Esta nota nace de las dos horas de insomnio que cada jueves me provoca el colega Hoenir Sarthou con los razonamientos que expone en su página titulada “Indisciplina partidaria”. Se podrá estar de acuerdo o no con Sarthou, pero algo que ha dicho es irrefutable: a fin de año nadie podía prever que en junio el mundo estaría tal como está. Resulta imposible permanecer indiferente ante el siguiente párrafo: “En lo que va de este año el mundo ha experimentado anomalías nunca vistas. Nunca se había encerrado a más de la mitad de sus habitantes, ni se les había prohibido circular por la calle o reunirse. Nunca la economía global había sufrido una detención de este tipo. Nunca se había visto a los gobiernos acatar las sugerencias de un organismo técnico-político (la OMS) como si fueran órdenes. Nunca se había recortado tantas libertades y propuesto controlar virtualmente a la gente. Nunca se habían transferido tantos recursos públicos a una industria (la farmacéutica). Nunca la prensa había difundido en forma tan obsesiva y acrítica un tema. Y nunca se había visto a los financiadores privados de un organismo internacional hablarle al mundo como lo ha hecho y lo sigue haciendo Bill Gates”. Refutar esos “nunca” parecería una necedad.
Y en medio del insomnio de cada jueves llegué a la conclusión que, desde sus inicios, el cine se encargó de decir al público que lo inimaginable casi siempre sucede. Lejanamente inspirado en una novela de Julio Verne, ya en 1902 Georges Méliès abordó lo imposible en Viaje a la Luna, aunque esa travesía se haría realidad 67 años más tarde. En 1936 Lo que vendrá de William Cameron Menzies, sobre novela de H. G. Wells, presentaba un mundo devastado. En el libro eso se atribuía a un virus, pero en el film no se terminaba de explicar del todo, aunque vistas hoy las imágenes ruinosas de las ciudades remedan las de una hecatombe nuclear. Sin embargo, a la hora de estrenarse esta película, para el infierno de Hiroshima y Nagasaki aún faltaba casi una década.
La aparición real de la bomba atómica en 1945 y el inicio de la Guerra Fría generaron un cine paranoico y bastante talentoso, y lo inimaginable volvió a resurgir. 2001: odisea del espacio de Stanley Kubrick (1968) nos llevó a la prehistoria para explicar el futuro de la humanidad, pero ¿alguien podía imaginar que, tras un millón de años, la actitud del simio y la del ser humano en la Luna serían idénticas? Ambos pasan la mano con idéntico temor por la fría y lisa superficie del monolito, sin que parezca haber rastro alguno de evolución. ¿Y qué decir de Charlton Heston, dos veces enfrentado a lo inimaginable? En 1968, al final de Planeta de los simios de Franklin J. Schaffner, advertía que el lugar desconocido al cual había llegado era la Tierra, al ver resurgir desde las dunas de una playa a la Estatua de la Libertad: la hecatombe nuclear había trastocado por entero la vida del planeta. Cinco años más tarde, el sufrido Charlton era un policía en medio de un mundo asfixiado por la superpoblación y la carencia de alimentos en Cuando el destino nos alcance de Richard Fleischer. Sólo la salvadora ración diaria de Soylent Green, alimento ecológico, permitía a la gente sobrevivir, pero al final se sabía que estaba fabricado con restos humanos. Me pregunto: ¿sabemos hoy verdaderamente qué comemos a diario?
Tampoco hay que olvidar aquella conversación de ciencia ficción que en 1978 mantenían el cazador de nazis Laurence Olivier y el científico Bruno Ganz en Los niños del Brasil, también de Schaffner, acerca de algo llamado clonación. En ese film Gregory Peck era Josef Mengele, e intentaba revivir a Hitler, como en 1993 Richard Attenborough haría con los dinosaurios en Jurassic Park de Steven Spielberg. Hasta que la realidad superó a la ciencia ficción y en 1996 nació la oveja Dolly. En el mundo real, Todos los hombres del presidente de Alan J. Pakula (1976) demostró que era posible que dos periodistas derrocaran al presidente del país más poderoso del planeta, aunque en realidad aquí lo increíble fue que un mandatario en ejercicio hiciera algo tan descabellado como lo que Nixon perpetró desde la Casa Blanca: grabar a todo el mundo, desde la sede del partido político rival hasta a sus propios colaboradores. Paralelamente dos adelantados, el director Sidney Lumet y el libretista Paddy Chayefsky, hablaron en Poder que mata (1976) de cosas como “hagamos lo que sea –incluso asesinar a alguien- con tal de subir el rating de un programa”, mientras el todopoderoso dueño de la cadena televisiva nos aclaraba que ya no importaban las ideologías sino la globalización, y que ahora los nuevos países eran ITT o IBM. Como si hoy nos dijeran Microsoft, Apple, Google, Exxon… o la OMS que quizás vislumbra Sarthou.
El colega de Voces decía que “el mundo iba en camino a parecerse a Un mundo feliz de Aldous Huxley, en el que renunciaríamos a nuestra libertad seducidos por la publicidad, el placer, la comodidad y el consumismo. Tal parece que no será así, sino que perderemos la libertad bajo un régimen de miedo, censura y control represivo, mucho más parecido al de 1984 de George Orwell”. Mirando hacia el cine, la actualidad se parece cada vez más a Rollerball de Norman Jewison (1975), donde la gente vivía aislada en sus casas en medio de un confort y una tecnología disparatadas, y sólo salía del letargo mediante la violencia. Mientras tanto, los países habían dejado de existir y el gobierno lo ejercía una mega corporación con sede en Ginebra, desde la cual oscuras y todopoderosas siluetas digitaban el destino de los habitantes, quitándoles la libertad e incluso el apellido, es decir su individualidad. Este último detalle hoy parece de ciencia ficción, pero cuidado, porque por lo visto lo inimaginable casi siempre termina sucediendo…
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