Bolsonaro, el temible, el inimaginable capitán de las tinieblas, se impuso en las elecciones del país vecino. Algo a priori inconcebible pero hoy, aterradoramente cierto. Sus dichos ya no son los de un desafiante, una figura que inicialmente, por su particular intemperancia, pocos adjudicaban chances, ahora son los del Sr. Presidente electo de la República Federativa del Brasil. Refieren a la conducción de la principal potencia de Sud América, un país con más de docientos millones de habitantes, quinto en superficie y novena economía mundial, que de pronto, sin darnos tiempo para prepararnos, para asimilar el nuevo desafío, entrega el poder a un confeso practicante del autoritarismo. Un “outsider” que nunca respetó a la democracia.
Su discurso es particularmente intolerable, una síntesis agravada de Bonald y De Maistre. Sin embargo, más allá de las notorias limitaciones culturales de Bolsonaro y de su destemplada ideología posfascista, su elección no es producto de un acto meditado del pueblo brasileño. Es, prefiero creerlo, una reacción visceral ante la corrupción e incompetencia de su elenco político, de su clase empresarial y de sus diferentes partidos. En primer lugar del PT y del sobrevalorado Lula, a quien, con singular ligereza, se pretendió distinguir con el Premio nóbel de la Paz. Por más que el fenómeno de debilitamiento democrático liberal que aquí encarna Bolsonaro no se limite al Brasil, tiene aire epocal y es consecuencia de un particular período histórico carente de certezas y sumido en grave incertidumbre. Un período que luce la particularidad de consagrar, parecería que definitivamente, la desaparición, luego de la debacle del siglo pasado, tanto del fascismo clásico en su versión italiana o alemana como del marxismo leninismo, también destruido, en cualquiera de sus expresiones. Pero que, para cerrar el círculo, también exhibe la caducidad del socialismo (incluyendo al apelado como democrático). Lo cual como es obvio, ha dejado para sus partidarios de uno y otro lado, una sensación de orfandad nada fácil de compensar. Particularmente porque no alcanza para equilibrar la pérdida, la adhesión a las instituciones democráticas, insustituibles pero para nada emocionantes, muy lejos de la ilusión, del irremplazable sentimiento de renacimiento, tanto individual como social, que suscitaban, tanto a derecha como izquierda, las perdidas utopía. Y ello aún en el caso que el desempeño de la democracia en el período hubiera sido el mejor, el más acorde con sus fines y valores, lo cual, y no únicamente por el tema de la corrupción, estuvo lejos de ocurrir en este fin de siglo y primeras décadas del actual.
Por eso, aún cuando estas elecciones brasileñas hayan sido perfectamente legítimas (que parece que lo fueron), ello no le quita su carácter reactivo, una respuesta insensata y emocional que no considera consecuencias y terminan aceptando como una crisis terminal de la democracia, lo que fue una falla monumental de sus operadores. Lo que explica su peligrosidad. Pero también aclara como pudieron imponer su discurso quienes agitan una respuesta antipolítica (que descree de instituciones, principios, garantías y de muy especialmente de los derechos de las minorías), y niegan de un plumazo la tradición liberal ilustrada. Con ese discurso, adoptado por más de la mitad de los brasileños, ha triunfado el neopopulismo. Un fenómeno relativamente novedoso emergido en el siglo XXI tanto en la izquierda latinoamericana, con la proliferación de regímenes populistas de izquierda en Argentina, Bolivia, Venezuela, Nicaragua o Ecuador, como en la derecha europea, con la irrupción de populismos reaccionarios como los de Hungría, Polonia, Austria, Italia o Francia, o incluso Alemania. Por más que la figura reconozca lejanos fundadores en formaciones políticas surgidas en el siglo XIX, como los populistas rusos, antecedentes de la revolución soviética, o en el Partido del Pueblo en Estados Unidos, o, ya en el siglo XX, durante la llamada época clásica, del populismo latianomericano, que se extendió desde la crisis económica de la decada del treinta hasta el fin del modelo de sustitución de importaciones a fines de los sesenta de ese período.
