La historia se vuelve a repetir con las mismas pautas: las autoridades de gobierno reciben un fallo de un tribunal de honor militar que se pronuncia sobre asuntos menores y no proporciona
información sobre delitos graves referidos en la causa respectiva. A su vez, las autoridades homologan los fallos sin indagar sobre los puntos ciegos de los mismos. Más allá de la responsabilidad política y administrativa del Gobierno y de los funcionarios actuantes, lo
verdaderamente grave es otro asunto: la corporación militar, financiada con el dinero de los contribuyentes, lleva una existencia paralela a la sociedad y piensa que no tiene la obligación de
rendirle cuentas.
Así, un país que se precia de sus sólidas tradiciones democráticas, sigue aceptando la ignominia de que no se conozca el destino de 192 ciudadanos desaparecidos. Cuanto más tiempo pase, mayor será el riesgo de que mueran los autores de crímenes aberrantes, y nunca más sepamos qué ocurrió con esos ciudadanos.
Este es sin lugar a dudas el asunto prioritario y necesita respuestas urgentes.
Pero es hora también de que todos nos enfrentemos a los hechos y reconozcamos una verdad insoslayable: la mayoría de nosotros se confabuló para dar vuelta la página y olvidar compulsivamente lo que ocurrió a lo largo de los veinte años más sombríos de nuestra historia.
Creímos que podíamos reconstruir la democracia y el estado de derecho sin hurgar en el pasado, y no nos dimos cuenta de que una democracia y un estado de derecho fundados en la amnesia
colectiva degradaría a ambos y nos degradaría a nosotros como ciudadanos. Paulatinamente empezamos a descreer en la política y en la justicia, y también en nuestra capacidad de ejercer la
solidaridad ciudadana (eso que Plutarco atribuye a Solón: “concedió indistintamente a todos el poder presentar querella en nombre del que hubiese sido agraviado: porque, herido que fuese
cualquiera, o perjudicado, o ultrajado, tenía derecho el que podía o quería de citar o perseguir en juicio al ofensor; acostumbrando así el legislador a los ciudadanos a sentirse y dolerse unos por
otros como miembros de un mismo cuerpo”).
Los delitos que se denuncian no cayeron del cielo. Fueron el colofón de una serie de sucesos que fueron destruyendo los presupuestos de nuestra convivencia. En los años sesenta y setenta del siglo pasado el país entró en una crisis profunda, y nuestra democracia, aparentemente tan sólida y arraigada, fracasó por completo.
La socavó la izquierda al llevar las protestas al extremo de la insurgencia y al plegarse mayoritariamente a la declaración de la OLAS en Cuba, que propagaba la lucha armada. La socavó el Partido Comunista que no aplaudió la declaración de la OLAS pero tampoco la censuró, apoyó cuanto acto criminal llevó a cabo la Unión Soviética, mantuvo un aparato armado poderoso y utilizó métodos patoteros para asegurar su influencia en los sindicatos.
La socavó el Gobierno, que eligió el camino de la fuerza y radicalizó las protestas. El uso laxo de las facultades que otorgaba la Constitución, el continuo desconocimiento del Parlamento, sus
intromisiones en el ámbito de la justicia, la censura de prensa, la escasa voluntad para investigar al escuadrón de la muerte que tenía vínculos probados con el aparato represivo, fueron todos
factores que llevaron agua al molino de la guerrilla y de los partidarios del golpe de estado.
La socavó el Parlamento que no enfrentó al Gobierno cuando estuvieron en juego sus prerrogativas y permitió que se gobernara con poderes excepcionales. La socavaron parlamentarios de izquierda, prestos a denunciar las graves violaciones a los derechos
perpetradas por las fuerzas del orden, pero ciegos a la amenaza que pendía sobre la continuidad del sistema político proveniente de la izquierda revolucionaria. La socavaron parlamentarios de
los partidos tradicionales, que denunciaron los atropellos y los actos de violencia de la izquierda, pero a su vez fueron ciegos al peligro que se cernía por la derecha. La socavaron los parlamentarios que aprobaron el estado de guerra interno y suspendieron el estado de derecho.
