Después de tres años de discusión pública sobre la eutanasia, se siguen afirmando conceptos equívocos, mitos y falacias al respecto. Más confusión se crea cuando quienes repiten estos conceptos son referentes políticos de significativa trayectoria intelectual. Me refiero concretamente a un reciente artículo publicado por el Dr. Julio María Sanguinetti en “El correo de los viernes” (11-08-2023). Es alguien a quien leo y respeto, ya sea que coincida o no con sus ideas. Los argumentos allí expuestos resumen las principales ideas de quienes promueven la legalización de la eutanasia, por lo que mi reflexión es en plural.
La convicción de que, en la discusión sobre la eutanasia, la alternativa es estar a favor de la libertad o de dogmas religiosos es tan absurda como falaz, sin embargo, es una creencia extendida y reiterada dogmáticamente como si fuera la cuestión central del debate. En ningún lugar se explica cuál es la prohibición de carácter religioso que estuviera vigente en nuestra legislación o que impidiera que quienes no adhieren a ningún mandato religioso, no puedan ejercer sus derechos. Pero nunca se responde a estas preguntas: ¿Por qué es delito matar a alguien, aunque lo solicite? ¿Por qué es delito cooperar con el suicidio de una persona que desea morir? ¿Por qué es contrario a la ética médica matar al paciente? ¿Por qué la eutanasia no es un derecho en ningún pacto internacional de derechos humanos? Hay incluso advertencias graves sobre cómo ha afectado a las personas con discapacidad donde se ha legalizado. ¿Por qué está prohibida la eutanasia? Nunca se responde. Es obvio que estas prohibiciones no son por dogmas religiosos, sino en defensa y protección de derechos fundamentales, con especial cuidado a los más vulnerables.
Cuando uno hace estas preguntas, simplemente cambian de tema y lo desvían hacia una cuestión de libertad individual o lo atribuyen a una prohibición religiosa, lo cual lo hace atractivo para estar en contra espontáneamente, sin que medie la reflexión y el análisis de los argumentos.
Cuando las creencias se imponen a la evidencia.
Muchos todavía creen que la eutanasia implica no prolongar la vida artificialmente. Eso no es eutanasia. En nuestro país contamos una ley de voluntades anticipadas, donde los pacientes somos libres de elegir que no nos prolonguen la vida innecesariamente, creando mayor sufrimiento (Ley N° 18.335 y 18.473). Somos libres de resistirnos a cualquier tratamiento que nos prolongue el sufrimiento. Y nadie tiene derecho a prolongarnos la vida en contra de nuestra voluntad. Pero una cosa es dejar morir, y otra es matar a alguien que pide morir.
Tampoco es cierto que el llamado “cocktail” sea una forma de eutanasia encubierta, porque ya lo han explicado durante años la Sociedad Uruguaya de Medicina y Cuidados Paliativos, y médicos especialistas en diversas ocasiones: la sedación paliativa no mata al paciente, ni tiene un “doble efecto”, como se suele decir, no es eutanasia. La sedación reduce la conciencia del paciente para que no padezca sufrimientos causados por síntomas refractarios. La persona no fallece a causa de la sedación, sino de la progresión de su enfermedad. Pero lamentablemente las creencias y dogmas ideológicos instalados culturalmente han sido más fuertes que la evidencia científica.
La cuestión central en el debate.
El problema aquí no es si impera en la ley una visión laica o religiosa, porque de hecho la religiosa en Uruguay no tiene injerencia alguna en las leyes. Otra cosa es que se quiera renunciar a todos los valores de nuestra civilización y del humanismo porque hunden sus raíces en la cosmovisión y antropología judeocristiana y greco-latina. Pero sería otra discusión: ¿queremos renunciar a los cimientos de nuestra cultura y al fundamento antropológico de los Derechos Humanos?
El tema más importante y relevante en la discusión sobre la eutanasia es la concepción de dignidad humana, de derecho humano y del valor de la vida. Una cuestión netamente antropológica y ética. Es la cuestión más importante y es la más eludida por los promotores de la eutanasia, porque asumir esa discusión y llevar sus argumentos hasta el final, sería escandaloso para quien crea que todos los seres humanos tienen la misma dignidad y que todos merecen el mismo trato, cuidado y respeto. No se le presta atención porque vivimos en sociedades narcisistas donde siempre se es autorreferencial y se piensa que se trata de uno mismo, cuando se trata de lo que hacemos con los otros, no con nosotros mismos.
