En 1951 en Alemania se realizó el célebre Coloquio de Darmstadt, un encuentro sobre arquitectura al que acudieron casi todos los grandes arquitectos alemanes, con un país en ruinas. En el mismo hubo dos filósofos conferencistas invitados: Martin Heidegger y José Ortega y Gasset. La conferencia de Heidegger llevaba por título “Construir, habitar, pensar”, en la que sostenía que el construir no era un simple quehacer técnico, sino que exigía primero habitar, una forma de estar en el mundo, de asumir previamente la comprensión de lo que somos. La de Ortega se tituló “El mito del hombre allende la técnica”. Heidegger expuso en la mañana y Ortega en la tarde del mismo día. Ambas conferencias versaban sobre la técnica, un tema en el que ambos filósofos marcaron también sus diferencias.
En la filosofía del siglo XX fueron ellos quienes con mayor rigurosidad y profundidad vieron en la técnica moderna un elemento configurador de la propia condición humana y no solo un instrumento. Ambos pusieron la cuestión de la técnica en un lugar relevante dentro de las cuestiones filosóficas de primer orden. Ambos vislumbraron con claridad que la técnica moderna introdujo cambios sustanciales que afectaron irreversiblemente la condición humana, aunque discreparon en aspectos centrales sobre el alcance filosófico de la cuestión. Al año siguiente de este encuentro, Ortega publica el 14 de enero de 1952 un artículo en defensa de algunas críticas que se le hicieron a Heidegger en Alemania, pero también marcando sus diferencias de estilo y contenido con el filósofo alemán. El artículo versó fundamentalmente sobre la inevitabilidad de la filosofía, ¿por qué, aunque no estudiemos filosofía, no podemos evitarla?
¿Por qué molesta la filosofía?
Quien afirme que se puede prescindir de la filosofía, se mueve por la vida con un montón de presupuestos filosóficos implícitos de los que muchas veces no es consciente. Tendrá una idea de mundo, de ser humano, de felicidad, de libertad, de sentido de la vida que no ha pensado críticamente, que no ha analizado ni cuestionado, que las ha asumido acríticamente por el contexto en el que ha crecido. Pensar desde una filosofía consciente y crítica, implica exponerse a diferentes puntos de vista y preguntarse por el horizonte desde el cual pensamos, lo cual abre perspectivas y ayuda a tomar conciencia de los propios supuestos. En cambio, prescindir de la filosofía lleva a asumir una filosofía no pensada, no asumida críticamente.
Así lo escribió Ortega: “La verdad es que, hablando con rigor, el suelo sobre el cual el hombre está siempre no es la tierra, ni ningún otro elemento, sino una filosofía. El hombre vive desde y en una filosofía. Esta filosofía puede ser erudita o popular, propia o ajena, vieja o nueva, genial o estúpida; pero el caso es que nuestro ser afirma siempre sus plantas vivientes en una. La mayor parte de los hombres no lo advierten porque esa filosofía de la que viven no se les aparece como un resultado del esfuerzo intelectual, por tanto, que ellos u otros han hecho, sino que les parece “la pura verdad”, esto es, “la realidad misma”. No ven esa “realidad misma” como lo que en rigor es: como una idea o sistema de ideas, sino que parten de las “cosas mismas” que esa idea o sistema de ideas hace ver. Y lo curioso es que esto acontece no sólo a los que solemos llamar “incultos”, sino también a muchos de los cultos…”.
Se refería en el contexto del coloquio a algunos profesionales de la arquitectura que criticaron a Heidegger y no advertían que les molestaba que el filósofo alemán pusiera en evidencia supuestos que no veían o daban por verdades absolutas:
“Esta reacción de antipatía es bastante curiosa. Pues si es verdad lo que he dicho, y no parece que pueda no serlo, resulta que, aunque cada hijo de vecino y sobre todo cada profesional tiene una filosofía – o mejor, una filosofía le tiene, le tiene preso-, se irrita cuando un hombre especialmente dedicado a filosofar, toma la palabra para decir algo que tiene que ver con las cosas de su oficio. Si el ciudadano de que se trata es casualmente un político, su irritación es aún mayor”.
