Unos pocos minutos de oscuridad bastan para dejar huellas para siempre.
Las travesuras infantiles a veces tienen eso: para uno es a la larga un recuerdo borroso pero para otro puede ser una puerta de entrada, sin salida. Como en el túnel.
Tenía ocho o diez años y jugaban a atravesar un caño de saneamiento que había quedado ahí, expuesto, para que ellos se divirtieran. Medio metro de diámetro y siete u ocho de largo, más o menos, lo suficiente como para que el mejor programa fuera sentir la adrenalina de mandarse reptando. Había que ser valiente porque una vez adentro solo cabía avanzar lo más rápido posible, antes de que el miedo paralizara: la entrada se cerraba y había que ir, literalmente, para adelante.
Así que entró, como antes habían hecho otros, en medio de los gritos de aliento y las risas. Cerró los ojos y empezó a reptar, pero cuando iba por la mitad de la travesía, súbitamente, la luz que entraba desde la otra punta se apagó. Algo tapó la salida y el terror de la oscuridad más cerrada lo asaltó como un asesino sin rostro. Primero se quedó quieto y cuando pudo retomar el control de sus músculos avanzó pero no había hacia dónde: la salida había sido tapada por algo que no dejaba ni un resquicio de claridad.
Gritó, lloró, imploró, empezó a sentir que el aire lo abandonaba, que el corazón le iba a explotar. El tiempo se detuvo, fueron dos o tres minutos, no más, pero contaron como la eternidad misma, hasta que algo se movió y la luz volvió a ingresar y con ella las risas de todos, menos, claro está, la suya. Él lloraba angustiado, con ese llanto de niño que se ahoga. Le habían tapado la salida, una broma que le podía haber tocado a cualquiera, pero le cayó a él.
Casi medio siglo después de aquella tarde de juegos y bromas pesadas en su Florida natal, Gerardo Pelusso dirige a Nacional y tiene un partido decisivo ante River Plate argentino, en el Monumental de Núñez. Su equipo está haciendo una buena campaña, la crítica le sonríe y tiene excelentes posibilidades de pasar a la siguiente ronda de la Copa Libertadores 2009, y por eso charla animadamente con sus colaboradores, cuando el ómnibus que transporta a la delegación pone camino hacia el estadio.
En el feroz tránsito porteño de la tardecita, Pelusso va distendido en el primer asiento sobre la derecha, imaginando el partido que en un par de horas convertirá a este hombre jovial, divertido, que intercambia bromas con sus compañeros del cuerpo técnico, en ese manojo de nervios que gesticula, grita, maldice y va y viene para regocijo de los directores de cámaras.
De pronto, sin aviso previo, se activan todas las alarmas en su interior y su torso se catapulta hacia adelante, porque a unas pocas cuadras, por la avenida de siete carriles, aparece un túnel angosto y oscuro, como el de aquella tarde, que cada tanto vuelve y que le dejó esta claustrofobia que hoy sale a escena una vez más.
“Pará… pará… ¿Vamos a pasar por ese túnel?”, pregunta a viva voz al conductor. “Sí”. “¿No puede evitarlo?” “Y… no… estamos en una autopista, no tengo ningún desvío antes del túnel”. “Entonces pare que me bajo”. Su compañero de asiento, los que están más cerca y algunos futbolistas que desatienden la algarabía general lo escuchan y no entienden nada, pero Pelusso promete y cumple: se para, toma su saco azul del portaequipaje, se lo pone y se planta en el primer escalón, esperando que el coche se detenga. Tan pronto la puerta deja un resquicio, allá va él y detrás suyo dos miembros de la seguridad del club, cuya tarea no es preguntar sino seguirlo.
El chofer aguarda que alguien explique qué es lo que sucede, pero Pelusso le hace señas de que retome su camino y el hombre obedece. El técnico de Nacional, que en un rato estará al borde de la cancha del Monumental, está ahora al borde pero de la avenida, rodeado por la locura de autos en su mundo, a la espera de que pase un taxi en sentido contrario para retomar su camino esquivando el ominoso túnel.
No hay problema, tiempo hay, lo que no hay son taxis libres. Cuando ya comienza a preocuparse, uno de los custodias da el aviso: “ahí viene uno”. Los tres suben y le marcan el destino al chofer, que no tiene la menor idea de que allí va un entrenador claustrofóbico que tuvo que torcer su destino por culpa de una broma infantil.
