En los últimos años, la reaccionario extrema derecha, autoritaria o fascista ha estado en ascenso en todo el mundo: ya gobierna la mitad de los países del mundo. Por estos tiempos, los agrupamientos más reaccionarios, autoritarios y hasta fascistas, se ubican en una etapa de ascenso en Europa, América y Asia, gobernando países de rápido y asegurado desarrollo, con gran potencial futuro en sus productos primarios. Con las naciones donde componen gobiernos de derecha (de nacionalismo populista) o allí en que son autoridades han incorporado partes sustanciales y fundamentales de las riquezas. Téngase en cuenta que mientras en 2016 la posesión mundial de las mismas representaba el 33% -habiendo partido en 2007 de un modesto 4%- en 2018 se acercaron al 70%, hoy superado. Ese meteórico incremento fue repartido entre países integrantes del G-20.
En naciones europeas donde orillan la integración de gobiernos o ya están en ellos, tienen amplias bases electorales (Francia, Suiza, Países Bajos, Dinamarca, Suecia, Hungría y Alemania, entre otros) y explicar sus éxitos no es tampoco una tarea fácil. Una óptica primigenia para intentar justificar las crisis es vincular el crecimiento de la extrema derecha a las corrientes migratorias, en particular hacia Estados Unidos y Europa. Esas corrientes devienen en un pretexto conveniente y son el crisol donde se mezclan racismo y xenofobia, aunque no alcanzan a decirnos todo: ¿cómo nos explicamos los casos de Brasil, Filipinas o India?
El politólogo italiano Piero Ignazi, sostiene que la distinción radical que permite hablar de dos familias de estos partidos radica en la no ruptura de algunos con los vínculos fascistas. Por su parte, Cas Mudde insiste en que puede decirse que estos partidos son un nuevo, distinto grupo, donde la derecha radical populista es “(…) (nominalmente) democrática, aunque se opongan a algunos valores fundamentales de las democracias liberales, mientras que la extrema derecha es en esencia anti-democrática”.
Se requiere más estudio y análisis para obtener respuestas, sin duda una general que los defina: se afirma que se trata de fenómenos conectados con la globalización capitalista, que también es un proceso de homogeneización cultural brutal, produce y reproduce a escala mundial formas de “pánico de identidad” (el término es de Daniel Bensaïd), lo que lleva a manifestaciones nacionalistas y/o religiosas intolerantes y favorece conflictos étnicos o confesionales. Cuanto más poder económico pierden los países, más proclaman la inmensa gloria de la nación por encima de todo.
Debo decir que relacionándola con cuestiones económicas, la crisis del capitalismo -más hoy la pandemia, que la agrava en alguna medida y en ciertas franjas de clase, que empeora los números del desempleo- refuerza la depresión económica y la marginación estarían detrás de los pasados éxitos electorales de Bolsonaro y Trump.
La clave ideológica del extremismo de la derecha en sus escritos hay que ubicarlo en el uso político del término “pueblo”. Un “pueblo” idealizado, constituido/imaginado por un conjunto de ciudadanos poseedores de un sentido común político innato, justo y sabio que no pueden emplear por la corrupción de las élites. Ante esta situación el “pueblo” debe tomar el poder y con ello todos los problemas sociales desaparecerán. Un extenso movimiento nacional armonicista, suprapartidista y supraclasista lo logrará. Aunque, como es obvio estas creencias sobre la bondad intrínseca del ciudadano llano y la maldad consustancial de las élites es un demagógico reduccionismo usado por los políticos populistas para lograr una extensa base social popular. Igual que en los años treinta, la demagogia compensa las contradicciones y la ambigüedad doctrinal es un factor que atraviesa las barreras ideológicas y sociológicas, planteando soluciones simples a temas complejos.
Dicen Joan Antón Mellón y Aitor Hernández-Carr (Universidad de Barcelona): “La apelación al ‘pueblo’ se da en un contexto de transformaciones sistémicas conflictivas (crisis económica) deslegitimación y desafección política y hegemonía ideológica de la soberanía popular, de ahí que los partidos populistas de derecha radical levanten la bandera de la ‘auténtica democracia’. Por ello, adelantando aquí futuras conclusiones, pensamos que el déficit democrático sistémico en el que actúan dichos partidos es el factor explicativo causal más importante que nos permite entender el surgimiento, expansión y, sobre todo, consolidación, de dichos partidos”.
Entretanto, en la izquierda, si nos detenemos a revisar las divisiones de diferentes generaciones -aunque no esté exento de cierto empeño de rever diversas opiniones- concluiremos que es necesario continuidad en el análisis acerca de las diversas lógicas con que se analizan aspectos generales -que llegan a conclusiones opuestas-. Cuando tengo que ejemplificar esta visión recurro a los claros casos que exhiben el trabajo en el tema de Gisela Catanzaro y Ezequiel Ipar (UNSAM / BS. Aires): “Los jóvenes viven con más naturalidad la diversidad de las orientaciones sexuales, son menos concesivos con las prácticas machistas y no toleran las formas de autoridad que pudieron haber resultado normales para generaciones formadas en dictaduras”.
En otro escenario, de cara a algunos hechos sociales, habrá quienes adopten posturas con elementos para sospechar porque provienen de un orden neoliberal, en tanto otros se inclinarán por el tratar de desatar las contradicciones en el seno del Estado. La verdad surgirá de la precisión del estudio; provendrá de la sistematicidad que provoca la polarización y la profundidad y el ancho que adquiera la separación.
En estos estudios se utilizan distintas escalas de actitudes para medir esas disposiciones ideológicas subjetivas:
al introducirse en estas honduras, coincido con los antecitados autores en recomendar empaparse en un clásico de 1950, de la Escuela de Frankfurt –La personalidad autoritaria– del filósofo alemán Theodor Adorno. En estos estudios se utilizan distintas escalas de actitudes para medir esas disposiciones ideológicas subjetivas.
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