Ya de chica me sentía diferente. Aunque aprendí a entonar nuestras canciones tradicionales como todas las demás, me daba lástima ver a los desgraciados marineros perder el rumbo y naufragar. Vivíamos entre dos islotes pedregosos y hacia allí atraían mis hermanas a los embelesados hombres de mar con sus melodías. Fueron muchos los barcos que terminaron destripados por las restingas que, con sus filosos dientes de tiburón, les desgarraban el casco. El espectáculo me daba miedo y terminaba llorando. Mi mamá intentaba consolarme diciéndome que era nuestra naturaleza, que para eso estábamos en el mundo. Mas a mí sus explicaciones no me servían de nada. Y, a cada nueva vez que tenía que presenciar el drama de aquellos desventurados que el océano devoraba sin piedad, la angustia crecía en mi alma.
Mientras me hacía mayor, aprendí el arte del disimulo. Así las cosas, cuando el cardumen de mis hermanas rodeaba alguna de las naos que por error o incuria se aventuraban en nuestras aguas, yo fingía entonar el mágico cántico que las extraviaría articulando las palabras sin emitir sonido alguno. Pero las de mi género tienen un oído extraordinariamente fino, y mi truco no podía durar para siempre. Un buen día, una de las matriarcas se situó en una roca próxima a la que me encontraba yo. No me dijo nada, pero luego de que el grupo festejara el enésimo hundimiento que había provocado, me llamó aparte y me ordenó presentarme ante el consejo de las ancianas.
Me reprendieron con aspereza. Si no enmendaba mi actitud, me aplicarían el castigo destinado a las traidoras a nuestra especie.
Nunca olvidaré aquel día. Era un barquito naranja de esos que usan los pescadores de estas costas. Todavía me parece ver el nombre en la proa: Esperanza, y debajo: Puerto Valizas. Mientras se aproximaba, me debatía en un marasmo de sentimientos contradictorios. ¿Cantar o no cantar? Para mí era lo mismo que matar o no matar. En el preciso instante en que la lideresa daba el tono al coro que acechaba entre el oleaje bravío, vi al niño al lado del hombre barbudo que llevaba el timón. Mi decisión estaba tomada.
Arrojaron sobre mí el hechizo más poderoso de las sirenas: convertirme en piedra y arrojarme a la orilla. Lejos del mar, lejos del cardumen, lejos de mi mundo. La peor maldición, la muerte en vida.
Un lugareño me encontró en la orilla, me trajo hasta su casa y aquí me dejó.
*
El hombre caminaba por las calles de tierra del balneario. Cuando la vio con su brazo levantado, le pareció que quería llamarle la atención. Se detuvo un momento. No se equivocaba. De entre sus labios surgió una voz tan dulce como no había escuchado nunca. He aquí la historia que le contó.