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La dantesca memoria de la barbarie Por Hugo Acevedo

La dantesca memoria de la barbarie     Por Hugo Acevedo
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El procesamiento del militar represor José “Nino” Gavazzo por el homicidio del maestro Julio Castro en el contexto de la dictadura liberticida que asoló a nuestro país durante doce años, marcó un nuevo hito judicial en plena epidemia de Coronavirus.

Por más que la atención de la opinión pública está naturalmente concentrada en la emergencia sanitaria que afronta el país y que las cotidianas rutinas informativas parezcan limitadas a un universo meramente monotemática, la nueva condena de este deleznable criminal no pasó inadvertida.

Es que el tópico de los derechos humanos –por ser aun una asignatura pendiente y de alta sensibilidad social- trasciende ciertamente a eventuales coyunturas históricas.

En este caso concreto y por pedido del fiscal Ricardo Perciavalle, el juez Nelson de los Santos impuso a Gavazzo una condena de 25 años de cárcel, por coautoría de homicidio muy especialmente agravado.

Como se recordará, los restos del cuerpo del maestro asesinado fueron encontrados en octubre de 2011, en el predio del Batallón Nº 14 del Ejército, donde se consumó el enterramiento.

Dos meses después, luego de las pericias de ADN practicadas por los técnicos a cargo de la investigación, finalmente se concluyó que el material óseo pertenecía al educador.

Julio Castro, desaparecido hace 43 años por el terrorismo de Estado, fue asesinado el 3 de agosto de 1977 de un disparo en la cabeza, luego de padecer salvajes apremios físicos durante los violentos interrogatorios a los que fue sometido.

Según consigna la sentencia, el imputado participó en la detención, desaparición, tortura y ejecución de la víctima, en el curso de un operativo clandestino destinado a encubrir el delito de secuestro.

Por supuesto, este es el tercero procesamiento que pesa sobre Gavazzo, ya que en 2009 fue condenado a 25 años de cárcel por su participación en 26 asesinatos en el marco del denominado “vuelo de la muerte” y, en 2017, fue imputado por su responsabilidad penal en el secuestro y desaparición de María Claudia García de Gelman.

Tal es el profuso prontuario de este emblemático criminal uniformado, quien actualmente purga sus crímenes en régimen de prisión domiciliaria por razones humanitarias, dado su avanzada edad y su deteriorado estado de salud.

Aunque la situación de este asesino profesional no difiere de la de otros miles de uruguayos que afrontan confinamiento voluntario para prevenir el contagio del Coronavirus, la privación de libertad no es meramente simbólica.

En efecto, esta nueva condena constituye una suerte de mojón judicial, en el largo pero traumático proceso de esclarecimiento y castigo a delitos de lesa humanidad cometidos por militares en tiempos del gobierno autoritario.

Empero, más allá de sus eventuales patologías y compulsiones homicidas, José “Nino” Gavazzo no fue un mero asesino solitario que actuó por su cuenta, sino un instrumento de un bien aceitado andamiaje represivo al servicio de un régimen liberticida, en el marco de la hoy descongelada Guerra Fría.

Por supuesto, la violencia estatal –que comenzó bastante antes de la ruptura institucional del 27 de junio de 1973 que instauró la dictadura- se remonta por lo menos a 1968, durante el gobierno autoritario del colorado Jorge Pacheco Areco.

Por entonces y a instancias del omnímodo poder del imperialismo norteamericano, todo el continente estaba contaminado por los gobiernos militares de extracción fascista, en una suerte de guerra geopolítica destinada a aplastar a los movimientos populares.

En ese tiempo, la sociedad uruguaya soportó la prepotencia de una administración que gobernó mediante medidas prontas de seguridad. En ese marco, suprimió las libertades y garantías individuales, reprimió al movimiento social, practicó detenciones arbitrarias, torturó, asesinó a estudiantes y militantes gremiales, intervino ilegalmente la educación pública y clausuró y censuró numerosos medios de prensa.

Esa ofensiva violentista cobró una nueva y dramática dimensión a partir de la promulgación de la Ley de Seguridad del Estado 14.068 de julio de 1972 que, con votos blancos y colorados, entregó literalmente el poder a los militares.

Ese fue realmente el primer golpe de Estado perpetrado por el luego dictador Juan María Bordaberry y el contubernio reaccionario integrados por los partidos tradicionales, con el apoyo del bloque conservador.

En lo sucesivo, los uniformados contaron con absoluta discrecionalidad para cometer toda suerte de fechorías y los civiles opositores al régimen- que ya no era democrático- fueron juzgados por tribunales castrenses, en lo que constituyó una grosera trasgresión de la Constitución de la República.

Aunque el segundo golpe de Estado fue la disolución del parlamento que derivó en la instauración de la dictadura, lo que institucionalizó la impunidad de los crímenes de lesa humanidad fue la sanción parlamentaria, por parte de la derecha, de la Ley de Caducidad 15.858, el 22 de diciembre de 1986, en plena democracia tutelada.

Este tan inconstitucional como deleznable paraguas jurídico le permitió a Gavazzo y a otros criminales de idéntica laya, transitar por la calle como grandes señores hasta el primer gobierno del Frente Amplio, cuando fueron reabiertos centenares de expedientes judiciales y se reactivaron las causas penales.

Obviamente, este militar –más allá de su enrevesada ideología reaccionaria, fue, ante todo, una herramienta de un golpe de inspiración capitalista y neoliberal, instigado entre bambalinas por el poder imperial que detentó y aun detenta, en pleno siglo XXI, la hegemonía global.

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