Después de dos celebraciones consecutivas en templos católicos, a las que asistieron legisladores, ministros y el mismo presidente de la República -a una de ellas-, se dispararon las voces de alarma sobre posibles “violaciones a la laicidad del Estado”. El recurrente debate cruza a cristianos entre sí, a creyentes y no creyentes, con una complejidad que no siempre es bien comprendida. A mi modo de ver, el problema hunde sus raíces en una gran diversidad de interpretaciones de lo que se entiende por “laicidad” y a un desconocimiento generalizado sobre el fenómeno religioso y sobre las religiones en particular. El debate no está cerrado, porque la sociedad es una realidad cambiante y la religión y la política también han vivido grandes transformaciones que no nos permiten abordarlas como si estuviéramos en el siglo XIX.
La laicidad a la uruguaya.
No existe una “laicidad” en abstracto, sino que existen modelos de laicidad, formas reales de acuerdos que dan autonomía al Estado y a las religiones, donde el Estado debe ser aconfesional, es más, ampliando el concepto, no debería nunca imponer una visión doctrinal a los ciudadanos, ni religiosa, ni ideológica. Nuestro caso es de los más radicales, porque Francia, Estados Unidos, México y Turquía siendo “estados laicos” son modelos muy distintos del nuestro en cuanto a las relaciones entre lo político y lo religioso. Que nadie se asuste porque ni a la Iglesia Católica ni a las Iglesias Evangélicas les interesa algún tipo de nuevo casamiento con el Estado. De hecho, el primer arzobispo de Montevideo, Mons. Mariano Soler, que murió en 1908 (mucho antes de la separación), escribió que el Uruguay necesitaba “un Estado libre y una Iglesia libre”. Aunque también es cierto que algunos sectores más conservadores del catolicismo de su tiempo no veían la separación con buenos ojos. Las tensiones, incluso entre cristianos, el modo en que se dio la separación y ese afán jacobino de homogeneizar a los uruguayos con mitos nacionales para ser “todos igualitos” que buscaba aplanar cualquier particularidad, especialmente la religiosa, generó una invisibilización social de la religión, no solo para poner límites a las Iglesias, sino para reducirlas a su mínima expresión, a la esfera privada, al ostracismo. Pero más allá de cómo se dieron las cosas, el Uruguay salió ganando, porque ganaron ambos más libertad, el Estado y las iglesias. Los católicos uruguayos se sienten orgullosos de la separación, porque es garantía de libertad, aunque no celebran el prejuicio anticatólico que heredó el conflicto y que permanece todavía.
Los modos en que se vivió la separación terminaron por consagrar un modelo de laicidad excluyente de lo religioso, que confunde neutralidad con indiferencia. No es una cuestión meramente jurídica, sino social y cultural, donde se ve a la religión como algo que debe reducirse a la conciencia privada. Y es que, si se tiene una visión negativa de la religión, como una “peste social” que debe estar recluida, entonces la libertad religiosa como derecho fundamental se verá gravemente afectada. Pero hay otros modos de comprender la laicidad en forma positiva, inclusiva, reconociendo el aporte de las religiones y su diversidad cultural como riqueza para la sociedad y dándole la bienvenida en la vida pública y en el debate público, donde el Estado es completamente independiente de estas instituciones y sus creencias, pero las escucha. Donde hay una visión positiva de la religión en la sociedad y su aporte a la construcción del bien común, son bienvenidas como cualquier otro colectivo, sin confundir los ámbitos propios de cada uno. Creo que el Uruguay está yendo por ese camino, de una sana laicidad, de un reconocimiento mutuo, de una comprensión más amplia de la diversidad religiosa y de lo que constituye una sociedad donde el pluralismo es visto como una riqueza y no como un problema. De hecho, pronunciamientos de expresidentes como Batlle, Sanguinetti, Lacalle, Mujica y Vázquez han ido discretamente en la línea de una visión más positiva e inclusiva hacia las religiones. El actual presidente Luis Lacalle Pou, dijo a la prensa: “Toda celebración, sea laica o religiosa que tienda a unir a los uruguayos, a la tolerancia, a la mejora, a la justicia, que es darle un empujón a los que menos tienen, son bienvenidas” y afirmó al diario El País: “laicidad, no es laicismo”.
Nuevos fenómenos, nuevas preocupaciones.
La situación contemporánea se ha vuelto bastante compleja, ante la emergencia de posturas fundamentalistas al interior de todas las religiones e incluso de ateos que profesan un fundamentalismo laicista antirreligioso, haciendo que el debate público se vuelva más difícil. Si bien son minoritarios todos los fundamentalistas, son los que hacen más ruido en las redes sociales. Pero muchos de los problemas se basan en prejuicios mutuos. Los que desconocen las religiones las identifican a todas con visiones dogmáticas e intolerantes, sintiéndose justificados al atacar cualquier manifestación religiosa como si estuvieran defendiendo los Derechos Humanos. Al mismo tiempo, creyentes que no conocen la diversidad de formas de ateísmo y agnosticismo, atacan a todos los no creyentes como si fueran todos fanáticos antirreligiosos que odian su fe. La polarización social fruto del subjetivismo y de la falta de pensamiento crítico afecta a todos los ambientes, también a la religión. La falta de diálogo y de conocimiento mutuo construye grandes muros de prejuicios que se fortalecen con más convicción cuanto más agresión encuentran del otro lado. Lo que está en peligro no es la laicidad, sino los valores que sostienen la democracia si dejamos que nos gane la intolerancia y la desconfianza mutua. Independientemente de las ideologías políticas y de las creencias religiosas, es de celebrar el diálogo, el encuentro y el reconocimiento mutuo de todos los que vivimos juntos y queremos lo mejor para el Uruguay. Encontrarse, dialogar y compartir con los que piensan distinto no atenta contra la convivencia, sino que la fortalece, no importa si es en la calle, en un templo, en una competencia deportiva o en el Parlamento.
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