La visión dogmática de que la eutanasia es un asunto de libertad individual y de ejercer un derecho sobre la propia vida, no les permite responder nunca a la cuestión fundamental que está en discusión: la discriminación entre dos tipos de seres humanos: eutanasiables y no eutanasiables.
¿El Estado debe ayudar a algunos a suicidarse?
Aunque las personas puedan ser libres de suicidarse, el Estado no crea el derecho a que, a quien quiera suicidarse, se le otorguen los medios para concretar su deseo de acabar con su vida. Nadie debe juzgar ni estigmatizar a quien desea morir. Pero otra cosa es lo que haga el Estado, lo que le dice la sociedad a determinadas personas que entran en la categoría de vidas que pueden terminarse con consentimiento. Si fuera un derecho humano pedir que nos maten, debería ser de todos y prevenir el suicidio debería ser algo contrario a la dignidad humana. Aquí está el núcleo más esquivado del debate porque es escandaloso para quienes entienden que debemos prevenir el suicidio y ayudar a las personas a encontrar sentido para vivir. Eso no significa prolongar sufrimientos, ni obligar a vivir, sino aliviar, acompañar y nunca matar a otro ser humano porque él considere que es una carga o una vida ya inútil. ¿Es eso lo que llaman derecho? Si existiera un “derecho a morir”, el Estado debería castigar a quien salva la vida de quien intenta suicidarse, porque estaría impidiendo a quien quiere acabar con su vida ejercer un derecho. Lo absurdo de la cuestión, hace que se desvíe la discusión y se usen eufemismos para disimular: “ayudar a morir”, “acto de compasión”, “acto de empatía”, “nuevo derecho”, y como palabras mágicas, impiden que se analice la realidad en todas sus dimensiones.
Quienes apoyan la eutanasia tienen como visión de fondo que la calidad de vida es la que define si una vida es más o menos valiosa. Se concluye explícitamente en el proyecto de ley de eutanasia, que una vida es renunciable y eliminable si tiene un “grave y progresivo deterioro de su calidad de vida” (art. 2). Convivirían así políticas públicas de prevención del suicidio y políticas públicas que aseguren el suicidio según la “calidad de vida” de unos y otros. A los más necesitados de valoración, alivio y ayuda, se les ofrece matarlos…, si quieren…, claro, es un acto “libre”. ¿No incidirá en su decisión que la sociedad le esté diciendo que su vida se ha deteriorado, por su enfermedad, discapacidad o vejez que lo hacen demasiado dependiente y sin esperanza de que vuelva a ser productivo y autónomo? ¿No afectará a su decisión que sólo a él sea lícito matarlo si lo pide? ¿es justo? ¿es eso solidaridad con los que más sufren? ¿es eso seguir reconociendo la igual dignidad de todos los seres humanos sin importar su condición? Como puede verse, no se trata de dogmas religiosos, sino de dogmas libertarios individualistas que ignoran cuestiones fundamentales sobre la justicia y el derecho de las personas. Frases atractivas como “es mi decisión”, funcionan muy bien en una sociedad donde no importa el fin de las acciones, sino que se ejerzan libremente sin límites. Donde lo que importa es que cada uno haga lo que le plazca sin pensar en las consecuencias sobre la sociedad.
¿Son cosas diferentes el suicidio y la eutanasia?
La primera reacción cuando se plantea esta cuestión es que no hablamos de lo mismo. En realidad, no hablamos del mismo tipo de personas ni de situaciones, con lo cual existe una discriminación asumida de vidas salvables y eliminables. Más allá de aspectos formales y técnicos, que alguien que quiera morir por su sufrimiento, que, en lugar de aliviarle y acompañarle en el proceso, se le provoque la muerte porque lo ha pedido, no es otra cosa que cooperar con la muerte de una persona que quiere morir, ya sea directa (eutanasia) o indirectamente (suicidio asistido).
