¿Cuál habrá sido el sentido que José Mujica le dio a sus palabras, cuando ante la Asamblea General, el 1° de marzo de 2010, llamó de «gladiador» al expresidente Julio María Sanguinetti, de los tantos invitados ilustres que concurrieron al Palacio Legislativo el día en que uno de los más conocidos tupamaros asumía la Presidencia de la República? Ambos han estado en las antípodas, a lo largo de sus vidas. Seguramente lo pensó, ese día tenía que conseguir que no se le echasen encima por su pasado guerrillero, y Sanguinetti era una de las mayores incógnitas.
Si alguien sabe jugar duro en este país es Julio María Sanguinetti. En los albores del regreso a la democracia, Sanguinetti y Wilson Ferreira Aldunate tuvieron un encuentro en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, agosto de 1983, con motivo -o excusa- de participar ambos de un seminario internacional. La dictadura había perdido el plebiscito de 1980, y comenzaba a agrietarse. En el encuentro quedaría claro que ambos tenían una visión diametralmente opuesta con respecto al momento. Wilson estaba convencido que el empuje popular y la acción de los partidos políticos, cada vez más abiertamente, acabarían por hacer caer el régimen militar. Sanguinetti atribuía la visión de Ferreira a no vivir el día a día de los uruguayos. Sin embargo, era indiscutible que a pesar de vivir en el exilio, Ferreira Aldunate había conseguido mantener el liderazgo del Partido Nacional. Sanguinetti estaba convencido que había que negociar con los militares para evitar más desgracias y muertes al país. No se pusieron de acuerdo. Poco después la oposición conseguía otra memorable victoria cívica con el acto del Obelisco.
Mientras tanto, con Seregni preso, Sanguinetti parecía mantener en sus manos las riendas de la transición. Ferreira era demasiado díscolo para su paladar, los separaba un largo trecho de la historia del Uruguay. Lentamente se había producido un cambio generacional en la izquierda, que, posiblemente, respondiese con más claridad a Seregni, y que se manifestaba tanto en lo sindical como en lo político. Notoriamente, buena parte de la izquierda, votó dentro de los lemas tradicionales, en las elecciones internas de 1982. No había otro liderazgo dentro de la izquierda que no fuera el de Seregni, preso, y con un prestigio en alza. Pero ese prestigio no alcanzó para deslindarse de Sanguinetti, que, en grandes brochazos, advertía a unos y a otros que había que negociar o se prendía fuego el país.
El país no se prendió fuego. Cuando Ferreira Aldunate cruzó el charco estaba convencido de que pasaría lo que le había dicho a Sanguinetti en Santa Cruz de la Sierra. Creyó que la dictadura no soportaría la presión en la calle. ¿Sin líderes democráticos presos hubiera sido lo mismo? ¿Cuál fue el verdadero diálogo en esos dos años y tantos que duró la parte final de la dictadura, hasta las elecciones de 1984? Se puede intuir, se puede imaginar el tipo de garantías que pedían los militares para permitir que el país votase en 1984.
El daño mayor se había producido en los primeros años de la dictadura El daño económico y social vino después, como consecuencia del desgobierno y la ineptitud para manejar un Estado que sólo parecía serles útil como excusa para mantenerse en el poder. No había ninguna posibilidad, ni cerca ni remota, de que las Fuerzas Armadas encontrasen algún tipo de resistencia que no fuese pacífica. La respuesta de la ciudadanía ante el plebiscito del 1980 cambió las cosas, la ciudadanía se expresó con claridad, hasta los que pudieran haber pensado que la propuesta de la dictadura era, en última instancia, una salida.
Mientras tanto, las dictaduras del Cono Sur comenzaban a formar parte de la agenda exterior del gobierno de Estados Unidos. Tanto Jimmy Carter, como el futuro candidato demócrata, Edward Kennedy no parecían dispuestos a concederle más tiempo a la dictadura uruguaya. La izquierda no tenía margen para hacer otra cosa que esperar los futuros acontecimientos, arropada en el resto del arco político. ¿Dónde estaba el peligro de un estallido de violencia? ¿Contra qué batallaba El Gladiador?
La distancia que impone el tiempo ha escondido demasiadas cosas en este país. La democracia política, que es virtuosa en el conjunto de garantías a la libertad, tiene su talón de Aquiles en la lentitud con que construye sus consensos, y ventila el significado de la letra chica. ¿Dónde están los colorados del Foro, que parecían pertrecharse para continuar en el poder, bajo los auspicios de una renovación que nunca fue? El único sobreviviente ha sido El Gladiador. Sólo se mueve junto a él una larga sombra herrumbrada cada vez que El Gladiador se apresta a iniciar otro nuevo movimiento.
Tal vez Mujica se miraba en ese espejo cuando entendió que tenía que dedicarle unas palabras al expresidente. Ser un gladiador puede significar muchas cosas, y ninguna al mismo tiempo. Puede ser un bálsamo para la vanidad, o un elogio que señale la distancia en que el contendor ubica la prudencia. Lo mismo, casi lo mismo, pudo haber dicho Sanguinetti de Mujica tras el largo periplo que inició en Paso de la Arena. En definitiva, son ellos los que animan esta pesada y larguísima jornada. Los dos tienen ganas, son unos gerontes que dan la impresión de estar buscando la mejor ubicación para hacernos partícipes del asalto final.
Si hay alguien que representa mejor el mujiquismo es Bonomi. Si hay alguien que representa mejor el entorno íntimo de Sanguinetti es Hierro López. Dos personajes muy singulares, los dos ministros del Interior, los dos pueden justificar cualquier cosa. Eso es el Uruguay que se aferra a las palabras que ya nadie cree. «Si vos vas yo voy» parecen decirse. Mujica y Sanguinetti, ambos mañosos y verborrágicos, están esperando el momento de tomar la última dicisión.
A pesar de la caída, Mujica le lleva cierta distancia a Sanguinetti: ha conseguido hacerse con el poder de una fuerza política en la que nunca creyó, al menos hasta que su probado olfato le dijo que por ahí había un camino. El Gladiador ha dinamitado todos los puentes. Le basta su poderoso cerebro para acometer lo que le queda por hacer en esta tierra. Desde la filigrana con que comenzó a urdir su versión del futuro democrático de este país hasta la realidad de hoy parece que hubiese pasado un siglo. Su contraparte también se alza desde los innecesarios dolores de un parto que nunca se produjo, ni aquí ni en ningún lado, ni en la década del sesenta ni cuando le tocó gobernar.
Sanguinetti precisa juntar fuerzas, sabe que con lo que tiene no alcanza. Salió a la calle a vender la ilusión de una especie de Frente que no le serviría ni para ganar ni para gobernar. Va por la negativa, con la misma bolsa de humo con que fue a Santa Cruz de la Sierra. «Si vuelve a ganar el Frente Amplio va a ser un desastre». Tal vez en eso tenga algo de razón, porque en algún momento el FA se tendrá que sacar el pasado de encima, pero da la impresión de que Sanguinetti sería el menos indicado, él es el pasado viviente, igual que el otro Gladiador. Sólo puede conseguir que los frentistas sean los que se asusten y vuelvan a votar por miedo, no por convicción.
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