Nuevos aires soplaron en Honduras los últimos días de noviembre luego de las elecciones del domingo 26. Unos 5 millones 700 mil ciudadanos fueron llamados para escoger a 128 representantes al Congreso unicameral y, asimismo, elegir 20 diputados al Parlamento Centroamericano (Parlacen); 298 cargos municipales, así como presidente de la república, para lo cual se presentaron nueve postulantes.
De esta multiplicidad de candidatos al Ejecutivo en realidad sólo dos tenían posibilidades de triunfo: Salvador Nasralla, de la Alianza Oposición contra la Dictadura, y el presidente en ejercicio que se postulaba a la reelección, Juan Orlando Hernández, del Partido Nacional. En este último caso, Hernández pudo ser candidato como resultado de una sentencia de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia que lo habilitó pese a que el texto de la Constitución hondureña, a título expreso, prohíbe la renovación del mandato del Ejecutivo.
Contó para ello con los avales de facto de la OEA y de su representante, el derechista cochabambino Jorge Tuto Quiroga -derrotado en Bolivia por Evo Morales en los comicios de 2005 y 2014-; la Unión Europea (UE); el estadunidense Centro Carter y un organismo electoral que mayoritariamente reúne a representantes conservadores continentales: ninguna de estas instancias puso reparos a la postulación de Hernández, ni siquiera inquirieron sobre la legalidad de la misma.
Contribuyó a ciertas flaquezas de la memoria popular la proximidad de la “fiesta cívica”, como dice la gran prensa, que cree que la voluntad ciudadana se agota con el voto y considera el hecho como el alfa y omega de la democracia. Así, se pasó por alto la represión gubernamental de este año a las iniciativas de dirigentes y grupos opositores. La noche del propio domingo y sobre todo el lunes 27, una algarabía contagiosa ganó espacios en Tegucigalpa, San Pedro Sula, Danlí, La Ceiba, Choluteca: de acuerdo con más del 70 por ciento de las actas de escrutinio de la alianza de Nasralla, éste había conseguido derrotar al actual presidente sacándole un cinco por ciento de ventaja.
La presencia de organizaciones internacionales sumada a la demanda de los periodistas presionó para que el Tribunal Supremo Electoral (TSE) –que se negaba a ofrecer datos- en la madrugada del lunes confirmara la ventaja del opositor en lo que decían llevar contado -58 por ciento de las actas- superando al presidente Hernández por más de 100 mil votos.
La noticia hizo suponer que el reposicionamiento de regímenes de derecha en América Latina no sólo había quedado frenado y en espera de la segunda vuelta en Chile sino que en Honduras había descarrilado. El pueblo empezó a pensar que se hacían realidad las promesas contenidas en el discurso progresista de Nasralla, que reconocía la necesidad de apoyarlo para superar la postergación social y económica, que se crearían puestos de empleo dignos, superando la precarización mayoritaria. Se pensaba, incluso, que se podrían disolver los lazos entre los políticos de derecha y los capos narcotraficantes y se procedería a combatir la corrupción e investigarían enriquecimientos inexplicables. La derrota palpable, por entonces, de una expresión dominante de la derecha fue reconocida hasta por adversarios políticos de Nasralla que habían sido sus competidores en la contienda presidencial.
Sin embargo, los hechos ocurridos contribuyeron a dar idea de desorden: la repulsa popular generada por lo que se suponía sería la derrota del gobierno; el hecho inicial de que la autoridad electoral no se decidiera a dar resultados aduciendo sucesivas caídas del sistema y consecuentes procesos de revisión de lo realizado; el resguardo y la asignación de fuerzas policiales a sitios oficiales -ausentándose de la vigilancia y el patrullaje callejero- propició (por descuido voluntario) que delincuentes vieran facilitados los saqueos a comercios.
Además del clima enrarecido, lleno de falta de datos comprobables; con la exaltación por parte de los medios de los hechos violentos y machacando a la población con datos que les daba el TSE anunciando el “vuelco” en el conteo y la ventaja casi final de 1.5 por ciento favorable al presidente; contando con el visto bueno de las patronales y empresarios extranjeros y nacionales del campo y de la ciudad, el gobierno decretó e impuso medidas de excepción, con toque de queda, y sacó al ejército a la calle, sabiendo que la cúpula de la fuerza armada -la alta oficialidad y sus mandos- lo apoya.
Entonces, Honduras -sus autoridades y sus clases dominantes- volvieron a ser lo que en el pasado fueron: refugio de “los contras” antisandinistas financiados y dirigidos por la CIA, entrenados y conducidos en acción por el batallón 601 de Argentina, una excrecencia de la imposición dictatorial que desapareció a 30 mil personas. Los nombres de sudamericanos, hondureños, estadunidenses, israelíes y gusanos de Miami se volvieron a mezclar en la cabeza de muchos: desde Oliver North, hasta los de Osvaldo Balita Riveiro, del 601; los ex coroneles somocistas Enrique Bermúdez y Emilio Echevarry, y el jefe de las Fuerzas Armadas locales, general Gustavo Gaucho Álvarez Martínez, cofundador con el israelí Yehuda Leitner del escuadrón de la muerte 3-16, sin olvidar el contrabando con el miamense Félix Rodríguez de fusiles AK-M para la contra por Puerto Lempira, donde el embajador de Washington, John Dimitri Negroponte, elegía ir a nadar.
Aunque en un principio los ejecutores gringos lo ocultan y niegan, sucumben -luego- a la tentación de contarlo y vanagloriarse. Sobre la situación de junio de 2009, Hillary Clinton -canciller del primer gobierno de Barack Obama- en su autobiografía Hard Choices (Decisiones difíciles) se siente obligada a explicar qué hizo: el presidente del Congreso de Honduras, Roberto Micheletti, le refirió que se disponían a proteger “la democracia hondureña contra el poder ilegítimo de (Mel) Zelaya y nos advirtieron que el presidente buscaba convertirse en un nuevo Chávez o Castro”. “Ciertamente, la región no necesitaba otro dictador y muchos conocían bien a Zelaya como para creer en estas acusaciones contra él”, escribió la señora. Ergo, ella como secretaria de exteriores, Obama como presidente y Estados Unidos, como pieza central del engendro capitalista e imperial, coadyuvaron al golpe de Estado contra un presidente legítimo: “De aquellos polvos vienen estos lodos”.
El martes 28 escribía Giorgio Trucchi: “Un proceso electoral que ha visto a millones (…) salir pacíficamente a votar para elegir a sus autoridades (…) se está convirtiendo aceleradamente en una farsa electoral, que pronto podría convertirse en una peligrosa crisis política”.
Al día siguiente, debido a la tardanza en dar resultados el TSE, mi antiguo conocido, ex rector de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, defensor de derechos humanos y columnista, el doctor Juan Almendares, avizoró en Honduras que “aquí no hay democracia, y no sólo en este proceso electoral. Lo que está ocurriendo de nuevo es la construcción de otro golpe de Estado: este país es un conjunto de golpes”.
Esto que aquí ocurre se asemeja a lo que vivimos en los 70 con el pachecato y los prolegómenos de Bordaberry con la predictadura: junto con la represión de toda postura disidente, la imposición de un neoliberalismo tardío, comprobadamente anacrónico, destructor de los derechos sociales de las grandes mayorías –en particular de asalariados y jubilados-; proclive a la sesión de soberanía y enemigo de toda expresión democrática. Lo que ocurra tendrá la venia de Washington acompañada de la bendición de la OEA y su portero de la secretaría de colonias que trabaja como secretario general.
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