Eliminatorias para Corea-Japón 2002. Las selecciones de Uruguay y Ecuador esperan para salir al campo en el estrecho túnel de acceso del “locatario” en el Centenario. Construcción de 1930, angostita como para permitir el paso de un solo equipo pero que por normas FIFA en aquel momento debía cobijar la salida conjunta de ambos, más los jueces, más los suplentes, más los cuerpos técnicos, más los delegados, más los funcionarios de FIFA, más los funcionarios de la AUF, más los security de ambos bandos, más algunos colados que siempre aparecen, como el Pato Celeste por ejemplo. En suma, un espacio de unos veinte o treinta metros de largo por menos de dos de ancho en el que esperaban la orden de subir la escalera que lleva a la cancha no menos de 50 personas. Esto es Uruguay.
El partido terminó 4 a 0 a favor de la celeste, pero empezó antes de que los equipos ingresaran a la cancha. Los patovicas de la delegación uruguaya eran solo dos, pero entre ambos sumaban cuatro metros y más de 250 kilos. Habían recibido la orden, para éste y para todos los partidos, de que, si había algún tumulto en esos breves espacios de convivencia, no debía quedar nada en pie que no tuviera camiseta celeste. Por suerte, en eliminatorias Uruguay nunca juega de blanco.
No imaginemos entonces una salida al campo como las que vemos ahora, con amplios espacios y futbolistas que se besuquean y conversan como viejos amigos que se encuentran en la playa o a la salida del cine. Nada de eso, en esas épocas la cosa era de hombres de verdad y a la patria se la defendía aun antes de que sonara el silbato del cuervo de turno.
Con los equipos y todos los demás esperando la orden para subir la escalera y salir al campo -uno imagina ese momento, con los jugadores moviendo sus piernas con rostro adusto y músculos tensos- alguno levantó la clásica consigna: “Uruguay eeeeehhhhhhh” y tras ella siguió más de lo clásico: “Vamo, vamo nosotro ehhhhhh”, “Vamo que no pasa nada” “Uruguay Uruguay” y sonaron los tambores de guerra. Pero sucedió que algún ecuatoriano se sintió con la autoridad y el derecho -pobre, no entendió nada- de responder con un tímido “Vamos Ecuador, sí se puede” (En realidad no sé si dijo ‘sí se puede’, pero es probable porque en esa época lo metían hasta en un toque de Los Iracundos). Para qué.
No podía permitirse semejante provocación en nuestra propia casa. Es más, en nuestro propio túnel, porque hasta eso: no era el túnel visitante, era el locatario. Así que se le respondió como era de orden en aquellos tiempos. Alguien distinguió al audaz “ecuatorianito” –como enseñó el maestro Juan Ricardo Faccio- con un muy charrúa escupitajo en la cara. ¿Quién fue, se preguntará usted? ¿El capitán Paolo Montero quizás, hombre de pocas pulgas y tapones bien dispuestos? No señor. ¿Octavio Darío Rodríguez, el castrador en frío que años después supo llevarse como trofeo de guerra los genitales del argentino Hernán Barcos en un Peñarol – Liga de Quito por la Libertadores 2011? Tampoco. ¿El temible Chengue Morales, que se la dio contra los venezolanos en la manga o fue a increpar a los senegaleses en su propio vestuario un tiempo después? Menos. ¿El Gaby Cedrés, hombre de buena técnica, pero adornado también con los viejos valores del fútbol uruguayo? No señor, menos aún. ¿Se rinde? Fue el señor Gustavo Torena, más conocido como el Pato Celeste, que esperaba para hacer su show pre-partido luciendo su atuendo de palmípedo y con la cabeza del animal bajo el brazo. Lejos estaba en ese momento el Pato de soñar con oficinas propias, ni en la Torre Ejecutiva ni en la cárcel de Campanero.
El ecuatorianito desubicado tuvo la mala idea de reaccionar, desconociendo dónde estaba, y provocó la refriega que después consignó la tradición oral, porque cámaras no había ninguna para registrar el épico momento. Todo duró apenas algunos segundos, los suficientes como para que los patovicas celestes cumplieran sus órdenes, aunque alguno se les escapó, y los visitantes se enteraran de que esto era Uruguay. Algún protagonista ha contado que los desubicados e irrespetuosos ecuatorianos salieron al campo con las camisetas teñidas del blanco de la cal de las paredes -eran tiempos de vacas flacas para la AUF como para andar pintando con algo mejor un túnel- y que el técnico Pasarella reunió a todos después, ya en el campo de juego y les dijo: “este partido ya lo ganamos”. Viejo lobo de refriegas el argentino también.
EL FORMULARIO TAN TEMIDO
Pero claro, terminado el juego con el categórico triunfo local, surgió entre los dirigentes de nuestro fútbol la preocupación de qué estamparía el árbitro venezolano Luis Solórzano en su formulario. Era probable que Uruguay se quedara sin varios jugadores para los próximos partidos. Entonces, ni lerdo ni perezoso, el presidente de la AUF Eugenio Figueredo mandó a un uruguayo ligado al arbitraje y que conocía personalmente al venezolano a visitarlo en el vestuario luego del match y felicitarlo por su buena actuación. Claro está, con un mensaje adecuado a la difícil situación que se presentaría a partir de que el colegiado empuñara su lapicera y comenzara a escribir.
Este buen hombre ingresó entonces al vestuario de los jueces, saludó cortésmente a todos y con especial afecto a Solórzano. Después de palmearle el hombro y felicitarlo, le hizo saber que Eugenio estaba muy molesto y especialmente angustiado por lo que había sucedido en el túnel y que por lo tanto le expresaba sus más sinceras disculpas por el mal momento que había debido pasar. Hasta le puede haber dicho que al pobre Eugenio se le había alborotado el gato en el tejado, aunque no sé si lo hizo. Lo que sí hizo fue deslizarle la preocupación del número uno de la AUF y figura que ya escalaba posiciones a nivel continental y mundial por lo que pudiera informar sobre “el lío” que se produjo en el túnel.
Mencionar a Figueredo en un vestuario arbitral de América del Sur en aquellos tiempos no digamos que equivalía a nombrar a Grondona o al paraguayo Leoz, pero tenía su peso. Más si el juez destinatario de los comentarios no sentía el calor de la bandera brasileña, argentina o paraguaya en sus espaldas y además era susceptible a cierto tipo de presiones, como las fuentes aseguran que era el venezolano. Caer en gracia o en desgracia de los popes de la Conmebol y sus transas podía ser la diferencia entre ser designado en el futuro para buenos partidos -de esos que dejan importantes viáticos- o entrar en el freezer por un buen tiempo. Como mandan las sagradas escrituras no escritas, los dueños de la Conmebol sabían agradecer a los comprensivos y castigar a los intolerantes.
Por eso Solórzano escuchó atentamente al mensajero y, sabio, conocedor de que una imagen vale más que mil palabras y que, a falta de aquellas, a éstas se las lleva el viento, solo necesitó decir: “¿Lío? ¿Cuál lío?”
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