Desde hace ya una punta de años se ha ido condensando en mi cabeza la noción de que uno de los problemas de fondo del Uruguay tiene que ver con la equívoca relación con su propia historia. O, si se quiere expresar lo mismo desde otro punto de vista, el problema de fondo, lo que los filósofos alemanes llamarían el “Urproblem”, está en el eje temporal, en la relación pasado futuro, en el peso de nuestro pasado (de nuestra memoria del pasado) sobre cualquier tarea de construir futuro. Hace tanto tiempo que ando en eso que el primer artículo que escribí sobre el tema fue en “La Democracia”, en tiempos de Wilson, cuando yo era senador y se tituló “Un país que no quiere morir” (que después amplié en un libro con ese mismo título. (Ed. Fin de Siglo, 1996). La constatación de un país que aplicaba todas sus energías a no morir era ver a un país sin fuerzas para nacer.
En el relato canónico (es decir, universalmente aceptado) de la historia del Uruguay moderno existe y subsiste una referencia nostálgica a un pasado de oro, idealizado hasta el extremo. Ya se sabe que las ilusiones tienen una cualidad de sobrevivencia que las hace perdurar mucho más allá de las bases materiales que constituyeron su sustento. Ese Uruguay de oro no fue una mentira: yo creo que fue una realidad y dio base y sustento al Uruguay moderno. Pero a partir de los años sesenta del siglo pasado la realidad dejó paso al recuerdo y a la nostalgia.
Poco tiempo atrás, en el año 2015, fue publicado un extenso trabajo(tres tomos) sobre el Uruguay titulado “Los avatares de una polis golpeada, memorias de ciudadanía”. Su autora es la investigadora Amparo Menendez Carrión y lo editó Fin de Siglo. Menendez Carrión es uruguaya pero no vive en el Uruguay. Para esta importante obra vino a su tierra, hizo un trabajo de campo durante un par de años y lo completó con una serie de entrevistas (más de cuarenta) a personalidades representativas del mundo político, cultural, académico y empresarial.
Veamos lo que –entre muchas otras cosas- esta estudiosa profesora encontró en su investigación por el Uruguay. Ella lee lo que se ha publicado, recorre, mira, plantea preguntas, escucha respuestas y después escribe: “No imaginé que el presente narrado estaría marcado por un desasosiego generalizado y profundo, que la coyuntura y sus perspectivas no parecían aliviar” (Tomo II, pág. 24). Es decir, pasa dos años en el país (corre el gobierno de Mujica) investigando y recogiendo opiniones y encuentra un desasosiego generalizado y profundo, no obstante la coyuntura (crecimiento fenomenal del PBI y precios de novela para nuestra producción exportable).
Prosigue:”En modos que ejemplificaré a continuación ese malestar remite a la inconveniente presencia de un pasado que impugna el presente (“el Uruguay no es lo que solía ser”) y frustra el futuro (i. e. debilidad o ausencia de caminos) hacia “un cambio significativo”, más allá de los ciclos económicos favorables e independientemente de quienes ejerzan el gobierno”. (pág. 25).[1]
Es digno de reiterar y subrayar que las observaciones de campo y las entrevistas que nutrieron a la autora tuvieron lugar durante el curso de la fenomenal bonanza económica que vivió el Uruguay en el correr del segundo gobierno del Frente Amplio y también que la mayoría de los entrevistados fueron frenteamplstas (no por exclusión de otros sino reflejando y respetando las proporciones electorales del momento). Y agrega la autora: (pág. 29): “En efecto, si los cuarenta y cuatro relatos registrados son indicativos, el pasado funciona, alternativamente o en diferentes combinaciones, para dramatizar (i) la magnitud de las pérdidas, (ii) los persistentes “obstáculos al cambio”, o (iii) la necesidad (más la imposibilidad) de “recuperación”.
Este intríngulis del Uruguay con su memoria, esa dificultad para ubicar el pasado en el lugar donde el pasado está (atrás) y su obstinación por encontrar un futuro que se parezca al pasado, es algo que caracteriza al Uruguay de hoy. Hace mucho que yo tengo esa impresión y el enjundioso trabajo de Menendez Carrión llega a esa misma conclusión por otro lado y desde otro background académico. Lo que resulta asombroso y digno de un análisis posterior es la paradoja de su subsistencia en los tiempos frenteamplistas.
