecostales y su discurso que enfrenta cualquier intento de desarrollar la agenda de derechos consagrada por los acuerdos internacionales, no son accidentes ni casualidades. El dogmatismo llega a límites increíbles: terraplanistas, promotores de la no vacunación de los niños, críticos de la educación sexual de niños y jóvenes, combatientes a la teoría de la evolución, defensores del creacionismo…
La laicidad, como método que debate las verdades reveladas y que siempre repiensa sus ideas, como filosofía antidogmática y como espacio de debate democrático, lejos de considerarse un concepto ya definido por y para siempre, debe seguir pensándose y defendiéndose. Los viejos debates, vuelven con nuevas palabras. Pero vuelven. Para pensar sobre qué tipo de educación puede promoverse en este debate laico, nos encontramos en la próxima columna.
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