La socavó una parte del Poder Judicial, que denunciaba abusos de la policía y no mostraba el mismo esmero para preservar el orden institucional. Al favorecer en los hechos la estrategia de
los tupamaros de atacar a las instituciones, pero ampararse en ellas cuando caían presos, alimentaron la sospecha de que era imposible derrotar a la guerrilla con procedimientos propios del estado de derecho.
También la socavó la generación de intelectuales comprometidos que, encandilados por la revolución cubana, se propusieron desenmascarar al orden establecido (el “sistema” en el
lenguaje de la época) y terminaron haciéndose cómplices del régimen cubano en el deplorable caso Padilla.
Por último, la prensa la socavó al propiciar un clima de antagonismo donde ya no hubo espacio para compartir valores.
El golpe militar no fue entonces un hecho aleatorio. Fue consecuencia de un estado de cosas en el cual la democracia prácticamente se había abolido a sí misma. Los peores sucesos de torturas y abusos empezaron ya con un Parlamento en pleno funcionamiento. Los militares fueron autorizados para actuar en su nombre violando todas las garantías y normas del derecho. El
mismo término “guerra” -totalmente inapropiado- que se usó con el fin de otorgarle a las fuerzas armadas poderes absolutos para aplastar a la guerrilla tupamara, sirvió luego para justificar los
peores crímenes como si fueran daños colaterales.
Fue un error pensar que podíamos reconciliarnos y restaurar el orden institucional sin revisar y reconocer las responsabilidades de cada parte en el desmoronamiento de la democracia. En lugar de ello nos dedicamos a establecer acuerdos fáusticos: el pacto del Club Naval, la Ley de Caducidad, la reforma electoral que polarizó al sistema político y le dio un giro fuertemente mayoritarista (quien no crea que fue impulsada para cerrarle el camino al Frente que revise la prensa de la época), la impronta tupamara en las relaciones del Frente con un ejército que se debía ganar para la causa de la lucha de clases (ver declaraciones de Mujica en tal sentido). Todo esto tuvo y tiene secuelas. Las más graves provienen de la negativa de las fuerzas armadas a
revisar su actuación y a dar información sobre los desaparecidos, pero también de la escasa vocación de los partidos de todos los colores para presionar y exigirles que le rindan cuentas a la
sociedad que las mantiene. ¿Cómo se permite, por ejemplo, que en su seno convivan fracciones con clara inclinación a participar activamente en política?
¿Qué deberíamos hacer para romper el destino circular al que nos condenamos? Tal vez aquello que no quisimos hacer a la salida de la dictadura: crear una comisión de la verdad integrada por
periodistas, historiadores, abogados constitucionalistas, representantes de todos los partidos y personalidades de reconocida autoridad moral, que revise a corazón abierto todo lo que ocurrió en esos veinte años ominosos y ayude a establecer las responsabilidades de orden político y penal.
Mientras tanto, y sin pérdida de tiempo, deberían crearse instrumentos para aclarar las desapariciones siguiendo el ejemplo exitoso de Sudáfrica. La Ley de Caducidad permitía investigar el destino de los desaparecidos, pero no introdujo ningún elemento que alentara a confesar o castigase el silencio. Sudáfrica resolvió muy bien este problema introduciendo figuras que indultaban a quien declarara, pero les hacía proceso a quienes no confesaran delitos y aparecieran nombrados en las indagaciones. Del mismo modo, investigó todos los crímenes, también los perpetrados por las organizaciones que se oponían al régimen. Entre la verdad y el
castigo optó por la verdad, y en muy poco tiempo logró aclarar la enorme mayoría de los hechos.
Algo similar deberíamos hacer nosotros antes de que sea demasiado tarde.
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