La palabra compañero, que es una síntesis cuasi litúrgica del verbo compartir conjugada en todo los tiempos incluyendo naturalmente el infinitivo, es, desde épocas inmemoriales, una seña de identidad de la izquierda.
Es bastante más que un mero sustantivo que condensa identidades, porque su significante también alude e invoca las más íntimas sensibilidades individuales y colectivas.
En algunas circunstancias, compañero adquiere nombre propio. Es el caso de Tabaré Vázquez, o Tabaré a secas, para quienes somos y seguiremos siendo sus compañeros y sus epígonos.
El dos veces presidente de la República y líder histórico del Frente Amplio, que abandonó este mundo en medio de la agobiante congoja de su pueblo y la admiración y el respeto aun de sus más enconados adversarios políticos, fue realmente eso: un compañero militante con mayúscula.
Sería redundante reseñar la vasta y brillante carrera profesional de este médico oncólogo y confeso socialista de profunda raigambre popular, más allá del limitado espacio de esta entrega.
En efecto, el Tabaré hombre siempre trascendió al Tabaré médico o al Tabaré político, porque fue un ser humano realmente entrañable, que, desde muy joven, derramó cariño.
No en vano, este descollante personaje público, que era de extracción popular y no burguesa como otros mandatarios uruguayos, nació en La Teja, un barrio obrero de nuestra capital que aun cobija sueños, algunos concretados, y otros postergados por el egoísmo y la inequidad.
Allí inició su fecundo periplo en la vida y en la medicina y hace apenas treinta años, en la política, cuando se transformó, en 1990, en el primer Intendente Municipal de Montevideo del Frente Amplio.
Ese fue el mojón inicial para una izquierda que prosiguió creciendo y abonando su incontenible proceso de acumulación para llegar, en 2005, al gobierno nacional, nada menos que con el timón de Tabaré Vázquez.
Su primera presidencia fue una suerte de cruzada redentora y una terapia sanadora, que comenzó a restañar las heridas de un Uruguay dramáticamente postrado por la demoledora crisis de 2002.
En efecto, Tabaré abrió un espacio de tolerancia y diálogo en una sociedad radicalmente polarizada, impulsando la restauración de la negociación salarial colectiva y la libertad sindical y privilegiando a la clase trabajadora.
En ese marco, cayó la pobreza y la desocupación a niveles históricos, aumentaron sustantivamente los sueldos y las jubilaciones y se dignificó a las empleadas domésticas y a los recurrentemente explotados peones rurales.
Asimismo, los uruguayos avanzaron en materia de desarrollo y derechos y se cumplió con otra asignatura pendiente: habilitar la investigación y juzgamiento de los delitos de lesa humanidad perpetrados durante la dictadura, que permanecieron impunes durante 20 años.
Más allá de adhesiones, enconos, amores y desamores, Tabaré Vázquez fue un entrañable compañero, particularmente para la clase trabajadora, que lo siente en su corazón.
Tabaré no murió, se sembró. Hasta la victoria siempre.
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