Esta defensa de la filosofía y concretamente de Heidegger que hace Ortega, recuerda a un escrito de Kant titulado “El conflicto de las Facultades” (la última obra que publicó antes de morir, en 1794), donde sostenía que hay quehaceres intelectuales que tienen, por decirlo así, la forma de lo útil, disciplinas centradas en la utilidad. Pero hace falta una facultad dedicada a los fundamentos, cuyo quehacer sea inútil, en la medida que no está al servicio de ningún otro fin que someterse a la razón. Pensar lo que pensamos, pensar cómo pensamos y por qué pensamos así, es tarea de la filosofía.
Ortega utiliza esta imagen de la filosofía en el subsuelo, como debajo de las demás disciplinas, como un paso atrás, viéndolo todo desde una perspectiva de retirada estratégica y necesaria para pensar críticamente:
“La filosofía es siempre la invitación a una excursión vertical hacia abajo. La filosofía va siempre detrás de todo lo que hay ahí y debajo de todo lo que hay ahí. El proceso de las ciencias es progresar y avanzar. Pero la filosofía es una retirada estratégica del hombre, un perpetuo retroceso. El filósofo camina hacia atrás… Los otros hombres hablan de los principios de la ciencia o de la civilización. Son las verdades establecidas, las verdades asentadas. Pues bien, el destino del filósofo es ir por detrás y por debajo de estos llamados “principios” para verles la espalda y el asiento”.
Pensar por uno mismo, pero no sin raíces.
¿Se puede encontrar espacio para el pensamiento especulativo en una cultura del espectáculo y el entretenimiento? ¿Se puede seguir pensando filosóficamente, cuando nos sentimos arrastrados por las urgencias cotidianas y la fiebre por la inmediatez y la innovación constante? Filosofar es pensar por uno mismo, es una tarea que nadie puede hacer por nosotros, pero no puede lograrse sin apoyarse en el pensamiento de otros que han pensado mucho, con rigor, detenimiento y profundidad sobre las grandes preguntas. No es posible hacerlo sin lecturas, sin esfuerzo, sin tiempo, sin diálogo, sin nutrirse del tesoro inagotable de veintiséis siglos de pensamiento filosófico, pero al mismo tiempo no se trata de repetir lo ya dicho, sino de repensar con otros desde uno mismo.
Magistralmente lo expresa el filósofo español Xavier Zubiri: “La filosofía no es algo hecho, que esté ahí y de que baste echar mano para servirse a discreción. En todo hombre, la filosofía es cosa que ha de fabricarse por un esfuerzo personal. No se trata de que cada cual haya de comenzar de cero o inventar un sistema propio. Todo lo contrario. Precisamente, por tratarse de un saber radical y último, la filosofía se halla montada, más que otro saber alguno, sobre una tradición. De lo que se trata es de que, aun admitiendo filosofías ya hechas, esta adscripción sea resultado de un esfuerzo personal, de una auténtica vida intelectual. Lo demás es brillante aprendizaje de libros o espléndida confección de lecciones “magistrales”. Se pueden, en efecto, escribir toneladas de papel y consumir una larga vida en una cátedra de filosofía y no haber rozado, ni tan siquiera de lejos, el más leve vestigio de vida filosófica. Recíprocamente se puede carecer en absoluto de “originalidad” y poseer, en lo más recóndito de sí mismo, el interno y callado movimiento del filosofar” (Xavier Zubiri, Nuestra situación intelectual, Mayo 1942, NHD 53).
