Hacia la perdición por la fe Por Hoenir Sarthou
“Confiar” es una palabra de origen latino cuyo sentido original puede interpretarse como “tener fe juntos” o “compartir la fe”.
Nos hemos familiarizado con la palabra y hoy nadie necesita que se le explique su significado. Sin embargo, conviene recordar que está profundamente ligado a los sentimientos de fe y de esperanza, vale decir a la expectativa, no necesariamente demostrable ni segura, de que las cosas ocurrirán y las personas se comportarán del modo que deseamos.
Es casi imposible detallar el papel que la confianza juega en la vida social y la cantidad de instituciones sociales que demandan y se basan esencialmente en ella.
De chicos, como nacemos desvalidos, estamos obligados a confiar y a depender de nuestros padres o de los adultos que nos rodean. Luego se nos enseña a confiar en maestros y profesores, que son los encargados de introducirnos en la vida adulta. Y en los médicos, que se supone saben qué les conviene a nuestros cuerpos. Un poco más adelante, se nos exige confiar en -o al menos acatar a- la policía, que nos indica, a veces con muy malos modos, qué es lo permitido y qué no.
Ya adultos, como nuestro conocimiento del universo y de nosotros mismos es necesariamente parcial y limitado, dependemos de expertos (científicos, filósofos, sacerdotes, historiadores, psicólogos, sociólogos, críticos de arte, economistas, etc.) que nos dicen cómo es el cosmos y cuál nuestra naturaleza, cómo fue el pasado, qué esperar del futuro , qué es bueno y qué es malo, por qué actuamos como actuamos, cuándo emocionarnos, y cómo manejarnos en la vida.
Por último, confiamos en los medios de comunicación, porque se supone que nos informan sobre los cambios del mundo, en los gobernantes, porque se supone que ejecutan lo que nos conviene, y en un orden internacional que sobrevuela a todo lo demás, porque –en la duda sobre Dios- necesitamos creer que alguien supervisa el caos del mundo.
Ahora, ¿qué sucedería si no pudiésemos confiar en nada de eso?
¿Qué pasaría si los padres, maestros y profesores, convencidos u obligados por las autoridades, aplicaran teorías estrafalarias sobre lo que son los niños, sobre lo que les será o no útil, sobre su autopercepción sexual, su formación como ciudadanos, sus derechos y obligaciones, sus vínculos afectivos y su inserción laboral?
¿Qué pasaría si de pronto descubriéramos que, salvo honrosas excepciones, la policía actúa en connivencia con delincuentes grandes y chicos, la medicina es un negocio inmisericorde, y la academia y los expertos guían sus pasos por las teorías que la financiación y la promoción imponen, que la información que nos llega por los medios de comunicación, los motores de búsqueda de internet y las redes sociales, está diseñada para vendernos una realidad diseñada, con conflictos, guerras, epidemias, atentados, estadísticas, problemas climáticos y de género digitados para producir en nosotros ciertos efectos y evitar otros? ¿Qué pasaría si descubriéramos que la mayoría de los gobernantes nacionales, y el orden internacional, son aparatos, a menudo pagos o financiados, al servicio de intereses que nada tienen que ver con los de los gobernados?
Habrán notado que uso el modo condicional para describir estas cosas. No me crean. Es un recurso literario. Ya estamos viviendo esas cosas.
Cada vez que uno describe la situación, no falta quien diga: “Eso siempre fue así, siempre hubo corrupción y mentiras”.
Y es en parte cierto. Pero hay algo nuevo. El mundo nunca había estado dirigido por una estructura de poder económico unificada y de alcance global. Y, peor aun, nunca había estado dirigido por una estructura que tuviese como objetivo declarado reducir el consumo y el número de integrantes de la Humanidad. Algo que hoy permite la tecnología y que conlleva el control, el recorte de libertades y la pérdida de poder político de las personas comunes. Un proyecto que se instrumenta y legitima no sólo por la economía, sino por el control de los sistemas políticos, educativos, científicos, sanitarios, culturales y mediáticos.
Hace poco, una amiga me afirmaba que la gente no percibe la falsedad y manipulación de que es objeto, salvo cuando la afecta directamente.
No estoy de acuerdo. Es cierto que mucha gente continúa votando a los gobernantes, pagando impuestos, acatando las leyes, consultando a los médicos, denunciando los delitos ante la policía, reclamando ante los jueces, enviando a sus hijos a la escuela, viendo los noticieros, consumiendo los productos “culturales” sistémicos y jugando el juego que se les propone. Pero también es cierto que esas instituciones vienen perdiendo credibilidad en forma vertiginosa en todo el mundo. Basta hablar con la gente para notarlo, al punto que surge incluso de las encuestas de opinión que cada tanto se difunden.