Lo concreto es que, quizás rememorando este discutido auge ya lejano, en ambos continentes emergieron de la nada partidos que pretenden devolver “al pueblo” su perdida soberanía para, conducidos por un líder electoralmente escogido, recrear míticas comunidades orgánicas, socialmente homogéneas para la derecha populista, o desprovista de antagonismos económicos para su izquierda. En esta línea ambas perspectivas, alterando solo sus énfasis, proponen un mundo antiliberal conformado por “el pueblo”, una comunidad de sanas familias, etnias o grupos escogidos de la sociedad civil opuestos al conformismo de las élites integrada por los políticos tradicionales y sus partidos sustentada por las clases medias conformistas. De manera tal que el mundo político se divida entre “nosotros” los relegados pero sanos y “ellos” las minorías corruptas, espiritualmente enfermas. Con la particularidad que los grupos postergados: mujeres, pobres, homosexuales, marginales, laboralmente desplazados, anticonformistas, desocupados, etc. sustituyen al proletariado, vieja categoría marxista actualmente en desgracia en su misión revolucionaria. Un modelo que, pese a presentarse en dos versiones, con bases económicas parcialmente opuestas, mantiene una estructura básica y un estilo político común ( las derechas aún las más conservadoras ya no son proteccionistas y las izquierdas conservan del socialismo, sólo una débil nostalgia, empujando con timiidez un “capitalismo solidario”, que rescata al cooperativismo y las asociaciones sin fines de lucro.) Con ello, al tiempo que morigeran su pugna socioeconómica, logran que izquierdas y derechas se identifiquen con formulaciones políticas agonísticas, contrarias al consenso, redencionistas, renuentes a las instituciones y de vocación mayoritarista. Modelos, que al rechazar el diálogo y el acuerdo, en tanto sostienen que el carácter irremediablemente agonista de la política no puede superarse, fundan desde esa premisa su escaso respeto a las minorías derrotadas y su definido rechazo a cualquier concepción consensual de la sociedad y la política.
En esta nueva realidad neopopulista, la política, como campos de batalla por la hegemonía político social, supone, aunque lo encubran, el enfrentamiento de amigos y enemigos, siguiendo en esto a Karl Schmitt, un fascista clásico, ahora bajo el magisterio adaptativo del recientemente fallecido, Ernesto Laclau y de su discípula, la combativa Chantal Mouffe. Fiel a estas tradiciones el neopopulismo reedita y al tiempo retoca atenuando, al viejo totalitarismo antiliberal que izquierdas y derechas compartieron en el siglo XX, solo que ahora –al conceder elecciones- acepta que vive en tiempos nuevos, posmarxistas y posfascistas. Sus proyectos no son, como en el siglo XX claramente antidemocráticos, en tanto rescatan las elecciones, por más que en sus dos alas se definan de modo expreso y estentóreo como profundamente antiliberales.
Desde esa premisa básica su propósito común se presenta como antipluralista y antiindividualista y se traduce en la separación, la ruptura de la ligazón entre los dos términos, las dos cosmovisiones que en un largo proceso civilizatorio de acercamiento se fusionaron en la democracia liberal, sustituyendo esta síntesis por la que ahora pasa a denominarse democracia conservadora o popular. Dos adjetivos que coinciden en el intento de suprimir los sucesivos aportes de la modernidad a la más aceptable (no la más perfecta) de las formas políticas erigidas desde las grandes revoluciones atlánticas hasta el presente. La democracia liberal, cuya representatividad, no obsta, como objetan sus actuales críticos, a la admisión de mecanismos de participación directa. Así izquierdas y derechas populista coinciden en su ensañamiento contra las prerrogativas de la subjetividad –el inarcesible valor de cualquier ser humano por el hecho de ser autoconciente y único-, características a las que tachan de individualismo posesivo, o de ignorancia del valor determinante de la comunidad, la raza o el género sobre el individuo. De allí su permanente desconocimiento de su valor como unidad ética, valorándolo solamente a través de corporaciones o formaciones sociales abstractas que lo subsumen y subordinan.
Unos, en síntesis, creyendo que se puede canjear el pleno desarrollo de la individualidad por una presunta igualdad social consustancial al “pueblo”, los otros proclamando que sólo se la puede concebir a través de la comunidad, la nación y/o la tradición. Ambos aspirando a borrar su unicidad como actor y sujeto de derechos. Dos formas de concordar, no ya en la concepción antropológica del “homo sapiens” cuyo necesario componente social y intersubjetivo nadie niega, sino en la descalificación moral de cada ser humano como existencia autónoma irrebasable. Una confusión entre el ser y el deber como valoración del mismo, que admite en el estructuralismo sus lejanos orígenes. Por eso el común propósito de los neopopulistas no es asumir la inacabable tarea de perfeccionar la democracia liberal, generando instituciones que propendan a la igualdad entre los seres humanos y combatan la azarosa lotería biológica (el gran débito del liberalismo económico), sino en arrasar su individualismo en aras de priorizar el macro sujeto social. Para los populistas, que en esto se diferencian de algunos textos del propio Marx, la sociedad no es un medio, un instrumento para el desarrollo de la individualidad, como también teorizaba Locke, sino un fin a la que los sujetos deben subordinarse.
Cabe acotar que la progresiva desaparición de los neopopulismos de izquierda en América Latina, ratificada por este triunfo de Bolsonaro en Brasil, modifica definitivamente el mapa de su difusión. De un momento inicial donde el populismo hizo su aparición por la izquierda, se pasa a una probable segunda fase, donde su presencia se reafirma a la derecha del espectro político. Por más que en ambas versiones, se sigan mostrando en el nuevo siglo, como el enemigo de la democracia liberal. Extinguida o muy comprometida la vieja oposición suscitada por el totalitarismo, el neopopulismo del siglo XXI se transforma en su principal impugnador ideológico.
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