Heidegger reconoce -al igual que la Escuela de Frankfurt- los riesgos del embotamiento de la conciencia histórica, de una imparable estetización de las formas de vida y de una creciente mercantilización de las relaciones humanas. Abrió por ello un modo radical de pensar la técnica y realizó una demoledora crítica al pensamiento calculador. Reconocer la actual situación de indigencia filosófica no implica para Heidegger una valoración pesimista de decadencia, sino que pretende invitarnos a volver a la dignidad de pensar radicalmente. Para el filósofo alemán el hombre vive inmerso en una concepción del mundo exclusivamente técnica, de modo reduccionista, por lo cual plantea la imperiosa necesidad de abrir una nueva forma de acercarse a la realidad, una nueva actitud filosófica que no se someta al dominio de la explotación, la productividad y la rentabilidad. Invita a la escucha, a la apertura, al preguntar que sacude los cimientos. Lo expresa con claridad en 1955 (Serenidad):
“La falta de pensamiento es un huésped inquietante que en el mundo de hoy entra y sale de todas partes. Porque hoy en día se toma noticia de todo por el camino más rápido y económico y se olvida en el mismo instante con la misma rapidez. Así un acto público sigue a otro. La creciente falta de pensamiento reside así en un proceso que consume la médula misma del hombre contemporáneo: su huida ante el pensar… la revolución de la técnica que se avecina pudiera fascinar al hombre, hechizarlo, deslumbrarlo y cegarlo de tal modo que un día el pensar calculador pudiera llegar a ser el único válido y practicado”. ¿Qué gran peligro se avecinaría entonces?, se pregunta. “Coincidiría con la indiferencia hacia el pensar reflexivo, una total ausencia de pensamiento… Entonces el hombre habría negado y arrojado de sí lo que tiene de más propio, a saber: que es un ser que reflexiona”.
Zubiri: Filosofía de la mano de la ciencia.
Xavier Zubiri, que estudió con Ortega y luego con Heidegger, desarrolló un pensamiento metafísico en diálogo con la física y la biología del siglo XX, siguiendo la línea de sus maestros, pero abriéndose un camino propio y original en la reflexión sobre la técnica y sobre las relaciones entre filosofía y ciencia. Para Zubiri la ciencia es “investigación de lo que las cosas son en realidad”, y la filosofía es “la investigación de en qué consiste ser real”. “Las ciencias investigan cómo son y cómo acontecen las cosas reales”; “la filosofía investiga qué es ser real”. Así, ciencia y filosofía no son independientes, a pesar de ser distintas. Para Zubiri “toda filosofía necesita de las ciencias y toda ciencia necesita una filosofía”, porque son dos momentos unitarios de la investigación. Ambas se refieren a distintos niveles u ordenes de la realidad, pero que se necesitan para una comprensión integral de lo real. La técnica es la “unidad intrínseca entre el saber y el hacer” y “es invención de realidades y es poder sobre realidades”, por lo cual el hombre entra en la realidad mediante la técnica de un modo específicamente humano: no meramente modificando una situación, sino dominando. La concepción zubiriana de una unidad en la inteligencia humana, como inteligencia sentiente rompe el dualismo entre el homo sapiens y el homo faber. Zubiri reconoce que, a pesar del gran desarrollo del saber científico-técnico, asistimos a un olvido de las grandes preguntas, a un adormecimiento de la voluntad de verdad, que sin embargo la filosofía despierta una y otra vez:
“Problema no es simplemente un conflicto que, de puertas adentro, forja el hombre en su cabeza, sino que es, ante todo, la condición problemática de la realidad de las cosas mismas con que tenemos que habérnoslas; el hombre tiene problemas porque las cosas son problemáticas. La verdad que en un momento poseemos nos abre, pues, el ámbito de lo problemático. Forzado por las cosas mismas, el hombre se ve lanzado allende lo que sabe hacia lo que aún ignora; no solamente posee algo de verdad, sino que tiene que averiguar más. Por este camino no sabe ciertamente a dónde irá a parar, ni si aquello a que llegue será satisfactorio, ni tan siquiera está seguro de antemano de que llegará a nada, pero la necesidad de saber y de averiguar es inexorable. Lo que sí está en su mano es hacer de esta necesidad virtud; entonces, la necesidad de verdad se le convertirá en voluntad de verdad. Es tal vez lo que más nos falta hoy…” (Filosofía Primera I, 1952-1953, 18-19).
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