¿Cómo se explica esa contradicción, esa gente que descree de las instituciones y a la vez se somete a ellas?
Mi impresión es que predomina el horror al vacío. Nada es más duro que perder la confianza –la fe compartida- en el sentido de todo lo instituido. ¿Cómo vivir sin creer en maestros, en gobernantes, en médicos, en artistas, en científicos, en jueces, en policías, en los medios de comunicación, en los organismos internacionales? ¿Cuál es la realidad en ese contexto? ¿En qué creer? ¿De qué agarrarnos para no caer en el vacío?
No por casualidad empecé este artículo hablando de la fe, de esa forma de la fe que llamamos confianza. Quizá allí esté el problema. Quizá la fe sea el problema.
Hace casi cuatrocientos años, René Descartes se propuso descreer de todo lo convenido y aprendido, sospechando que podía ser falso. Intentó partir de cero y sólo tener por ciertas aquellas cosas que se presentaban a su entendimiento como “distintas y evidentes”, es decir verificables por la experiencia o el razonamiento. Arrancó dudando de su propia existencia. Hasta que llegó a la convicción de que, si alguien pensaba en dudar, ese alguien existía, y lo formuló con el famoso “Cogito ergo sum”, es decir “Pienso, en consecuencia existo”. El pensamiento de Descartes suele ser considerado un pilar del racionalismo moderno.
Tampoco es casualidad que en Occidente llevemos más de medio siglo de bombardeo constante contra el pensamiento racional, protagonizado por corrientes intelectuales, como la postmodernidad, movimientos sociales, como el Mayo francés del 68, posturas espiritualistas, hippies, orientalistas, ambientalistas, new age, expresiones artísticas, y movimientos supuestamente liberadores de todos los esquemas mentales preexistentes.
El resultado son sujetos que interpretan la realidad a través de la fe –la confianza- en diversas creencias. En una religión, en enigmáticos poderes humanos o de la naturaleza, en un destino sólo cognoscible por iniciados, en una explicación mística del mundo. Pero también –y esa es la paradoja- a través de la fe en una ideología o en un partido político, en un líder carismático, en una teoría científica, en un experto prestigioso, o en la información que dan los medios de comunicación.
El objeto de la fe no importa. Lo importante es que, cuando estamos dispuestos a aceptar ideas y representaciones de la realidad sin pasarlas por el tamiz crítico de nuestra razón y de nuestra experiencia concreta, quedamos expuestos a la manipulación. Porque, teniendo dinero, nada es más fácil que fabricar o comprar organizaciones políticas o sociales, teorías científicas, iglesias o corrientes místicas. No sólo es fácil. Además suele ser buen negocio.
¿Qué me propongo sostener?
Que, quizá, la vieja racionalidad y su “actitud científica” sea un antídoto contra esta epidemia de “confianzas” manipuladas y engañosas. Me refiero a la actitud científica, y no a la “confianza en los científicos” que intenta sustituirla.
Por actitud científica me refiero a una actitud modesta que puede casi confundirse con el sentido común, y que pasa a todas las cosas por dos filtros: 1) la coherencia interna en cualquier teoría sobre la realidad; 2) que no haya contradicción entre la teoría y la experiencia real.
Si afirmo que nos amenaza una pandemia, y me descubren manipulando el virus de la pandemia, no soy creíble. Si afirmo que hay cambio climático, y me descubren manipulando el clima, no soy creíble. Si además gano dinero con las dos cosas, soy menos creíble. Ni hablar de si además manipulo los datos para que justifiquen mi teoría. O de si, siendo gobernante, anuncio grandes inversiones pero el país es después más pobre y sólo el inversor es más rico. Sencillo, ¿no?
La actitud racional tiene un precio: admitir que ignoramos la mayor parte de las cosas y que sólo podemos dar por ciertas a aquellas de las que se nos convence con pruebas o que verificamos por la experiencia
Ocho mil millones de personas no pueden ser manejadas por la fuerza. Es necesario engañarlas para que se sometan. Y, si un porcentaje significativo de esa gente se niega a ser engañada, no hay sumisión posible.
Por eso la decisión entre la racionalidad y la fe manipulada es tan importante.
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