Cuando escasea el agua, avanzan los desiertos y aumentan los conflictos. Sucede en todo el mundo. Es que nada funciona sin agua. Su circulación por la biósfera es como un flujo sanguíneo. Cualquier interrupción, o un cambio, podría significar el colapso del complejo sistema hidrológico del que depende la vida.
El mundo globalizado significa que todo está entrelazado, y que cada rincón del planeta está ocupado con alguna actividad de origen humano, sea una ciudad, una carretera o un emprendimiento productivo agrícola o industrial. Puede ser también un basurero, elegantemente llamado lugar de disposición final. Todas las actividades requieren de gran cantidad de agua, sea para el riego, los procesos industriales, la higiene personal, el transporte o la recreación. Y todas, en mayor o menor medida, alteran, contaminan, cambian los ciclos hidrológicos. El ser humano cambia el entorno, cada vez más y en forma cada vez más rápida.
El agua está presente en el planeta en cinco formas principales: en la atmósfera, en el suelo, en la superficie, en las napas y en los hielos. Desde la ciencia se advierte: «El agua no solo es el soporte de los ecosistemas que nos proveen de alimento y energía. También regula la temperatura y el clima en la Tierra. El agua está en el centro de un drama planetario que se desarrolla frente a nuestros ojos». [1]
Uno de los casos más dramáticos de destrucción de una fuente de agua es el Mar de Aral. Situado en Asia Central, este lago fue utilizado en la URSS para irrigación de enormes plantaciones de algodón. Los planes de producción no dejaban lugar a dudas respecto a las prioridades. En los años sesenta, el área del Mar de Aral alcanzaba unos 60.000 km2, el equivalente aproximado a Bélgica y Holanda juntas. En solo medio siglo, el lago se redujo en un 60% de su superficie. Hoy, decenas de barcos de la otrora flota pesquera son testigos mudos del desastre ambiental. Sus causas se vinculan al supuesto de que la naturaleza es ilimitada y que el ser humano la puede controlar.
En un libro publicado en los años sesenta en la URSS, el autor Igor Adabáshev, describía un futuro venturoso: «El Mar de Aral se purificará e irá transformándose poco a poco en un mar dulce. Sus aguas se poblarán de peces de río de estimada carne. En el litoral del antiguo Mar aparecerán centenares de nuevas industrias pesqueras». [2] Estas líneas hoy resultan por lo menos sorprendentes en vista de los resultados constatables. Pero el futuro venturoso descrito en el libro no era una fantasía, sino parte de proyectos reales predominantes en ese país y en otros. Ya entonces se creía en un crecimiento ilimitado y en la capacidad de resolver cualquier problema mediante algún artefacto tecnológico.
El crecimiento de la población en el planeta y el aumento de las expectativas de consumo ejercen cada vez más presión sobre los ecosistemas terrestres y acuáticos, y también sobre la política. Los ciudadanos esperan disponer del agua para satisfacer necesidades cada vez más altas. Latinoamérica no está exenta de estos problemas. Basta observar la situación en grandes ciudades como San Pablo y La Paz o los conflictos por el agua en México.
En nuestras casas abrimos la canilla y esperamos que salga agua limpia y fresca. Una vez utilizada, desaparece. El contacto con ella es corto, efímero. Llega a nuestra cocina o baño después de un largo recorrido desde una fuente lejana y desconocida. Después del breve encuentro, desaparece por el desagüe. Ya la palabra lo indica. El agua desaparece de nuestra vista, para siempre.
Los ciclos hidrológicos globales influyen en el clima y en los ecosistemas. El uso del agua en determinado lugar puede tener consecuencias en otro lugar lejano. Por ejemplo, la destrucción de los humedales o la desforestación en un punto de una cuenca puede limitar la disponibilidad de agua en otro. Evitar, anticipar y resolver estos conflictos es un tema político. También porque las consecuencias de una actividad pueden afectar a gente que no tuvo nada que ver con dicha actividad. Y cada problema local puede rápidamente convertirse en global.
«El alma humana se parece al agua, del cielo viene y hacia él asciende y desciende a la tierra en eterna alternancia». [3] Esto escribía Goethe, el gran poeta alemán, en 1779, según relatan, inspirado por el tronar de la cascada Staubbach, en la localidad suiza de Lauterbrunnen. Este nombre significa fuentes ruidosas. Hoy no tenemos atención ni tiempo para escuchar a las cascadas, ni al mar, ni el fluir de los ríos. Estamos demasiado apurados en llegar a tiempo a las rebajas o en mirar pantallitas.
Volviendo al Mar de Aral, tal vez su desaparición nos ayude a tomar conciencia del agua, de su importancia para la vida, de su silenciada presencia y del profundo contenido político de su disponibilidad o escasez.
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[1] Stockholm Resilience Centre. (2020). Saving the planet’s bloodstream.
[2] Adabáshev, Igor (1960). El hombre corrige el planeta. Moscú: Editorial Progreso.
[3] Von Goethe, Johann Wolfgang, «Gesang der Geister über den Wassern», traducción del autor.
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