El problema con este asunto es que se ha naturalizado socialmente que hay vidas que valen menos, ya sea por su deterioro, por su edad, por su discapacidad, por su “calidad de vida”. Y son muchos los que en lugar de pensar en las consecuencias sociales de una ley que normalice el suicidio asistido de personas que desean morir, solo se detienen a pensar individualmente y afirmar: “yo no quisiera ser una carga para los demás”, “yo no quisiera vivir en esas condiciones porque ya no es vida”. Son las mismas frases que podría decir alguien joven y sano, que sufre existencialmente por una vida sin sentido. ¿La respuesta es ayudarle a encontrar sentido en medio de su sufrimiento? ¿o decirle que tiene razón y que lo mejor será morir? ¿Eso es lo que elige una sociedad como respuesta al sufrimiento? No se trata de opciones individuales, sino del tipo de sociedad que queremos.
Existen varias investigaciones en España que demostraron que el 100% de los casos de pacientes que desean adelantar la muerte (DAM), no es por la enfermedad que padecen, ya sea ELA, cáncer, EPOC, etc. Si no, que este deseo de morir está presente por el miedo al sufrimiento, el entorno familiar y asistencial. Son las relaciones humanas las que hacen la diferencia en el bien morir, además de una adecuada atención médica. La diferencia entonces no está en determinadas situaciones clínicas, sino en cuestiones profundamente existenciales ante el sufrimiento. ¿Haremos diferencia entre unas vidas y otras? ¿A algunas las salvamos a otras las descartamos como si se tratara de un acto de compasión? Pero siempre con la conciencia tranquila, porque fue decisión de otro.
El suicidio en la filosofía.
La eutanasia en su forma moderna -no en el sentido clásico del término “buena muerte”- es una forma de suicidio asistido, porque alguien pide morir y otro le provoca la muerte. Es materialmente el mismo hecho: alguien quiere morir y otro le da muerte.
Sanguinetti afirmó que “Sócrates y Platón lo consideraban un derecho”. No es cierto. Lo poco que ha escrito Platón sobre el suicidio está en el Fedón (64a) y en Las Leyes: que el filósofo debe prepararse para la muerte, que la filosofía misma es preparación para la muerte, pero Platón es siempre contrario al suicidio. Su posición es contraria a quien decide acabar con su vida. En la historia de la Filosofía hubo filósofos contrarios al suicidio como Platón, Aristóteles, Kant, Marx y Wittgenstein y otros que lo veían como legítimo: Séneca, Hume, Montaigne y Nietzsche. Este es otro debate, sobre si debemos considerar legítimo socialmente que alguien quiera y pueda acabar con su vida. Pero la cuestión del suicidio en el Uruguay creo que debería ser tratada con prudencia y serena reflexión, antes de tener leyes contradictorias, discriminatorios y paradójicas en torno al valor de la vida humana.
¿Qué debe hacer el Estado?
La prohibición de la eutanasia en la mayoría de los países del mundo, incluyendo el nuestro, es la prohibición de no matar o de no cooperar con el suicidio de otro. Legalizarla no se trata de dar más libertad a alguien para acabar con su vida, que la tiene. Pero en caso de que alguien no tenga las posibilidades materiales para hacerlo: ¿Es el Estado quien debe garantizar que efectivamente muera cuando lo desea? No es un tema de libertad individual, porque crear una forma de suicidio asistido o de eutanasia implica siempre que un tercero provoque la muerte de otro. No se trata de lo que cada uno hace con su vida, sino de lo que hacemos con la vida de los otros, especialmente cuando están más vulnerables, se sienten un peso para el resto o no quieren vivir porque consideran que su vida es absurda. A nadie se le obliga a vivir, pero ¿qué implica la compasión? ¿cuidar y aliviar, o matar al considerado descartable? Las propuestas de legalizar la eutanasia se presentan siempre en lenguaje edulcorado, como un acto de compasión y empatía, cuando es la insolidaridad de sociedades que caminan al extremo individualismo y al desprecio de la vulnerabilidad y la dependencia, incluso de la propia.
El cambio que implica legalizar la eutanasia no es una ampliación de la libertad, sino un quiebre irreversible de los fundamentos de los derechos humanos y del respeto por la dignidad humana. Por eso no se trata de discutir garantías de proyectos que no velan por derechos, sino que acaban con derechos fundamentales. ¿Una sociedad progresista protege a los más débiles o fomenta el desprecio por la vida dependiente y vulnerable?
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