Hace unos días Ecuador ejecutó una maniobra política contra las garantías individuales y la libertad de expresión: le quitó la nacionalidad otorgada a Julian Assange e hizo lo propio con el asilo político; finalizó el desborde echándolo de su embajada en Londres al franquearle el ingreso a agentes de Scotland Yard, que extrajeron y detuvieron al desasilado.
Así cumplió con el contrato –de facto- de permuta donde un entregador, Lenín Moreno, desapegado de la realidad, declamaba fabulaciones acerca del «peligroso Assange» (desde que entrenaba a su gato para que espiara, hasta que pretendía montar una agencia de inteligencia en la representación); prometió seguir en el Grupo de Lima -cuyo cometido único es acosar a Venezuela- y dar un laissez faire a Chevron para que continúe con la depredación en la Amazonia. Mientras, Washington otorgó el visto bueno al FMI para un préstamo a Quito por 4 mil 100 millones de dólares (desembolsó más de 600 millones antes de la prisión de Assange). Se asocian estos hechos con la visita de Michael Pence al país y la entrevista del canciller José Valencia con su homólogo Mike Pompeo (antiguo director de la CIA) el 26 de noviembre pasado en Washington.
Lo que nos queda es que la “historieta” que difundió Estados Unidos (EU) para pretextar intervenciones militares fue ampliamente desmentida por WikiLeaks, por lo que al exponerlas públicamente la comunidad de inteligencia la culpó y persiguió a su director. Assange fue hostigado por ofrecer datos acerca del bombardeo a Bagdad, las masacres de civiles en Irak y dar detalles sobre la agresión en Afganistán, además de la situación de los presos musulmanes en Guantánamo y el espionaje a personajes internacionales, incluidos gobernantes de naciones muy amigas. En fin, se lo acusa y persigue por presentar una versión contraria a la “historia oficial” -con centenares de miles de cables del Pentágono alejados del conocimiento general, guardados, ocultos, escondidos en las sombras- mientras se revuelven normas para tipificarle un delito: la supuesta felony de Assange fue exhibir falsificaciones y exponerlas a la luz pública. Parece que han cambiado los tiempos en que WikiLeaks y Assange tenían cabida en la prensa estadunidense y eran magnificados.
Los ataques de Donald Trump y la comunidad de inteligencia al programador de medios electrónicos, periodista-investigador y empresario, procuran superar las dudas anteriores acerca de una defensa del acusado con base en la Primera Enmienda, buscando imputarlo por asociación para la ciberpiratería, que no resguarda -se sostiene- ninguna salvedad normativa superior. La inquina washingtoniana la subrayó en su momento el ex Procurador de Justicia, Jeff Sessions: “Apresar al fundador de WikiLeaks es una prioridad para reprimir las filtraciones”. Sobre ellas, la comunidad de inteligencia sospecha que se ha vulnerado el principal depósito de secretos (incluidos los militares) de EU, los de la “Bóveda 7″, cuando la organización mediática internacional dio detalles acerca de las formas de penetración de la CIA en computadoras, celulares y redes.
Quienquiera que sea el multiacusado Assange generó una corriente extendida de simpatía; la comunidad de abogados –sobre todo los conocedores del derecho anglosajón- sostienen que el detenido en Inglaterra puede ampararse en la Primera Enmienda y no resulta pasible de ser acusado de traición porque no es ni fue estadunidense. Para inculparlo debería configurarse, indubitablemente, que el imputado puso a sabiendas en peligro la vida de estadunidenses que realizaban labores de espionaje en terceros países.
Se me ocurre que hay que generar pensamientos similares a ménsulas coronadas con gárgolas y tener seres fantásticos que combatan las «historias oficiales» llenas de falacias -con algunas indirectas disculpas que permiten conjeturar y dar forma a las desgracias ocasionadas por «el fuego amigo», anexándole las provocadas por «daños colaterales»-. Las “historias oficiales” de EU infectaron a mi generación desde el inexistente «incidente del golfo de Tonkín» de 1964, en Vietnam, hasta hoy con la producción de las «guerras del Golfo» contra Irak -que según EU poseía armas químicas de destrucción masiva- o la toma de Afganistán, para perseguir a «terroristas» que armó la CIA y cobijó Arabia Saudita. Esta es la monarquía que guerrea en Yemen, compra 160 mil millones de dólares en artilugios bélicos a EU y ultima a un periodista en Turquía -Jamal Khashoggi-, lo disuelve y lo desaparece tirando sus despojos a un caño.
La Casa Blanca y Riad deben agradecer que se archivara la noticia sobre la crueldad y la saña de un crimen ordenado por el heredero de la corona de los Saúd, Mohammed bin Salman, y el que ahora los medios se dediquen a informar sobre las consecuencias del incendio de Notre Dame (incalculable pérdida para el acervo humano), se ocupen de Assange y, para públicos poco exigentes, de las peripecias matrimoniales de un príncipe británico en espera de su primogénito(a): todo echa paladas de olvido sobre el asesinato de Khashoggi y se espera que no se hable ni toque más el asunto, ni siquiera en el Washington Post.
Con la «historia oficial» intoxican al lector, al oyente, al televidente, aplicando los concejos de la corporación de dueños obsecuentes de medios -la SIP- y con las reproducciones de lo que difunden las grandes agencias o el Grupo de Diarios de América (GDA). Hay empresarios que como plañideras se desviven por la “libertad de expresión” a la que buscan convertirla en un lujo sólo practicable por poderosos. Con sus invenciones y las historias que fraguan generan un orden que oculta el bombardeo informativo sobre una población amorfa e inerme: inducen a ver hojas que ocultan el bosque. Los cuestionamientos del público los acallan no sólo con represión sino que desde la extendida propiedad de medios por una minoría privilegiada que ejerce su “libertad de prensa”, urden e imponen historias que derivan en instigación y dominio sobre las mayorías.
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