El taxi da unas vueltas, rodea el túnel por calles laterales y vuelve a la autopista serpenteando a derecha e izquierda, sorteando obstáculos y Pelusso respira porque el tiempo perdido puede recuperarse. Los futbolistas ya estarán en el estadio, aguardando la llegada de este hombre que hace cosas incomprensibles como tirarse del ómnibus de camino a la cancha. Ojalá alguien del cuerpo técnico les haya explicado, aunque ahora duda de si alguien sabe de su añejo conflicto con los túneles.
Cuando la silueta del Monumental ya puede verse a lo lejos a… ¿cuántas? ¿quince? ¿veinte cuadras? el taxista aminora la velocidad: un vallado impide el paso que comunica la autopista con las calles que conducen a la cancha. No hay opción, hay que bajarse y caminar ese largo trecho. Pelusso mira con desconfianza su reloj, seguro de que va a decirle que el tiempo ya no es tan generoso. Uno de los guardias ensaya una explicación para el taxista, pensando quizás que así el auto levantará vuelo o que el vallado se abrirá como la puerta de la cueva de Ali Babá: “Él es el técnico de Nacional, juegan ahora contra River”. El hombre mira de reojo a Pelusso, piensa un instante y da la solución más adecuada: “A dos cuadras hay una comisaría, quizás ellos los puedan llevar a la cancha”.
No se hable más. Pelusso abre la puerta y recién ahí se da cuenta de que en el apuro por bajar del ómnibus su billetera quedó en el bolso, en el portaequipaje. Mira a los guardias, en el asiento de atrás, y no hacen falta palabras. Los guardias tienen que cuidarlo, no servir de cajero automático, así que le devuelven el mismo tipo de mirada y ambos mueven la cabeza, palpando sus bolsillos en el gesto universal de “no tengo un mango”.
“Sabe una cosa amigo… no tenemos plata”. El entrenador anuncia algo que el taxista ya supo treinta segundos antes. ¿Será que estos hombres maduros y bien vestidos le hacen semejante cuento para no pagar el viaje? Como sea, resignado a su suerte, el hombre asume: “No hay problema” dice, mientras pone primera y ellos comprenden que deben bajar más rápido de lo que tardará la bronca de aquel sujeto en pisar el acelerador. Allá van entonces los tres, a paso redoblado, a la comisaría.
Cuando llegan, Pelusso ya transpira gotas que pesan toneladas. Saluda con un “buenas noches” -porque ya se fueron las últimas luces de la tarde- y explica al oficial de guardia la situación: técnico de Nacional, de Uruguay, que juega contra River en poco rato y tiene que llegar a la cancha. Si fuera posible antes que empiece el partido, digamos. El agente lo mira con más desconfianza que el taxista y le dice que aguarde un momento.
Va el policía y viene otro, al que Pelusso repite la historia y que lo escudriña también como haría con un vendedor de buzones o con un demente. Para el entrenador en desgracia resultó que la fama que creía tener era puro cuento, porque está claro que nadie lo conoce. Y como estamos ante un gran problema, se imponen grandes decisiones, así que este agente va a buscar al comisario.
Pero el comisario debe andar en algo importante, porque pasan los minutos y no viene y Pelusso ya tiene ganas de llorar, como aquella tarde adentro del caño de saneamiento. Al final aparece un hombre regordete, de traje y corbata, al que el visitante vuelve a explicar sus penurias de una noche porteña, rogando íntimamente que el hombre sea futbolero y al menos alguna vez lo haya visto en televisión.
El comisario lo escucha con genuino interés y cuando el relato termina con un pedido de socorro, el hombre rompe la piñata y explota la alegría: “Sí, sí -dice apuntándolo con su dedo índice- Usted es el técnico de Nacional”. Pelusso respira y el comisario dispone medidas acordes a la gravedad de la situación: manda buscar a una mujer que será la que conducirá el patrullero con el que el entrenador arribará, a sirena abierta si es necesario, al campo de juego. Pero antes de irse, el comisario mandata en tono imperativo acorde a su investidura: “¡Hay que ganarle a esas gallinas hijas de puta ehhh!” Y Pelusso se da cuenta de que nunca fue ni será tan hincha de Boca como en ese momento.
El patrullero, conducido por una dama, avanza a pleno tiru-liru por las calles que llevan al Monumental y al doblar hacia la derecha emerge como un fantasma recurrente, como una pesadilla absurda… ¡un túnel!
Pelusso abre la boca, siente que se queda sin pulso y cuando puede articular algo, pregunta:
– ¿Va a pasar por ahí?
– Sí, ¿por?
– No… por nada.
Entonces mete la cabeza entre los brazos cruzados, apreta todo lo que puede los ojos, y piensa que la Copa Libertadores está preciosa.
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