El pegoteo con el pasado mítico tendría que haber desaparecido en cuanto se inauguró el primer gobierno del Frente Amplio y se consolidó su hegemonía (electoral, política, sindical y cultural). Tendría que haber desaparecido porque ese pasado mítico fue construido en un tiempo histórico y político en el cual no existía el Frente Amplio (por lo tanto no tiene cómo abrogarse ningún mérito allí) y fue creado y sostenido por los adversarios políticos del Frente, a quienes el Frente siempre ha considerado no como otras opciones políticas válidas sino como la causa del atraso del país y el semillero de la desigualdad y la injusticia social. El tono político del Frente Amplio victorioso al acceder a su primer turno de gobierno tiene una retórica de sustitución: vamos a hacer un país nuevo descartando todo lo viejo, va a haber un antes y un después. Resulta, pues, sumamente enigmático que en los años de la era frenteamplista se mantenga el tipo de referencia al pasado que detectó el estudio de Menendez Carrión. Yo lo había detectado antes, en los escritos arriba mencionados, pero en aquel tiempo el Uruguay todavía no había entrado en los tiempos del predominio frenteamplista, la contradicción no era tan flagrante. ¿Cómo es esto? Vale la pena hacerlo notar como contribución importante para progresar en un conocimiento cabal del Uruguay. El asunto da para más.
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En la primera parte de este escrito fue recogida la investigación de Amparo Menendez Carrión en su monumental obra: “Los Avatares de una Polis Golpeada” (Ed. Fin de Siglo, 2015). De todo ese estudio (tres tomos) extraje la constatación de la autora acerca de las dificultades que el Uruguay encuentra en sus relaciones con su pasado y los problemas que esto conlleva en el presente, que se verifican en el peso de la memoria del pasado que opera como un freno para que el país se proyecte hacia un futuro nuevo. Esa constatación y ese problema son material suficiente como para detonar una larga y fructífera reflexión sobre el Uruguay.
Pero agregué en esa primera parte un componente más de perplejidad para la reflexión. Ese componente agregado es la inexplicable duración del peso nostálgico referido al pasado en tiempos del Frente Amplio. No obstante el cataclismo removedor y novedoso que significó para el Uruguay el Frente en el gobierno aquel peso del pasado no se ha diluido sino que sigue operando.
El desarrollo de la primera parte de esta nota versa sobre hechos, los cuales podrán ser advertidos o pasar desapercibidos pero son hechos; se podrá discutir su entidad, si mucho o poco, pero no su existencia. En cambio lo que sigue –esta segunda parte- no es un hecho sino una opinión.
Voy a desarrollar mi opinión sobre la aparentemente inexplicable continuidad del peso del pasado aún en tiempos del Frente Amplio, es decir, tiempos en los que lo normal hubiese sido el entierro de aquel cautiverio mental (y político) del Uruguay en la nostalgia de su pasado. Esta opinión también se viene formando en mi cabeza desde hace mucho tiempo; el primer vestigio escrito de ella es un largo artículo que publiqué en Cuadernos de Marcha allá por 1998 titulado: “La Historia y la Izquierda”. Esta segunda parte, pues, trata de explicar la inesperada permanencia de la atracción hacia el pasado aún en el presente frenteamplista del Uruguay.
Después del período militar el país pasa a ser gobernado según la lógica del acuerdo que emblematizó la salida: el Pacto del Club Naval. Ese acuerdo fue esencialmente un acuerdo restaurador: en su visión el período de la guerrilla y de la dictadura había sido un paréntesis nefasto, el cual, una vez dejado atrás, debería dar paso al Uruguay en su estado normal. Pero el Uruguay al que había que volver no era el de las vísperas del golpe de estado, desorientado y enfurecido consigo mismo, sino al de antes, aquel en que “la exclusión social era cualitativa y cuantitativamente insignificante y carente de implantación estructural”, según lo describe Menedez Carrión (“Los avatares de una polis golpeada”, Tomo I) y según lo vivimos directamente quienes ya pasamos los setenta y cinco años.
