Por un lado, me resulta difícil escribir el epílogo que me han pedido, es decir lo que aparece al final y como cierre de este libro. El estilo epistolar y el formato de contrapunto son una dificultad. Por otro lado, me resulta fácil y hasta agradable por la claridad de los conceptos y la familiaridad con su asunto, con el tema de fondo: el Partido Nacional.
Conversando una vez, hace años, con José Claudio Williman –o mejor, escuchándolo y aprendiendo- él me hizo notar una peculiaridad del Partido Nacional y de su génesis, de su venir a ser. Lo habitual de las instituciones que se forman es que haya en su origen una constitución, un texto canónico, unas bases a partir de lo cual y siguiendo esa inspiración se va agrupando gente y se va construyendo una institución y una historia.
En el caso del Partido Nacional fue al revés; determinados personajes fueron haciendo cosas, tomado cursos de acción, dando ejemplo. Alrededor suyo se fue congregando gente y después vino alguien que escribió la característica de esos comportamientos, percibió los principios comunes que espontáneamente lo sustentaban y puso por escrito lo que veía, ya vivo y funcionando. Luego vino la declaración de principios y la carta orgánica.
El verbo, en este caso, no estuvo al principio sino después. Primero vino la acción y después se escribió la doctrina: sobre esa base, sobre esa historia, sobre mucha camaradería, sobre mucho entusiasmo y desprendimiento, sobre muchos muertos y muchas galopeadas. En una palabra: las características del Partido Nacional de su perfil y de su fuerza de convocatoria no provienen de la aplicación de un cuerpo ideológico teórico, sino que son el resultado de una forma coherente y prolongada de concebir el Uruguay y de amar a esta Patria nuestra.
Establecido eso y para ingresar al tratamiento de lo que vino después voy a remitirme a una carta que me escribió Wilson Ferreira desde el lejano Londres de su destierro. Wilson no escribía con frecuencia. De acá le escribíamos mandándole información… y él se daba por informado. Pero el 20 de octubre de 1977 me mandó una larga carta que conservo. En lo pertinente se lee en una de sus páginas: “Yo he seguido pensando mucho lo que conversé con G (sic) sobre la necesidad de dar una definición programática o doctrinaria que sirva para la orientación de nuestros muchachos. Si hay que hacerlo se hará, aunque deben tener en cuenta que mis deseos en demorar estas materias no obedecen solamente a haraganería –que algo hay- sino también al esfuerzo que hay que hacer día tras día para no dejarse aplastar por la distancia y el aislamiento, que a menudo vuelven difícil ponerse a pensar o escribir sin que las emociones o los sentimientos estropeen la posibilidad de razonar y exponer con precisión.
Pero lo que pasa es que yo, cada día, me vuelvo menos doctrinario, es decir, más reacio a transformar nuestro pensamiento político en un sistema. En la historia política de nuestro país nosotros representamos la corriente más emotiva, más tradicional. No digo, no quiero decir, irracional o instintiva, que de eso quedé curado de espanto en la Argentina. Por ahí debe andar la explicación de la maravilla de supervivencia que es el Partido Nacional, eso que le permite no envejecer ni verse asfixiado por definiciones que la historia hubiese dejado atrás. Claro que esto no quiere decir que haya que tener una visión pragmática de la actividad política ¡líbeme Dios! Sino la constatación que las cosas fundamentales que definen al Partido Nacional no pueden, por ejemplo, referirse a determinado sistema de producción; más bien tendría que ser al revés”.
Transcribo deliberadamente la cita completa, sin extirpar el testimonio de sufrimiento por el exilio que se entrevera en el tema, a efectos de que luzca la dimensión humana de ese hombre cuya memoria nos ilumina y para que no nos olvidemos en qué medida le fuimos deudores.
Pero prosigamos. La imagen que de sí misma da una sociedad o un grupo humano comporta la elección de los objetos, las ceremonias, las expresiones, los recuerdos, las actitudes en los que se encarna aquello que para esa sociedad o ese grupo humano tiene valor. No podemos entender cabalmente una sociedad sin captar ese factor unificante que proporciona contenido y significado y que está vinculado con las estructuras simbólicas. Allí está la raíz más honda, la expresión de una particularidad histórica, de un punto de vista original sobre la vida y la muerte, sobre el significado del hombre, sobre sus obligaciones y sus límites, sobre lo que debe hacer y lo que puede esperar, y que le ofrece al individuo una forma de vida en cuyo contexto la existencia individual puede insertarse en un destino.
