El lunes pasado, en el marco de su gira de campaña preelectoral, Lula recibió la compañía de algunos expresidentes, como Pepe Mujica, Dilma Rousseff, y Rafael Correa. Un caso curioso el de Lula, sobre el que pesa un proceso judicial que podría llevarlo a la cárcel dentro de pocos días más. Las encuestas le siguen dando un alto apoyo de la ciudadanía, como si las causas en las que pudo haber estado involucrado no empañasen su credibilidad.
Primero fue el mensalao, luego la cadena de corrupción descubierta en Petrobrás. A partir de la investigación denominada “Lava Jato”, se pudo conocer que entre 2004 y 2014, se desviaron unos 8000 millones de dólares. Pero esa enorme masa de dinero es sólo la punta del iceberg. Odebrecht, una mega empresa dedicada a la ingeniería y la construcción, consiguió, por esos mismos años, extender su poder tóxico por cuanto país ha operado. ¿Qué tienen en común las causas investigadas y denunciadas por el juez federal Sergio Moro? Que los ilícitos han seguido un patrón operativo: los grandes contratos fueron otorgados mediante un sobreprecio que ha oscilado entre el 1 y el 2%, un dinero que fue repartido entre los mandos clave para la concesión de obras. Lula, y luego su sucesora en la presidencia de Brasil, han estado al mando del Estado mientras todo esta poderosa máquina de corromper se desplegó por Brasil y por la mayoría de los países de América Latina.
¿Puede un presidente desconocer lo que estaba pasando frente a sus propias narices, y, todavía peor, cuando varios de sus hombres de confianza estaban involucrados? Uno de los problemas para enfrentar semejante organización delictiva ha sido la connivencia entre la política y los negocios estatales. Al acto del otro día, en Santana do Livramento, faltaban algunos viejos amigos como Maduro, Cristina Fernández de Kirschner, Evo Morales y Daniel Ortega. La causa de la izquierda ha sido la conquista del Estado para transformar todo en un mundo maravilloso, sin ricos ni pobres. Al parecer, Nicolás Maduro es, de todos ellos, el que está más cerca de llegar a la meta.
En lo que concierne a nuestro expresidente, resulta penoso verlo como invitado de lujo, dándole una manito publicitaria a gente que, por lo menos, debieron haber cuidado los bienes públicos con más celo que a los propios. Si bien Lula consiguió sacar de la pobreza extrema a varios millones de brasileros, también arrastró al desprestigio al propio sistema político, a las instituciones del Estado, y a pérdidas económicas que podrían haber contribuido a hacer del Brasil un país del Primer Mundo. Si Michel Temer es hoy el presidente de Brasil, no hay que olvidar que antes fue el Vice de Dilma Rousseff. La fragmentación del poder político en Brasil, y la ingeniería necesaria para mantener cierta gobernabilidad, ha producido alianzas increíbles, por cuyas costuras se ha infiltrado la corrupción. Fue interesante ver a un obrero metalúrgico en la presidencia de una nación poderosa, o a una exguerrillera, luego, como sucesora, pero tras esa fachada se escondía el jogo bonito del verdadero poder brasileño, del que el partido de gobierno, acabó siendo un rival muy falto de forma para poner en pie un Estado competitivo, propietario de una empresa como Petrobrás, la empresa más grande de Brasil, y la empresa de propiedad estatal más grande de América Latina. Obviamente, dirigir una empresa como Petrobrás debió ser el sueño del Partido de los Trabajadores, el que aupó a Lula al poder, pero ahí están los resultados.
En el acto de Santana do Livramento, Mujica volvió a mostrar su facilidad para dar consejos. Aconsejó al PT a que buscasen nuevos liderazgos porque Lula no les sería eterno. Por su parte, Lula le pidió a Mujica que fuese candidato en las próximas elecciones uruguayas: «Y usted, señor Mujica, también tiene que ayudarnos. La forma de que nos ayudes es que aceptes ser candidato a la Presidencia de Uruguay, y si es candidato es muy probable que triunfe en las elecciones». No entró en detalles sobre el tipo de ayuda en la que Mujica podría serle útil.
La izquierda, si estos partidos son la izquierda, dan la impresión de estar en medio de un proceso de enfriamiento, y el síntoma más claro es la dependencia de figuras que se resisten a dar un paso al costado para que nuevas generaciones de dirigentes comiencen a expresarse. Es un síntoma, como lo es la tendencia a cambiar la Constitución para conseguir más y más reelecciones. En el desconcierto que produjo la desaparición de los paradigmas ideológicos, la renovación también pasa por la renovación de las ideas, y eso no acaba de aflorar. A la izquierda le está costando mucho comprender el fracaso del leninismo, le está costando mucho aceptar que la lucha de clases es más una actitud filosófica que un combate real. No acaba de aceptar las reglas del juego de la sociedad humana, que tiene en la democracia liberal un escollo y una oportunidad, a la misma vez. Estos hombres viejos, están analizando su situación, y la de sus partidos, con las herramientas ideológicas del siglo XIX y no con la realidad palpable de un siglo XXI, que si se cumple la profecía de Grompone, le estará dando el último adiós al capitalismo. Esta izquierda no está viendo que existen islotes de libertad, progreso social y excelentes niveles de vida, ya, hoy, en algunos países, o en parte de algunos países capitalistas. No está viendo el crecimiento de las clases medias, en todo el mundo, y que el trabajo físico, en pocos años, será excepcional.
Lula dijo que le asusta el odio de clases… Qué paradójico. El odio de clases está en la tapa del libro rojo, en el pensamiento político del Che. Es el resultado de llamar a la insurrección para tomar el poder por medio de la fuerza. Lula dijo, en el discurso del lunes pasado en Santana do Livramento, que nunca vio tanto odio como en la campaña de Dilma. Lula no parece un hombre prepotente, no llegó a la política haciendo su carrera en la lucha armada, pero las fuerzas políticas son la suma de expresiones que acaban desbordando a sus propios líderes, y más en la izquierda ortodoxa, que todavía guarda sus expectativas en asaltar el Palacio de Invierno.
Las palabras del Che a la Tricontinental son claras, al menos en dos cuestiones fundamentales: el odio de clases como alimento del alma, y el rol de los revolucionarios, para quienes los obreros sindicalizados sólo pelearán por pequeñas conquistas salariales. La adhesión, incluso cuando eso sólo implique una mirada piadosa al pensamiento revolucionario, de una u otra forma, implica compartir la idea en su totalidad. Es parte del discurso y es parte del pensamiento político, son inseparables.
La sociedad uruguaya está dividida, cada parte empieza a odiar a la otra. Hay frustración con la democracia y los partidos políticos. Los sindicatos de la enseñanza siguen decretando un paro cada vez que una madre rabiosa le da una trompada a la maestra de su hijo. Se hace el paro pero las trompadas dejan de ser una excepción para ser un hecho cada vez más cotidiano en las escuelas de nuestro país. Es sólo un doloroso síntoma de que vamos mal, aunque las cifras digan que estamos bien.
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