Pero los sucesivos gobiernos post Club Naval se encontraron (o no tuvieron más remedio que reconocer) que la base económica que sustentó e hizo posible durante el pasado la existencia de aquel Uruguay de oro, no existía más (había dejado de ser una realidad mucho tiempo atrás)[2]. Sanguinetti lo reconoció (con lucidez pero a regañadientes) y Lacalle tomó el asunto casi como el tono básico de su política.
La mayoría del Uruguay no aceptó que le dijeran (o que le insinuaran siquiera) que aquel paradigma del pasado, que había sido sustentador de sus certezas, base de su seguridad, asiento de la prosperidad pasada y estructurador de su vida cívica estaba difunto. La mayoría del Uruguay no lo aceptó y empezó a sentir desorientación, por un lado, y distancia y pérdida de confianza en los partidos y en los gobiernos que había elegido rumbear para otro norte.
Por otro lado, las izquierdas de todo el mundo, incluida la uruguaya, frente a la caída del muro de Berlín se quedaron sin el sustento de su adamiaje ideológico. Pero, a diferencia de lo que sucedía en otras partes del mundo donde la izquierda se resquebrajaba en la desorientación y enfrentaba serios problemas de reciclaje, la izquierda uruguaya encontraba una reubicación fácil de ejecutar y sin mayores complicaciones para ser entendida. El Frente Amplio abandonó el terreno de sus definiciones ideológicas y se desplazó a un plano histórico, en el cual ha pasado a ofrecerse como representante político-afectivo para una cantidad importante de uruguayos angustiados y enojados por aquel abandono de los partidos históricos. El Frente empezó a dar hospedaje a una desazón nacional histórica (la pérdida del pasado mítico) y se transformó a sí mismo al institucionalizarla. La izquierda uruguaya pudo sustraerse a la urgencia de reformular las averiadas bases de su discurso político tradicional y se ha desplazado al plano histórico, al eje temporal, es decir, al lugar primario donde, a mi juicio, transcurren y se juegan los dilemas sempiternos de los uruguayos del Uruguay moderno.
Me parece bastante fundada la sospecha de que buena parte del crecimiento electoral del Frente Amplio se debe a ese cambio. No creo que se pueda suponer una súbita conversión ideológica de los uruguayos ni un descubrimiento tardío de un atractivo especial en las propuestas típicas de la izquierda (justo cuando se desvalorizaban en todo el mundo). Lo que ha atraído a un gran contingente de uruguayos hacia ese hogar político (el Frente Amplio) es la búsqueda de un lugar de refugio para las incertidumbres creadas por un presente que empezaba a desacralizar los postulados del viejo paradigma y pasaba a convocar (y a legitimar) otro tipo de proyectos. Como en el año 2000 escribió J.C. Doyenart (ex frenteamplista reconvertido): “El frenteamplismo es, para muchos sectores, una expresión política esencialmente contestataria que promete el regreso a las viejas certezas del pasado”.
Para que no se trate de ver un sesgo político de mi parte en todo este razonamiento termino con otra cita de fuentes confiables (para quienes no confinan en las mías). Escribe Jorge Lanzaro: “Es una paradoja porque después del ciclo dictatorial (1973-1985) fueron los partidos tradicionales quienes lideraron reformas importantes en la sociedad, la economía y el estado uruguayo, en tanto la izquierda, en un tiempo de crisis, integra los que están descontentos ofreciendo seguridades propias del Uruguay batllista que fue, con fuerte estatismo y redes de protección”. (La Izquierda Uruguaya, Ed. Fin de Siglo 2004).
Ofrezco este trabajo como insumo para la tarea, necesaria y permanente, de entender cabalmente a nuestro país para recién ahí empezar a pensar en su futuro posible y deseable.
[1] Respeto y transcribo todas las comillas y paréntesis tan personales del estilo de la autora.
2 La base económica que sustentó el welfare state batllista fue la colosal apropiación y transferencia de la renta agropecuaria (del campo a Montevideo y del particular al presupuesto del estado).
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