Las fuerzas netamente políticas son aquellas que no se limitan a traducir o trasladar intereses sectoriales a la esfera de lo político sino aquellas que tienen capacidad de reinventar y poner en escena (o poner en palabras o infundir en un estilo) la vida en una sociedad determinada. Y cuando se dice vida se entiende esa mezcla de cosas del orden de la realidad (o sea la interpretación veraz de lo que está pasando bajo las apariencias) y del orden del sueño compartido. Eso es el Partido Nacional.
El Partido Nacional es una corriente de vida cívica arraigada en un pasado nacional y, a la vez, vitalizada por un nuevo estilo que la convierte en construcción anticipada (simbólica) del futuro que los uruguayos andamos procurando. El Partido Nacional es actualmente un discurso y un estilo que muchos orientales reciben como la (simbólica) construcción anticipada del Uruguay que están buscando.
Cuando los blancos nos ponemos épicos decimos que el Partido Nacional es Oribe en el Cerrito, Leandro Gómez en las ruinas de Paysandú, es el vecino alzado Aparicio Saravia cabalgando tras el ideal de dignidad arriba y regocijo abajo, es Luis Alberto de Herrera transformando un partido armado en un partido votador, es el Mar del Plata II navegando con toda la marina de guerra atrás, es el discurso de Wilson en la explanada municipal, es la consigna de libertad responsable ante el azote mundial del Covid.
Más intelectuales enfilamos hacia el reconocimiento de Oribe y la abolición de la esclavitud, hacia Herrera y Carnelli con la legislación social, hacia Lacalle y la ley de puertos. Y podríamos seguir porque hay mucho para agregar.
Todo eso ha tejido un universo simbólico de una calidez y de una riqueza enorme, lleno de emotividad y de afectos, pero donde, mezclado con un montón entreverado de recuerdos, hecho cancionero y leyenda, se va tejiendo una forma de concebir y entender el Uruguay que no es solo sentimiento sino interpretación-creación. Habitando y sosteniendo ese universo simbólico se encuentran las ideas fundamentales: nacionalismo, identificación de lo nuestro, defensa de lo nuestro, sentido de igualdad sin privilegios, integración nacional (en el tiempo, con el pasado, y en el espacio con el Uruguay del interior); libertad individual, sociedad con espacio para el individuo; un país para todos y no para unos pocos; respeto y defensa de la ley, del principio de legalidad; rebeldía, no sometimiento; menosprecio de la rutina y apertura a la invitación, a seguir cabalgando y sentir el Uruguay que es, a la vez, pasión y proyecto.
Llegando al momento de ir poniendo un punto final a mi contribución a este libro me doy cuenta que lo más valioso de este escrito son las citas que he incluido más que mis propias palabras. Agrego, pues una cita más.
Terminada la revolución del cuatro con la muerte de Aparicio en Masoller, Lamas al mando de las tropas dicta la última Orden General al disolverlas, el 10 de octubre en el campamento del Olimar. En su numeral 7° dice: “Con esta orden general considera el que suscribe su misión terminada. Solo le resta despedirse de sus compañeros de campaña, agradecerles la confianza en él depositada y recomendarles para las luchas cívicas del porvenir lo mismo que ha hecho durante el período de la guerra: el mayor orden y disciplina, que coloque los intereses de la Patria por encima de los intereses del partido, que aprovechen de esta ruda enseñanza que nos da la guerra, de que para combatir, tanto en las luchas cívicas como en las protestas armadas, es imprescindible estar, por lo menos, tan unidos, tan fuertes y organizados como el adversario, y que, para que estas últimas no se produzcan asolando la Patria, que es de ambos partidos por igual, debemos respetarnos mutuamente en las primeras y que los que permanezcan alejados de ellas o indiferentes a título de conservadores o neutrales se afanen porque las libertades públicas sean un hecho real y positivo, dando la razón abiertamente a quien la tenga, para no tener más tarde que intervenir en la lucha como mediadores, olvidando tal vez que es más fácil prevenir los males que reprimirlos.
No conservemos rencores. Los ejércitos dirimen sus contiendas en los campos de batalla; terminada ésta debemos ser los primeros en declarar que el adversario, a la par que nosotros, han luchado cumpliendo con su deber como partidarios o como soldados. La sangre derramada por ambos combatientes nivela todo”.
Antes de finalizar y en atención a los tiempos que corren y al clima tóxico en que se está desarrollando actualmente la política me animo a agregar lo que sigue. Es menester tener muy presente que el Partido Nacional ha sido históricamente un agente de conciliación. Nunca rehuyó batalla alguna contra la opresión y no calló ninguna denuncia contra los abusos de poder, pero siempre mantuvo una mirada larga, aquella que divisa un futuro nacional, el cual si no es con todos, si es con exclusiones, nunca podrá ser verdaderamente nacional.
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