Al contrario de lo que varios entienden, el colapso con el agua potable es también una crisis política. Es una equivocación asumir que es solamente la consecuencia de una imprevista sequía o del cambio climático. También erran quienes asumen que es posible solucionarla por medios tecnológicos independientes de la política. En realidad, lo que se está viviendo es inseparable de la política.
Asumir esa condición no implica caer en el simplismo, donde, por ejemplo, se aprovecha esta sequía con el único fin de criticar a la coalición de gobierno, o responder que todo es culpa de las anteriores administraciones del Frente Amplio.
Lo que pueden considerarse como “políticas” ambientales nunca son neutras. Como ocurre en otros campos, se organizan ideas y acciones alineadas con las grandes corrientes de pensamiento político. Están quienes defienden gestiones mercantilizadas como el mejor medio para atender la crisis ambiental, mientras que otros desean el control estatal; algunos las conciben como dependientes de preferencias individuales y otros insisten en asegurar una justicia ambiental que es hermana de la justicia social.
Eso desemboca en políticas ambientales conservadoras, neoliberales, socialdemócratas, socialistas, y así sucesivamente. Unas estarán recostadas hacia la derecha y otras hacia la izquierda. La actual crisis del agua potable no escapa a esas dinámicas, más allá de que sean explícitas o estén escondidas.
La política del ambiente
Ante la presente crisis quedan en claro varias posiciones. Hay una severa falla en la regulación política del funcionamiento estatal. Por ejemplo, la agencia que debía habernos advertido a todos nosotros, hace meses atrás, del deterioro de la calidad del agua (URSEA – Unidad Reguladora de Servicios de Energía y Agua), no lo hizo; el Ministerio de Salud Público no estuvo mucho mejor. El compromiso con el bienestar común quedó rezagado y sólo se disparó después de que la Intendencia de Montevideo y la Facultad de Química dejaran en claro los severos problemas del agua que brindaba OSE. La información gubernamental fue tardía, y sigue sin comprenderse que estamos ante una crisis que también tiene componentes sanitarios, económicos y sociales. Especialmente, el herrerismo y los colorados no entienden que están afectadas múltiples dimensiones de la justicia.
Algunas medidas, como la subvención económica para comprar dos litros de agua para los sectores más pobres o rebajar impuestos a las aguas embotelladas, son compensaciones paliativas recostadas sobre mecanismos de mercado. Son acciones propias de las concepciones conservadoras, por las cuales los daños ambientales se compensan o indemnizan con dinero. Esa opción ideológica es aún más clara con la insistencia en el proyecto empresarial Arazatí o los dichos del senador Sebastián da Silva defendiendo la privatización de los servicios de agua potable.
Estos son elementos típicos de políticas ambientales conservadoras, que se alejan de la justicia ambiental (y también social). Esa falta de empatía fue muy clara cuando, desde el gobierno, se dijo que bastaba dejar de tomar CocaCola para comprar más agua embotellada.
Pero también hay que advertir una contracara: el Frente Amplio, al menos hasta ahora, no organizó una reacción política basada en la justicia ambiental como la que se esperaría desde una sensibilidad de izquierda.
Gestión ineficiente y vacío político
Dando un paso más, se pueden considerar los modos de gestionar y comunicar. Como la gravedad de la sequía era evidente a fines de 2022, el Ministerio del Ambiente como OSE, debían haber tomado varias medidas. Por ejemplo haber puesto a funcionar la comisión mixta prevista en la normativa para gestionar el agua, anunciar un cronograma de restricciones y eventuales racionamientos, tener decididas y preparadas acciones de emergencia para asegurar agua potable por ejemplo en escuelas y hospitales, advertirle a las industrias para que se prepararan, y coordinar con intendencias la búsqueda de fuentes alternativas.
Nada de eso ocurrió. En cambio, el ministro del ambiente de ese tiempo, Adrián Peña, venía de recortar los fondos de esa cartera a la mitad, proponía que buena parte de los refuerzos presupuestarios se deberían dedicar a alquilar nuevas oficinas, y estaba organizando una expoferia empresarial. Su sucesor inauguró aquel evento pero no lideró las reacciones ante la crisis. El directorio de OSE solo después de varios meses consultó a INUMET, se decía preocupado y luego pasó a pedir responsabilidad ciudadana. Son todas respuestas escasas, generalmente atrasadas, y varias de dudosa efectividad.
Estamos ante actores políticos que no fueron capaces en advertir la crisis, sopesar su gravedad y en actuar adecuadamente. En cualquier actividad privada, buena parte de esos jerarcas hubieran sido despedidos por esa mala gestión; en otros países, bajo otros modos de entender las políticas públicas, el ministro como los directores habrían renunciado.
Sin embargo, la administración Lacalle los mantuvo en sus cargos, y esa es una señal política estridente. En efecto, no solamente hay una lejanía con la defensa de la justicia ambiental, sino que al mismo tiempo no se premia ni se castiga la calidad de la gestión estatal, y es por ello que se tolera esta debacle. Es más, la reacción presidencial más reciente fue crear un grupo de whatsapp y decirle a esos otros jerarcas que no hicieran declaraciones públicas.
Situaciones como estas, donde la gestión ambiental es de muy mala calidad, y la ineficiencia no tiene consecuencias políticas, no son raras en América Latina. En muchas ocasiones se deben a la ausencia de lineamientos políticos claros, dejando un vacío que no sólo nos aleja de la justicia, sino que se cree que puede resolverse con publicidad (como anunciando una desalinizadora que nunca llega, pero aún si ya estuviera aquí, su aporte de agua sería marginal). Sin embargo, el marketing no hace surgir el agua ni la descontamina.
Aquí también hay una contracara, ya que en el Frente Amplio no es muy claro cuáles son sus principios rectores en políticas ambientales y cómo los articula con la justicia ambiental. En su caso, su compromiso con la justicia social le obligaría a considerar la justicia ambiental, y esa exigencia no necesariamente sucede bajo políticas conservadoras.
Sea desde una mirada u otra, la crisis del agua es política. Tratar de negarlo contribuye a su gravedad, pero al mismo tiempo obstaculiza identificar y diseñar alternativas ecológicamente viables.
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