Cuando Excalibur de John Boorman se estrenó el 10 de abril de 1981 en Londres, casi nadie esperaba nada de ella. Porque hay que decirlo: el cineasta nacido en Surrey en 1933 fue siempre un creador dotado de desigual energía, que a veces estuvo muy bien empleada (A quemarropa, 1967; Infierno en el Pacífico, 1968; La violencia está en nosotros, 1972; La esperanza y la gloria, 1987, y su secuela Reina y patria, 2014), otras de manera honesta pero sin mucho brillo (La selva esmeralda, 1985; Más allá de Rangún, 1995; Alias el General, 1998; El sastre de Panamá, 2001; Mi tierra, 2004), y el ocasiones muy malgastada (El príncipe sin palacio, 1970; Zardoz, 1974; Exorcista 2: el hereje, 1977; Donde está el corazón, 1990; La cola del tigre, 2006). El hombre era desparejo y, viendo las fechas de cada película, advertiremos que al realizar Excalibur pasaba por su peor momento creativo. Pero la película sorprendió a todo el mundo.
Hay que retroceder 1400 años para encontrarle ubicación histórica a la leyenda del rey Arturo y sus Caballeros de la Mesa Redonda, más relacionados con el mundo mágico de los celtas que con heroicas cofradías de caballeros andantes. La historia es de todos modos guerrera y galante, porque Arturo (Nigel Terry) resulta traicionado por su mujer Ginebra (Cherie Lunghi), enamorada del favorito Lancelot (Nicholas Clay), y el adulterio estropea la armonía que el rey había logrado para su territorio. El problema viene acompañado de fuerzas sobrenaturales liberadas por la maga Morgana (Helen Mirren), que también pelea su propia guerra contra Merlín (Nicol Williamson). Como hermanastra de Arturo y madre incestuosa de su hijo, Morgana lucha por la sucesión al trono, y por recobrar la espada Excalibur, símbolo real dotado de oscuros poderes. La solución final a la crisis tendrá lugar en el campo de batalla, donde reyes, aspirantes a serlo, caballeros y brujas sucumben en una hecatombe épica. El encanto de la leyenda atrajo a generaciones de espectadores en cine, como lo probaban las versiones de gente tan dispar como Richard Thorpe (Los caballeros del rey Arturo, 1953), Walt Disney (La espada en la piedra, 1963), Joshua Logan (Camelot, 1967), y los intelectuales Robert Bresson (Lancelot del Lago, 1973) y Eric Rohmer (Perceval, el galo, 1978).
En 1981 seguía vigente, ya que Boorman volcó un presupuesto millonario en su nueva reconstrucción del mito, aprovechando los refinamientos visuales que permitía el cine ya en esos años. La habilidad del realizador consistió en no ceñirse a una rigurosa evocación histórica, que hubiera obligado a respetar la pobreza de la Bretaña pastoril del año 600, abatiendo así todo esplendor. Ayudado por el escenógrafo Anthony Pratt, el vestuarista Bob Wingwood y el decorador Tim Hutchinson, inventó un universo imaginario donde cruzó los fastos orientales de un harén con la pompa militar de los Caballeros Teutónicos. De esa forma, las poderosas imágenes se estrellan contra el brillo de las armaduras, los muros plateados y dorados del castillo real duplican las imágenes como espejos, y los bosques y praderas envuelven esa geografía con enorme luminosidad, mientras los jinetes desfilan al compás de la memorable Carmina Burana de Carl Orff.
Hay que reconocer que el efecto encandila, bañado en los reflejos pictóricos del fotógrafo Alex Thomson. Boorman, empero, va más allá de la simple hermosura, porque la anima con las oleadas de violencia y muerte que arrastra esa historia. Así, la carga inicial contra las murallas del ejército del rey Uther (Gabriel Byrne) mientras con Uygraine (Kathrine Boorman) conciben a Arturo tiene el fragor que Kurosawa solía imponer a sus estampas guerreras. Por otro lado, el avance final de las cabalgaduras evoca las férreas legiones de Alejandro Nevsky de Eisenstein, y el aspecto Botticelli de las damas recuerda imágenes de la ya citada Camelot. Boorman mostró su deuda con esos estilos ajenos, sin disimular el tributo wagneriano de varios momentos, no sólo porque los sones de Sigfrido, Tristán e Isolda y El oro del Rin invaden con su furor la banda sonora, sino porque esta leyenda absolutamente británica resulta germánica en idea, volumen y espíritu, a lo Fritz Lang en Los Nibelungos: al final Arturo no parece ir hacia Avalon, sino al Valhalla. Pero además Boorman aporta su visión personal de la leyenda, aprovechando su entrelínea dramática como símbolo de la violencia humana, tema recurrente en su carrera. Ello queda expuesto a través de varias etapas: la lucha por el corrupto y ansiado poder, las intrigas palaciegas, la fuerza negativa del ocio, el extravío político a través de la magia, la crítica de un amor culpable por parte de un valiente guerrero (Liam Neeson), y la inútil búsqueda de una reliquia sagrada, el Santo Grial, encontrado finalmente por Perceval (Paul Geoffrey).
El elogio para Boorman es el de haber mantenido en pie un relato muy ramificado sin que el vuelo épico se le apague, sus líneas paralelas se le esfumen, o el encanto disminuya su impulso, porque todo es envolvente. Quienes estén dispuestos a recorrer los 140 minutos del relato verán que la solidez de Boorman llega en algunos momentos a la grandeza que persigue, en los quince minutos finales, por ejemplo, salvando al film de la trivialidad, el exceso, el desgaste y el agotamiento. Eso, en una película de aventuras, es memorable. En 2021 podremos discrepar con la misoginia de una historia donde toda mujer es un instrumento destructivo, y otros se inquietarán ante la exaltación de una casta guerrera predestinada por los dioses a ejercer el poder, pero nadie podrá dejar de rendirse ante los resplandores de luz, fantasía y color de una película que atrapa por su insuperable y bella tela de araña.
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