La expresión, muy utilizada en dramaturgia, para entenderla mejor, significaría que tiene “el aspecto del personaje que interpreta”. Es la representación física y el impacto emocional que conecta de forma convincente al actor con el espectador y su imaginación. Pero lo que en la interpretación artística es virtud, oficio, en las relaciones de poder, el engaño, la simulación, es un peligro, tanto para el ciudadano como para la salud democrática de la sociedad.
La teatralización de la política puede poner en duda la confianza en la democracia, y la capacidad de los ciudadanos para detectar a los farsantes. Debería preocuparnos. El primer filtro en una sociedad democrática se espera lo ejerzan los partidos políticos, porque los ciudadanos se encuentran lejos de la cotidianidad del poder. Los ciudadanos, representados por el sistema político, están en un estado de indefensión respecto a la actuación deliberada para conseguir un fin perverso. Si lo de Trump y Maduro parece inimaginable en nuestro país, no deberíamos creer que estamos vacunados contra quienes disfrazan con más astucia sus patologías. Veamos esto:
Nathan Brooks, sicólogo, y miembro de la Sociedad Sicológica de Australia, hizo un estudio sobre 1000 altos jerarcas empresariales, y llegó a la conclusión de que el 21% de ellos, uno de cada cinco, más allá de sus habilidades, reúnen las características que definen a un sicópata: egocéntricos, no sienten empatía hacia los demás, y son incapaces de sentir remordimiento. Brooks coincide con otros investigadores, como Gregory Stevens, Jacqueline Deuling, Achilles Armenakis, o Kevin Dutton, de la Universidad de Oxford, que la sicopatía no sólo está relacionada con el poder en las grandes empresas, sino que el 1% de la población mundial la padece, en mayor o menor grado. Dutton, por su parte, ha estudiado cuáles son las profesiones que concentran la mayor cantidad de sicópatas. El primer lugar lo ocupan los CEO’s, presidente ejecutivo, director gerente, director general o consejero delegado
Dicho esto, debemos preguntarnos cómo sería el mundo gobernado por empresarios exitosos, resultado de una competencia que está basada en la exaltación de las virtudes de un producto codiciado, y en el ocultamiento de las debilidades que lo podrían hacer fracasar. Esta doble tensión marca las características de quienes ocupan el vértice de una pirámide humana, tecnológica, comercial, un aparato lo suficientemente complejo para improvisados.
La sicopatía no tiene síntomas fácilmente detectables, es una anormalidad síquica que puede estar presente de forma velada. El sicópata no siempre tiene un comportamiento violento, pero no siente inhibición alguna para anular la voluntad de otras personas, explotarlas, mostrarse superior, y sentir desprecio por sus eventuales amigos. Se mueve de acuerdo a su propio interés, y para sentir el éxito puede simular amor, compasión, ternura, fingir amistad, y desplegar gestos que impacten en el otro hasta desarmarlo afectivamente. Es capaz de anestesiar su sensibilidad, al punto de tomar decisiones no éticas con tal de mantener su poder. Esta desconexión moral le produce un placer inmenso, para él sólo valen las relaciones de poder sobre los demás. Puede fingir los roles que deba interpretar, incluso organizar su discurso al margen de su convicción más íntima, presentándose como el adalid de los oprimidos, aunque sólo sea una interpretación. Ni siquiera tendrá remordimientos al lanzar promesas a manos llenas, porque su mundo interior es el gran teatro en el que edifica su vida, en realidad llena de codicia, pero lo suficientemente distante de la moral y la ética para resistir el embate de los arrepentimientos.
Estas patologías son fáciles de ubicar, también, en el sistema político.
¿Qué estamos viendo en Estados Unidos? El zigzagueo de un hombre de negocios que ha utilizado la mentira de forma sistemática. The Fact Checker, la base de datos del Washington Post, lleva contabilizadas más de 10 mil 111 mentiras a lo largo de los primeros 828 días en la presidencia. Ha desbordado la capacidad de asombro de la prensa, de los referentes políticos del país, y del sistema judicial, que dudan de cuál puede ser la respuesta más responsable, conscientes de que Trump ha conseguido poner al país frente a una encrucijada que le pertenece, cuya imprevisibilidad es la norma.
Si alguien sostiene que habló con un pajarito, que le trajo noticias de un muerto, ese hombre sólo encaja con el diagnóstico de un desequilibrado. No debería preocupar tanto quien ejerce el poder en ese estado de insania como la de quienes lo aceptan como algo pintoresco y no toman en cuenta las consecuencias que pueda traer quien ejerce el poder político en esas condiciones. ¿Cómo es posible no cuestionarse frente a semejante disparate? Si Trump es incapaz de distinguir entre la egolatría y la responsabilidad social, Maduro está demostrando su más absoluta falta de sensibilidad para ejercer el poder.
Los partidos políticos democráticos deben ser escuelas de ciudadanía, y la calidad de la democracia dependerá de las garantías que los partidos puedan dar la ciudadanía respecto a sus candidatos. Los mecanismos electorales pueden ser un terreno opaco, y, de hecho, hemos sido testigos de qué forma se ha violado la ley, o se ha utilizado la letra de la ley para hacer de la política un vale todo. En Uruguay seguimos atrasados con respecto a la financiación de los partidos políticos. Ojalá que la renovación generacional que se vislumbra traiga, también, el compromiso de avanzar en el control de la actividad política, sin coartar la libertad de legisladores y gobernantes.
Una vez más, las palabras de Artigas ante los representantes de los pueblos en el Congreso de Abril de 18l3: “Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana”. Esa debería ser la fuente de inspiración de los futuros gobernantes y parlamentarios, para recuperar la confianza en el único sistema de gobierno capaz de establecer claras relaciones entre la ciudadanía y el poder que la representa.
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