La última conferencia de prensa brindada por el Presidente de la República, Luis Lacalle Pou, en la cual se anunció la extensión de las medidas restrictivas hasta fines de abril, con la consiguiente suspensión de las clases presenciales en la educación, constituyó un nuevo y contundente testimonio de la necedad del gobernante.
Obviamente, no era necesario convocar a los medios para confirmar la prórroga de restricciones ya vigentes. Hubiera bastado con un mero comunicado que explicitara la situación.
Como siempre, la comparecencia del mandatario tuvo gusto a poco. Sin embargo, cumplió con un cometido estratégico bien diseñado por sus sagaces asesores en materia publicitaria, de otorgarle visibilidad al gobierno y a la propia figura presidencial.
No en vano, Lacalle Pou volvió a desestimar medidas más severas de limitación de la movilidad ciudadana y un eventual toque de queda en horas de la madrugada, que naturalmente no compartimos.
Obviamente, nadie tuvo la osadía de interpelarlo sobre los permanentes y a menudo encubiertos abusos perpetrados por la Policía en aras de cumplir con el mandato imperativo de limitar el derecho de reunión aplicado por la penta-coalición derechista encabezada por el Partido Nacional, al reprimir supuestas aglomeraciones de personas.
En ese contexto, el manido concepto de libertad responsable acuñado por el gobernante, que tanto seduce a su corte de alcahuetes y hasta a supuestos izquierdistas ingenuos que no ven el cangrejo debajo de la piedra, oculta la dimensión de la tragedia que asuela al país. No en vano, el mismo día de la nueva aparición pública de Lacalle Pou, se registraron casi 4.000 contagios y 40 muertos por el letal virus que impacta a la sociedad uruguaya.
En tal sentido, resulta realmente inverosímil que el presidente afirme que las medidas actualmente en vigencia son suficientes para sostener la situación, cuando los CTI están saturados y a punto de trepidar y hay esperas de hasta diez horas para ingresar pacientes graves a los centros hospitalarios.
Obviamente, la afirmación de que limitar más la movilidad sería conspirar contra los derechos de la población al trabajo y por ende al sustento diario, resulta a todas luces apócrifa.
Con esos argumentos, este gobierno impresentable pretende justificar la irrisoria inversión del 0,7% del Producto Bruto Interno que se ha destinado a atender las graves consecuencias sociales de la pandemia, que es la más baja de la región, según reportan los informes de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), un organismo internacional de probado prestigio y solvencia técnica.
Por supuesto, sus investigaciones, que otrora eran consideradas paradigmáticas e incuestionables, hoy son puestas en tela de juicio por quienes pretenden justificar lo injustificable.
Debajo de ese engañoso discurso subyace la intención del gobierno de seguir aferrado a su statu quo de ortodoxia de no otorgar, por ejemplo, una renta universal transitoria a las familias socialmente más vulnerables y de no financiar la suspensión de actividades no indispensables, como sí sucedió en otros países, incluso en gobiernos ultra-derechistas, como el de Donald Trump en Estados Unidos, y el de Jair Bolsonaro en Brasil.
Por supuesto, el ahorro de 600 millones de de dólares en plena pandemia, que va en sentido inverso al de otras naciones que se han endeudado para sostener sus sistemas productivos y para detener el explosivo aumento de la pobreza, será destinado a quienes Lacalle Pou denomina los “malla oro”, que, sin eufemismos, son los propietarios del gran capital.
Evidentemente, para esta derecha rabiosamente demagógica, la libertad es un concepto sin dudas abstracto que se aplica sin raseros sociales, cuando la evidencia empírica demuestra claramente lo contrario.
No es lo mismo ostentar una suculenta renta en ahorros en moneda extranjera y costosas propiedades en plena crisis económica que vivir de un salario, que obliga al trabajador a laborar en una fábrica hacinado y sin que se respeten los protocolos sanitarios, como ha sucedido en más de la mitad de las empresas inspeccionadas por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social.
Por razones de mera supervivencia en una contingencia realmente excepcional, la prioridad debe ser atender a esas más de 100.000 personas que ingresaron bajo la línea de pobreza y a los 60.000 uruguayos que se quedaron sin empleo en el último año y no a quienes tienen ancha espalda económica para sostener sus privilegiados estilos de vida y sus empresas.
Estos señores, que se viven ufanando de su presunto patriotismo falaz y trasnochado, no dudan en despedir personal en masa y en enviar a auténticas multitudes al seguro de paro, para que el Estado que tanto fustigan los subsidie por vía indirecta.
Para corroborar esta dramática situación basta recorrer los todavía abiertos comercios del centro de Montevideo, donde un solo empleado debe hacerse cargo de atender y cobrar a los clientes. Obviamente, como nadie entra a comprar, no tiene dificultades para cumplir ambas funciones.
El vaciamiento de trabajadores en el sector comercial es un auténtico termómetro de la aguda crisis del mercado laboral y de la escualidez del bolsillo de los uruguayos, por la rebaja de salarios y jubilaciones y los dos aumentos de las tarifas públicas.
Nuevamente, la comparecencia del presidente fue una circense cortina de humo, que pretende encubrir una tragedia de dimensiones apocalípticas y justificar la ortodoxia de obtusos cerebros neoliberales.
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