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Figari a la luz de la luna por Alejandra Waltes

Figari a la luz de la luna por Alejandra Waltes
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El audiovisual “Nocturno” de Marcelo Casacuberta, que se enmarca en el ciclo de exposiciones denominado “Contactos” y puede verse en el Museo Figari hasta el día sábado 28 de agosto, fue la excusa para acercarnos a la nocturnidad en la obra de Pedro Figari, un aspecto poco difundido de la obra del insigne pintor.

Si bien no es desconocido que Pedro Figari y su hijo Juan Carlos pintaron juntos paisajes y escenas nocturnas aproximadamente desde 1913 hasta el año 1921, en que realizan juntos la primera exposición en Buenos Aires, es algo poco conocido por el gran público.                                                                             La característica de este período pictórico denominado “Claro de luna” son los tonos fríos, que Guillermo C. Rodríguez –pintor amigo de Figari– reconoce como pertenecientes a una etapa intermedia del artista, entre la formativa de sus años juveniles y el colorido estilo consagratorio que caracterizado sus cuadros más célebres. Sin embargo, esa nocturnidad, esa atracción por la luz de la Luna y por lo que acontece bajo su influjo, la atmósfera en que envuelve los paisajes, es un tema que atraviesa la obra de Figari más allá de su etapa estilística.                                                                                                                          Para el artista, verdadero cronista que rememora  un pasado colectivo, las figuras no pueden aparecer delineadas perfectamente, ni ser en extremo realistas y la luz de la luna, los faroles y las velas, dan la iluminación apropiada para retratar esa atmósfera de ensoñación.                                                                 Para alcanzar ese estado crepuscular tan característico de sus óleos, Figari hubo de dominar la materia y la técnica. Es en esa etapa intermedia  en que se separa de sus inicios, sacudiéndose cualquier vestigio académico y eludiendo el dominante Impresionismo que abrazaron sus amigos Pedro Blanes Viale y Milo Beretta, con quienes salía a pintar al aire libre. En un determinado momento, Figari se abrió paso para llegar a crear su propio universo, imprimiendo a su obra una luz propia y única, “[…]  la luz del recuerdo.”   Es el onirismo de muchas de estas pinturas de luna siempre presente, sea por su figura o sugerencia, en que se superpone el poeta y el plástico, que nos recuerda los ambientes recreados por De Chirico.    Como cronista de lo humano, de sus pulsiones, no era preciso que se apoyara en recuerdos puntuales y definidos. Figari consiguió integrar sus medios y su percepción poética al mundo que buscaba construir.   El artista se repetía pero se resignificaba. Recordaba con el corazón, y por eso construía, una y otra vez, sobre las mismas referencias. La luna que preside las ceremonias, desde un punto de vista constructivo, no está allí arbitrariamente. Se la ubica en la sección áurea, con la importancia perceptiva propia de lo circular, pero además, privilegiadamente, en un espacio donde su hegemonía figural permanece incuestionada.                                                                                                                                                   A veces los autores parecen hablar de distintos Figari. Esto se debe a que, en su versatilidad, el artista adopta diferentes soluciones según las épocas y según los cuadros. En algunos de éstos se acentúa el planismo, en otros, hay una mayor aproximación al naturalismo y a los intimistas. Pero incluso en aquellos en que prima el plano, la sombra coloreada mantiene la percepción naturalista.                                                                           Cada pintura es una unidad intensa con un grado importante de efectividad comunicativa y estética conseguida con gran economía de medios y esa es la esencia de su estilo, del estilo Figari.                                                El propio artista se definirá en su correspondencia y en expresiones públicas como un evocador, y no solamente en lo personal, sino también en lo que atañe a la memoria colectiva: “Mi pintura no es una ‘manera de hacer pintura’ sino una manera de ver” (carta del 7 de mayo de 1933, fechada en París, a Salterain Herrera). “Mi propia visión se halla en el mismo caso. Este concepto filosófico explica mi arte, que se ha dicho, es indefinible. Juntamente es esto: yo no trato de definir ni de dar una noción precisa de la realidad objetiva, ritual, sino de ofrecer por sugestión briznas de realismo más o menos poetizado según mi manera personal de reaccionar, de ese realismo que he podido anotar en mi observación y en mi recuerdo. De ahí que no se apele a la descripción y a la definición, como es tan corriente, la que para la mayoría de los artistas fue la meta a alcanzar, llevando esto a confiar en el dominio técnico, como instrumento triunfal, total. […] Esto obliga a establecer que mi pintura es fruto de un nuevo concepto filosófico acerca del arte y de la emoción, o sea, del esteticismo” (París, enero de 1933).

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