Al finalizar secundaria a los jóvenes se les tendría que entregar un breve mensaje, en el cual se les explique lo que tendrán por delante. Tal vez algo así: La vida es breve, demasiado breve. De lo mucho que se lleven de esta casa de estudios, recuerden, al menos, las coplas de Manrique por la muerte de su padre. Aquí se las aprendieron por obligación, pero cuando las relean, algún día, el sentido será otro, y pensarán, con mucha razón, cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor.
Aquella novia, que, en realidad, no fue mi novia, tenía una leve cicatriz en la cara. No la afeaba, al menos para mí, ni le hacía perder el aire elegante, por más que hubiese vivido toda su vida anterior al liceo en un pequeño pueblo junto al río Cebollatí. Miraba intrigado su cicatriz porque hubo una muerte en un accidente del que se habló mucho, y que a mí me llegó cuando todavía no la conocía. En tercero del liceo nos tocó en el mismo grupo. De apariencia arisca, sonreía poco, pero de una inteligencia chispeante. Pocas palabras le bastaban para definir un concepto. Dos hechos marcaron mis recuerdos futuros. El primero, durante un cumpleaños de quince de una amiga de ambos, un año mayor que nosotros. Bailamos, y tuve su cicatriz junto a mi mejilla. Al principio traté de no rozar su piel, pero fue ella la que acercó su cara a la mía. Su mejilla irradiaba calor. El segundo momento se produjo ese mismo invierno. Ella había ido a su pueblo, a pasar las vacaciones de julio, cuando se produjo el triunfo rebelde en Cuba, y Camilo Cienfuegos tomaba el cuartel más importante de La Habana. Esa tarde todo Treinta y Tres salió a las calles. Una enorme caravana de coches y camionetas abarrotadas daba vueltas en torno a la plaza 19 de Abril, iba hasta la estación del ferrocarril y hacía el mismo camino de vuelta. Un grupo de muchachos gritábamos y saltábamos en la caja de la camioneta de los Vergara. De pronto la vi. Estaba parada en la esquina del café London. Agitó la mano en el aire, y corrió hacia nosotros. Estiré mi mano y se subió a la caja de un salto: “Me enteré esta tarde, no me perdía esto por nada del mundo”. La tomé por la cintura para que no perdiese el equilibrio y nos unimos a los cantos de los demás.
Cuando me enteré que nos íbamos a vivir a Montevideo fue un momento desgarrador. La noche antes de irnos rompí las sábanas de rabia. En los años siguientes escuché cientos de veces “Canción para decir adiós”, de Osiris Rodríguez Castillos: “No puedo quedarme a tu lado ni llevarte conmigo.” Algunas noches, sentados en el pasto del cantero central de la M-30, en Madrid, le pedí a Osiris que volviese a cantar ese poema, y Osiris, que fue un grande, me repetía los versos que me llevaban de regreso a la mejilla de la cicatriz, a la tibieza de su cintura aquella noche del festejo por Cuba que no tuve el coraje de besarla. Todavía conservo el libro que me regaló en la despedida: “¿Qué hacer?” de Lenin. Cuando tuve que irme del país no pensé en esconderlo, pero después de 13 años todavía me seguía esperando en el doble fondo de un mueble, hecho por mi padre, donde guardaba una Colt 45, que mi madre tenía que hacer desaparecer si caía preso. La pistola ya no estaba pero sí el libro, envuelto en una bufanda marrón.
Cuando volví a Treinta y Tres, por primera vez en tantos años, mis amigos ya no estaban en el río. Hice algunas averiguaciones hasta dar con una pista. El que atendía la caja en el café era más o menos de nuestra edad, la recordaba vagamente. Creía que había vuelto a su pueblo. Efectivamente, la encontré en La Charqueada. Apenas bajé del ómnibus unos muchachos me indicaron un modesto almacén. Entré, estaba de espaldas, acomodando unos paquetes de yerba en un estante, y se dio vuelta, sin prisa. Tragué saliva. Intentó preguntarme qué necesitaba cuando se detuvo, con las manos en el mostrador. Los dos estuvimos mirándonos, sin hablar, no sé cuántos minutos.
De chico iba muy seguido a pescar con mi padre a ese pueblo junto al río Cebollatí. Caminamos largo rato a lo largo de la barranca, contándonos, como pudimos, nuestras respectivas vidas. “Vos eras un poco loquito, te gustaban los fierros”, fue de los escasos comentarios que le arranqué sobre nuestra confusa relación. Ella también se había ido a Montevideo, dio clases de física, y su compañero no había terminado arquitectura cuando empezaron a golpear al Partido Comunista. Se lo llevaron de madrugada y desapareció. Ella volvió a su pueblo, donde su hija, todavía chica, estaría más protegida por la abuela. Al morir su madre, “mi novia”, a la que nunca besé, se ocupó del almacén, y su hija estudió magisterio en Treinta y Tres. Ahora trabajaba como maestra en una escuela rural.
Nos detuvimos junto a un árbol, mirando al río, y ella me soltó aquello: “Te quise mucho, casi me enloquecí cuando desapareciste de mi vida.” Todo había cambiado. Lo que dijese resultaría alguna torpeza. “Nunca, jamás, pude olvidarte” –intenté explicar, después de un rato-. Me di vuelta para verla de perfil, y deslicé mi dedo por la cicatriz que nacía en el pelo y terminaba en el mentón, esquivando la oreja. “Vamos, me dijo, vas a perder el ómnibus”. Me dio un beso en la boca y empezó a caminar hacia el pueblo.
La vida es breve y no sólo la muerte es capaz de provocar tanto dolor. He omitido mucho de esta historia, las búsquedas, los desencuentros, la colaboración al esconder uno al otro de la policía y, después, del ejército. Se juega mucho el próximo domingo… La historia del país es la historia de las historias de su gente. He preferido abstenerme en dar opiniones relacionadas con la próxima elección. Sólo un deseo: Cuidemos lo que tenemos, como nos pidió el Che. Creímos que estaba equivocado.
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